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© 2020 Erika Fiorucci
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Conversaciones con un extraño, n.º 4 - abril 2020
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Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-592-8
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Índice
Uno
Los menús de la semana ya están planeados para maximizar lo que queda en la alacena, la casa está limpia y los armarios organizados.
Carolina mira a su alrededor con un suspiro optimista. Según el horario que se estableció para no volverse loca, y que está pegado en la puerta del refrigerador siguiendo unas recomendaciones que leyó en línea, tiene un poco de tiempo libre antes de comenzar con los deberes, luego su sesión de ejercicios con el tutorial de Youtube, un par de horas de Netflix y finalmente, para terminar el día, algo de lectura recreativa gracias a las editoriales y autores independientes que pusieron gratis muchos libros electrónicos.
Nunca fue muy extrovertida ni tiene muchos amigos, menos aquí en Madrid donde llegó siete meses atrás desde México para comenzar a estudiar en el Conservatorio Superior de Danza para ser profesora de ballet. Estaba asustada y pensó que sería difícil, a los veinte años te sientes mayor para muchas cosas, pero una niña pequeña cuando estás lejos de tu familia. Sin embargo, todo corrió bastante bien: Unos primos de su abuelo, gracias al cual tiene nacionalidad europea, la ayudaron con el papeleo administrativo para tener DNI y Seguridad Social, la inscripción en el Conservatorio, la búsqueda de piso y hasta a encontrar un trabajo que se ajustara a su horario de clases como camarera en un café.
Estuvo tan ocupada en adaptarse, en conocer las rutas del metro y de los autobuses, en seguir hacia adelante, con la vista siempre en el futuro, que no tuvo tiempo de sentirse sola o abrumada, hasta la cuarentena. Primero suspendieron las clases, luego perdió su trabajo, lo que originó que su familia alrededor del mundo, en México, Canadá y hasta en la misma España, hicieran una colecta para enviarle dinero para pagar el alquiler, y finalmente su compañera de piso de marchó a su natal Valencia a insistencia de su madre.
No obstante, Carolina no es de las que entra en pánico o se desespera. Vivir sola lejos de casa te enseña que siempre es mejor ocuparse que preocuparse. Es un ejercicio diario de voluntad evitar que su mente divague hacia escenarios apocalípticos, ya sean relacionados con su salud, la de su familia que está lejos o incluso su economía particular o la mundial porque todas están conectadas, pero está triunfando. Todavía no ha sentido el impulso de cortarse el flequillo o hacer un live en Instagram para sus cuatrocientos seguidores.
«Un día a la vez», es lo que se dice cada vez que uno de esos pensamientos intrusivos asalta su mente. Incluso está convencida de que es mejor estar sola, así evita la histeria colectiva de estar encerrada con alguien como su compañera de piso que, aunque agradable, es una conocida reciente y nunca se sabe cómo reaccionará la gente cuando de compañeras se transforman en prisioneras de celda.
Tras subir nuevamente su barrera de optimismo, toma su taza de té y sale al pequeño balcón, otra de sus rutinas matutinas. El espacio es pequeño, más un pasillo que un balcón, no cabe ni una silla ni una mesa, pero está al aire libre.
No hace sol, el cielo está un poco gris, pero, sin embargo, hay algo tranquilizador en el silencio. No hay un solo coche en la calle, tampoco personas. Al fondo puede ver el parque de la Ciudad de los Ángeles donde normalmente, a cualquier hora, transitan adultos mayores dando un paseo, niños jugando o personas con sus mascotas. Ahora está completamente vacío y eso está bien, la reconforta, le permite escuchar el sonido de los pájaros, cosa que en una gran ciudad siempre queda eclipsada por el ruido.
Carolina cierra los ojos y se deja llevar por esa melodía natural. También está el sonido de las palomas que ahora se acercan con más frecuencia porque la gente no deja de lanzarles pan desde las ventanas.
La sinfonía es hermosa, natural, y sin quererlo sonríe.
Recuerda la primera vez que se dio cuenta de que podía escuchar los pájaros cantar. Fue un día en el que estaba particularmente triste y el sonido le devolvió el ánimo, la apartó del miedo y la nostalgia y le dio el impulso que necesitaba. Ese día buscó consejos en Internet para enfrentar el aislamiento, encontró tutoriales, libros e hizo su agenda, esa que ha seguido a pie juntillas desde entonces.
También, a partir de ese día, salir al balcón cada mañana se convirtió en parte de su rutina.
Y allí, sentada en el suelo como aquella primera vez, es cuando lo escucha, ese sonido nuevo, filtrándose entre el cantar de los pájaros y la brisa moviendo los árboles que, de alguna extraña forma, no los interrumpe sino que los acompaña. Es un violín, Vivaldi si recuerda correctamente, y Carolina se niega a abrir los ojos porque, aunque la música está tan cerca que siente que es solo para ella, teme que de hacerlo todo desaparecerá, como un espejismo auditivo arruinado por el sentido de la vista.
Así que sigue disfrutando del sonido, la música y los pájaros, y una pequeña sonrisa en sus labios acompaña los movimientos delicados de su cabeza que resumen lo que su cuerpo quiere hacer. Es solo cuando la última nota del violín desaparece en el aire que abre los ojos en medio de una exhalación satisfecha.
Hay un joven en el balcón que está al lado del suyo, el violín todavía en su hombro y la está viendo. Es más, todo su cuerpo está orientado hacia ella como si se tratase