Pocos meses después, el profesor era detenido y deportado al campo de Dachau, donde fue sometido a todo tipo de vejaciones y a verdaderas torturas.
Fue necesario enviarlo a la enfermería del campo. Ese hecho significaba que su suerte estaba echada. Hoy conocemos lo sucedido gracias a un testigo de excepción: precisamente la misma persona que lo mató, y que después se convirtió pues el recuerdo del padre Tito no la abandonaría nunca.
Era enfermera pero, por miedo, obedecía las órdenes inhumanas que le dictaba el oficial médico. Según su relato, «al llegar a la enfermería, Tito ya estaba en la lista de los muertos». Narró los experimentos que se hacían con los enfermos, también con Tito, y cómo le salían de dentro, sin querer, las palabras con las que soportaba los maltratos:
—Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya.
También contó la enfermera cómo todos los enfermos la odiaban y la insultaban con los apelativos más infamantes, odio que ella les devolvía de manera impasible; pero la impresionaba que aquel anciano sacerdote, en cambio, la tratase con la delicadeza y el respeto de un padre: «Una vez tomó mi mano y me dijo: ¡Pobre chica, rezaré por ti!».
Un día el preso le regaló su rosario, hecho de cobre y madera. Irritada, la joven contestó que aquel objeto no le servía. No sabía rezar...
Tito le dijo:
—No es necesario que digas toda el Avemaría, di solo: Ruega por nosotros pecadores.
El 25 de julio de 1942, el médico de la enfermería le entregó a la enfermera una inyección de ácido fénico para que se la pusiese en vena a Tito. Era un gesto de rutina. La enfermera lo había realizado ya cientos de veces, pero la pobrecilla recordará luego «que, después de hacerlo, se sintió mal el resto del día». Puso la inyección a las dos menos diez, y a las dos murió Tito. «Estuve presente cuando expiró… El doctor estaba sentado junto a la camilla, con un estetoscopio, para guardar las apariencias. Cuando el corazón dejó de latir, me dijo: ¡Este puerco ha muerto!».
De sus verdugos, el padre Tito había dicho siempre: «También ellos son hijos del buen Dios, y quizá quede en ellos todavía alguna cosa…».
Dios le concedió precisamente este último milagro. El médico del campo llamaba sarcásticamente a esa inyección de veneno «inyección de gracia». Y he aquí que, mientras la enfermera se la ponía, era la intercesión de Tito la que infundía en ella la gracia de Dios. Y la pobrecilla, en el proceso canónico, explicó que el rostro de aquel anciano sacerdote se le había quedado impreso en la memoria para siempre, porque había leído en ese rostro algo desconocido para ella hasta entonces. Dijo sencillamente:
—Él tenía compasión de mí.
Como Cristo.
Así, con la dulzura de un padre humillado, Brandsma consiguió dar vida a quien acababa de darle muerte.
SAN OSCAR ROMERO (1917-1980)
Nombrado en 1977 arzobispo de San Salvador, capital de la homónima república sudamericana, Oscar Romero tenía fama de ser reservado. Su vida parecía más inclinada al estudio que a las luchas y enfrentamientos sociales. Pero en el curso de su apasionado ministerio episcopal, observando más de cerca los sufrimientos de su pueblo, oprimido por una dictadura injusta y violenta —y muy afectado por el ejemplo de algunos compañeros perseguidos y ejecutados por el régimen—, devino un «buen pastor» combativo, a dar la vida en defensa de su grey.
Comenzó a denunciar públicamente los crímenes de Estado en sus homilías dominicales, y sus prédicas se difundían por radio en el país, y también en el extranjero. Después de meses y meses de pasión y valerosa resistencia, un domingo se dirigió directamente a los soldados, pidiéndoles que dejasen de matar por cuenta de los dictadores y de los ricos propietarios:
«Quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Pero, ante una orden de matar dada por un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ¡NO MATARÁS! Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, que defiende los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede permanecer en silencio ante tan gran abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas, si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben al cielo cada vez más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión».
Con estas palabras, Romero había firmado su condena a muerte, y en el fondo de su corazón lo sabía.
Al día siguiente, 24 de marzo de 1980, por la tarde, Romero celebra la misa en la capilla del hospitalito, el hospital de la Divina Providencia para enfermos terminales de cáncer (donde había elegido vivir, en tres pequeñas dependencias, originariamente destinadas al guarda). En la predicación comenta el evangelio del grano de trigo que, caído en tierra, debe morir para dar fruto.
Luego lo aplica a la Eucaristía que va a ofrecer:
«En este momento, la hostia de trigo se convierte en el cuerpo del Señor ofrecido por la redención del mundo y el vino de este cáliz se transforma en su sangre, precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos den valor para entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre a Jesús para dar fruto de justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos ahora íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración».
Luego se dirige al centro del altar y se vuelve al pueblo para iniciar el ofertorio. Desde el fondo de la iglesia surge un disparo. Los fieles asustados se tiran al suelo. Cuando se levantan, ven a su arzobispo caído al lado del altar, alcanzado en el pecho por un proyectil de alta fragmentación. Caído, con las manos aún agarradas al corporal, Romero ha derramado sobre su cuerpo el vino y las formas que iba a consagrar, y todo se empapa con su sangre.
El martirio prosiguió el domingo siguiente, durante los funerales, cuando la ceremonia fue violentamente interrumpida por disparos que sembraron el pánico entre la multitud, y dejaron sobre el terreno cuarenta cadáveres de gente pisoteada.
Así murió monseñor Romero, sustituyendo en el último momento las hostias y el vino que iba a consagrar por su propia carne y sangre.
Todos los mártires mezclan su sangre con la de Jesús: mueren en su Muerte y resucitan por su Vida. Pero los que mueren físicamente abrazados a la Eucaristía, y como apretándola a su corazón, o celebrando el sacrificio eucarístico, son unos privilegiados.
Convertirse en Eucaristía para los propios hermanos, en efecto, es lo que se pide a todos los cristianos, pero realizarlo con evidencia física es un regalo extraordinario que toda la Iglesia ha recibido del obispo Romero.
BEATO PINO PUGLISI (1937-1993)
Es el décimo y último mártir que vamos a recordar, subrayando también la distinta forma de su martirio: el de un párroco en medio de su gente, asesinado mientras trata de sacar a sus jóvenes de la delincuencia organizada que domina en su territorio.
Sacerdote desde sus 23 años, el padre Puglisi fue primero capellán y párroco, luego profesor de religión en distintas escuelas de la ciudad y director espiritual en el seminario diocesano.
En 1990 es nombrado párroco de su mismo barrio natal, en la periferia de Palermo, donde la mafia cultivaba entre los jóvenes a sus futuros matones. Don Pino intervino para contrarrestar esa labor defendiendo a sus «niños de la calle», ofreciéndoles un centro educativo, al que dio el nombre de Padre nuestro. Al mismo tiempo se comprometió en persona para denunciar las influencias mafiosas y las malversaciones que devastan el barrio y la parroquia.
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