—Padre, esto es un atraco —dijo el cómplice.
El padre Pino apenas se volvió.
—Me lo esperaba —dijo, con una sonrisa bondadosa inolvidable, mientras el ejecutor le disparaba en la nuca.
¿Se esperaba tener que dar la vida precisamente en ese instante? No lo sabremos, porque no vio a su asesino o quizá percibió solo confusamente la presencia amenazante a su espalda. En los últimos años —siendo ya párroco en Brancaccio y director espiritual del seminario— no había querido abandonar un encargo al que tenía mucho afecto, el de capellán de una casa refugio para madres solteras. Precisamente a ellas les había dado una prédica el día anterior sobre la pasión de Jesús. Había dicho:
—Cuando tenemos miedo o experimentamos una sensación intensa de calor, se producen contracciones bajo la piel. Ahí hay unas bolsitas de las que brota el sudor. Pero cuando la contracción es más fuerte, porque el miedo llega a ser angustia, tensión insoportable, se rompen los capilares. Por eso se dice que Cristo sudó sangre… Sudó sangre por el miedo humano ante el dolor. Y ante la cruz imploró al Padre evitarle el amargo cáliz antes de unirse a Su voluntad. Todo esto nos hace sentir a Cristo más cercano aún a nosotros, como un hermano. En esto hemos conocido el amor de Dios. Él ha dado la vida por nosotros y nosotros debemos dar la vida por los hermanos.
Ahora sabemos lo que esperaba el padre Pino Puglisi: esperaba el momento en que Cristo crucificado lo abrazaría y lo llevaría con él.
Y TANTOS OTROS MÁRTIRES COTIDIANOS
Este último martirio que hemos contado puede definirse como «un martirio pobre» (también semejante a la Eucaristía, que es pan humildemente partido, que se deja consumir cada día), preparado y saboreado lentamente, como lo saboreó Jesús a lo largo del camino que le llevó a Jerusalén y luego al Gólgota. Así caminaba el padre Pino Puglisi por las calles de su barrio dominado por la mafia, interesándose por todos los problemas de la gente, acompañando a sus fieles con verdadera y activa caridad pastoral, defendiendo y apoyando todas las causas justas, y sabiendo que las calles se habían convertido para él en un largo Via Crucis libremente aceptado: sabía que toda esa violencia que le llegaba era una estación de su camino hacia el Calvario. Pero también él encontró al final los brazos de Jesús para sostenerlo.
Y son estas experiencias atípicas de largo martirio, como la vivida por el padre Puglisi —marcado en todas las horas de tantas jornadas—, las que nos recuerdan que hoy, mientras vuelven las sangrientas persecuciones de antaño con la misma ferocidad que entonces, los cristianos pueden ser perseguidos no solo con formas extremas —esas que exigen el testimonio explícito y valiente, otorgado en un acto supremo y conclusivo—, sino también en forma monótona y continua.
Son persecuciones que se expresan en días y días de hostilidad creciente, chantajes sistemáticos y amenazas ciertas, aunque no estén claramente definidas.
Pueden consistir en agresiones metódicas a la fe del cristiano, a su caridad, a su hambre y sed de justicia, a su pasión por la verdad, a su amor a la Iglesia.
Y el martirio puede llegar en mil maneras, incluso anónimas: a veces el mártir tiene un rostro indistinto entre cientos de rostros igualmente desfigurados; a veces el martirio está escondido en una muerte aparentemente casual que, sin embargo, ha sido cuidadosamente programada o incluso solicitada por los perseguidores; a veces el «sí» del mártir a Cristo está escondido en el «no» que él dice a los violentos de este mundo.
Ya a comienzos de los años 50, Charles Journet, un célebre teólogo, advertía: «Puede suceder que la época en que hemos entrado conozca una forma de martirio muy pobre, muy corriente, sin nada espectacular para la fe de la comunidad cristiana —pues lo espectacular está pasando todo al campo de la Bestia—, una época en que se le pedirá al mártir, antes de morir corporalmente por Cristo, que se envilezca y renuncie incluso al gozo de poder confesar a Jesús frente al mundo».
Hoy las dos formas de vocación al martirio (la extrema y la cotidiana) parecen imbricarse una con otra, y ser ambas habituales.
II. MORIR DE AMOR
EN LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO destacan en primer lugar los mártires, que experimentan y enseñan hasta qué punto puede alcanzarse la identificación con Cristo. Pero, entre ellos, son paradigmáticas algunas figuras de mujeres jóvenes enamoradas, que entregaron su vida a Jesucristo con una sensibilidad nupcial.
Los nombres de Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia se celebran aún en el Canon Romano. Y resulta particularmente incisivo el recuerdo del testimonio amoroso de santa Inés, conservado por el obispo san Ambrosio: «¡A cuántos dulces halagos no recurrió el magistrado y de cuántos aspirantes a su mano no le habló para hacerla retroceder de su propósito! Pero ella: “Es una ofensa al Esposo esperar al amante. ¡Me tendrá quien me eligió primero!”»[1].
Por eso, en el curso de los siglos —una vez terminada la época de las persecuciones—, los cristianos tuvieron como imágenes ideales las de quienes elegían consagrarse a Cristo en el estado de virginidad, siguiéndolo así «más de cerca».
Este enamorarse de Jesús no fue, sin embargo, un privilegio solo femenino, porque la más profunda y singular identidad de cada bautizado (antes, durante, después e incluso sin el matrimonio) —y también la de toda criatura humana— consiste en que cada uno pertenece desde siempre personal y amorosamente a Cristo Esposo. Y hay un cierto nivel de profundidad espiritual en el que ser varón o mujer no supone ya ninguna dificultad para enamorarse de Cristo.
Vamos, pues, a comenzar evocando el enamoramiento paradigmático de dos santos: Francisco de Asís y Juan de la Cruz. Por una parte, han experimentado hacia Cristo un verdadero y profundo amor como personificando a la Iglesia Esposa y, por otra, se han hecho cada vez más semejantes a Él.
SAN FRANCISCO DE ASÍS (1181-1226)
El ejemplo de san Francisco de Asís es el más notable y fascinante. Su primer biógrafo, Tommaso da Celano, escribe: «Los hermanos que vivieron con él saben muy bien cómo cada día, incluso en cada momento, afloraba a sus labios el recuerdo de Cristo, con cuánta suavidad y dulzura le hablaba, con qué tierno amor conversaba con Él. Estaba en verdad muy centrado en Jesús. Lo llevaba siempre en su corazón, Jesús en sus labios, Jesús en sus oídos, Jesús en sus ojos, sus manos, en todos sus miembros»[2].
Y no teme describir algunas efusiones suyas típicamente esponsales: «Cuando el santo rezaba, en los bosques y en lugares solitarios, llenaba el bosque de gemidos, bañaba la tierra de lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho; y allí, aprovechando un lugar más íntimo y reservado, dialogaba incluso en alta voz con su Señor, daba cuentas al Juez, suplicaba al Padre, hablaba al Amigo, bromeaba amablemente con el Esposo»[3].
Muy particular fue, en el santo de Asís, el fenómeno de los estigmas (un milagro que nunca había sucedido), señal de un amor tan intenso que, después de haber impregnado el alma, brota hasta manifestarse también en el cuerpo.
Un fenómeno que san Francisco de Sales, en su Tratado del amor de Dios, explica así: «¡Qué grande debía ser la ternura de san Francisco, al ver la imagen de nuestro Señor, inmolado en la cruz! El alma tan conmovida, enternecida y casi traspuesta en tan amoroso dolor, se encontró muy dispuesta a recibir las impresiones y los estigmas del amor y del dolor de su supremo Amante. Pues la memoria se fijaba por completo en el recuerdo de aquel divino amor,