El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo.
—Ésos son, señor Holmes, los hechos en conexión con la muerte de Sir Charles Baskerville que han llegado a conocimiento de la opinión pública.
—Tengo que agradecerle —dijo Sherlock Holmes— que me haya informado sobre un caso que presenta sin duda algunos rasgos de interés. Recuerdo haber leído, cuando murió Sir Charles, algunos comentarios periodísticos, pero estaba muy ocupado con el asunto de los camafeos del Vaticano y, llevado de mi deseo de complacer a Su Santidad, perdí contacto con varios casos muy interesantes de mi país. ¿Dice usted que ese artículo contiene todos los hechos de conocimiento público?
—Así es.
—En ese caso, infórmeme de los privados —recostándose en el sofá, Sherlock Holmes volvió a unir las manos por las puntas de los dedos y adoptó su expresión más impasible y juiciosa.
—Al hacerlo —explicó el doctor Mortimer, que empezaba a dar la impresión de estar muy emocionado— me dispongo a contarle algo que no he revelado a nadie. Mis motivos para ocultarlo durante la investigación del coroner son que un hombre de ciencia no puede adoptar públicamente una posición que, en apariencia, podría servir de apoyo a la superstición. Me impulsó además el motivo suplementario de que, como dice el periódico, la mansión de los Baskerville permanecería sin duda deshabitada si contribuyéramos de algún modo a confirmar su reputación, ya de por sí bastante siniestra. Por esas dos razones me pareció justificado decir bastante menos de lo que sabía, dado que no se iba a obtener con ello ningún beneficio práctico, mientras que ahora, tratándose de usted, no hay motivo alguno para que no me sincere por completo.
El páramo está muy escasamente habitado, y los pocos vecinos con que cuenta se visitan con frecuencia. Esa es la razón de que yo viera a menudo a Sir Charles Baskerville. Con la excepción del señor Frankland, de la mansión Lafter, y del señor Stapleton, el naturalista, no hay otras personas educadas en muchos kilómetros a la redonda. Sir Charles era un hombre reservado, pero su enfermedad motivó que nos tratáramos, y la coincidencia de nuestros intereses científicos contribuyó a reforzar nuestra relación. Había traído abundante información científica de África del Sur, y fueron muchas las veladas que pasamos conversando agradablemente sobre la anatomía comparada del bosquimano y del hotentote.
En el transcurso de los últimos meses advertí, cada vez con mayor claridad, que el sistema nervioso de Sir Charles estaba sometido a una tensión casi insoportable. Se había tomado tan excesivamente en serio la leyenda que acabo de leerle que, si bien paseaba por los jardines de su propiedad, nada le habría impulsado a salir al páramo durante la noche. Por increíble que pueda parecerle, señor Holmes, estaba convencido de que pesaba sobre su familia un destino terrible y, a decir verdad, la información de que disponía acerca de sus antepasados no invitaba al optimismo. Le obsesionaba la idea de una presencia horrorosa, y en más de una ocasión me preguntó si durante los desplazamientos que a veces realizo de noche por motivos profesionales había visto alguna criatura extraña o había oído los ladridos de un sabueso. Esta última pregunta me la hizo en varias ocasiones y siempre con una voz alterada por la emoción.
Recuerdo muy bien un día, aproximadamente tres semanas antes del fatal desenlace, en que llegué a su casa ya de noche. Sir Charles estaba casualmente junto a la puerta principal. Yo había bajado de mi calesa y, al dirigirme hacia él, advertí que sus ojos, fijos en algo situado por encima de mi hombro, estaban llenos de horror. Al volverme sólo tuve tiempo de vislumbrar lo que me pareció una gran ternera negra que cruzaba por el otro extremo del paseo. Mi anfitrión estaba tan excitado y alarmado que tuve que trasladarme al lugar exacto donde había visto al animal y buscarlo por los alrededores, pero había desaparecido, aunque el incidente pareció dejar una impresión penosísima en su imaginación. Le hice compañía durante toda la velada y fue en aquella ocasión, y para explicarme la emoción de la que había sido presa, cuando confió a mi cuidado la narración que le he leído al comienzo de mi visita. Menciono este episodio insignificante porque adquiere cierta importancia dada la tragedia posterior, aunque por entonces yo estuviera convencido de que se trataba de algo perfectamente trivial y de que la agitación de mi amigo carecía de fundamento.
Sir Charles se disponía a venir a Londres por consejo mío. Yo sabía que estaba enfermo del corazón y que la ansiedad constante en que vivía, por quiméricos que fueran los motivos, tenía un efecto muy negativo sobre su salud. Me pareció que si se distraía durante unos meses en la gran metrópoli londinense se restablecería. El señor Stapleton, un amigo común, a quien también preocupaba mucho su estado de salud, era de la misma opinión. Y en el último momento se produjo la terrible catástrofe.
La noche de la muerte de Sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que fue quien descubrió el cadáver, envió a Perkins, el mozo de cuadra, a caballo en mi busca, y dado que no me había acostado aún pude presentarme en la mansión menos de una hora después. Comprobé de visu todos los hechos que más adelante se mencionaron en la investigación. Seguí las huellas, camino adelante, por el paseo de los Tejos y vi el lugar, junto al portillo que da al páramo, donde Sir Charles parecía haber estado esperando y advertí el cambio en la forma de las huellas a partir de aquel momento, así como la ausencia de otras huellas distintas de las de Barrymore sobre la arena blanda; finalmente examiné cuidadosamente el cuerpo, que nadie había tocado antes de mi llegada. Sir Charles yacía boca abajo, con los brazos extendidos, los dedos hundidos en el suelo y las facciones tan distorsionadas por alguna emoción fuerte que difícilmente hubiera podido afirmar bajo juramento que se trataba del propietario de la mansión de los Baskerville. No había, desde luego, lesión corporal de ningún tipo. Pero Barrymore hizo una afirmación incorrecta durante la investigación. Dijo que no había rastro alguno en el suelo alrededor del cadáver. El mayordomo no observó ninguno, pero yo sí. Se encontraba a cierta distancia, pero era reciente y muy claro.
—¿Huellas?
—Huellas.
—¿De un hombre o de una mujer?
El doctor Mortimer nos miró extrañamente durante un instante y su voz se convirtió casi en un susurro al contestar:
—Señor Holmes, ¡eran las huellas de un sabueso gigantesco!
3. El problema
Confieso que sentí un escalofrío al oír aquellas palabras. El estremecimiento en la voz del doctor mostraba que también