Existe algo innegablemente atractivo acerca de la historia de un gran inventor o de un científico –por ejemplo, Galileo y su telescopio– que trabaja incansablemente para desarrollar una idea innovadora. Pero, de igual forma, es necesario contar una historia más profunda: de qué manera la capacidad de fabricar lentes también depende de las propiedades únicas de mecánica cuántica del óxido de silicio y de la caída de Constantinopla. Contar la historia desde esta perspectiva de largo alcance no resta nada a los relatos tradicionales que se enfocan en la figura de Galileo. Solo suma.
Condado de Marin, California
Febrero de 2014
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Capítulo 1
El vidrio
Hace aproximadamente veintiséis millones de años, se produjo un fenómeno en las arenas del desierto Líbico, el desolador y extremadamente seco paisaje que marca el borde este del Sahara. No sabemos bien qué sucedió, pero sí sabemos que hubo temperaturas muy elevadas. Granos de sílice se derritieron y se fusionaron bajo un intenso calor, que debe de haber llegado a los 537°C. Los compuestos del óxido de silicio que formaron tienen interesantes rasgos químicos. Al igual que el H2O, forman cristales en estado sólido que se convierten en líquido al calentarse. Pero el óxido de silicio tiene un punto de fusión mucho más alto que el agua: se necesitan temperaturas superiores a los 260°C, en lugar de a los °C. Lo más peculiar acerca del óxido de silicio es lo que sucede al enfriarse. El agua en estado líquido vuelve a formar cristales de hielo al volver a bajar la temperatura. Pero, por algún motivo, el óxido de silicio no puede volver a adquirir la estructura del cristal. En cambio, forma una nueva sustancia que existe en el extraño limbo entre el estado sólido y el líquido, una sustancia que ha obsesionado al hombre desde los albores de la civilización. Cuando los granos de arena recalentados se enfriaron por debajo del punto de fusión, sobre un amplio sector del desierto Líbico se formó una capa de lo que ahora denominamos “vidrio”.
Hace unos diez mil años –milenios más, milenios menos– alguien que viajaba por el desierto se encontró con una vasta porción de este vidrio. No sabemos demasiado acerca de este fragmento, pero imaginamos que debe haber impresionado a todos aquellos que entraron en contacto con él, porque comenzó a circular en los mercados y las redes sociales de la civilización temprana, hasta terminar como pieza central de un prendedor, tallado con la forma de un escarabajo. Y allí permaneció impertérrito durante cientos de años, hasta que en 1922 un grupo de arqueólogos lo desenterró al explorar la tumba de un faraón egipcio. Contra todas las probabilidades, esta pequeña porción de óxido de silicio se había desplazado desde el desierto Líbico hasta la tumba de Tutankamón.
Pectoral en oro alveolado con piedras semipreciosas y pasta de vidrio, con un escarabajo alado en el cent0åro, símbolo de la resurrección, de la tumba del faraón Tutankamón.
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El vidrio hizo su primera transición desde ornamento hasta pieza de la tecnología avanzada durante el auge del Imperio romano, cuando los vidrieros hallaron nuevas formas de hacer el material más fuerte y menos turbio que el vidrio natural, como el escarabajo de Tutankamón. Durante este período se fabricaron por primera vez las ventanas de vidrio, sentando las bases para las torres vidriadas que ahora se observan en ciudades de todo el mundo. La estética visual del vino surgió cuando las personas comenzaron a beberlo en recipientes de vidrio semitransparentes y a guardarlo en botellas de vidrio. En cierta manera, la historia temprana del vidrio es relativamente predecible: un grupo de artesanos descubrió cómo derretir la sílice para formar recipientes de vidrio o cristales para las ventanas, los típicos usos que asociamos actualmente con el vidrio. No fue sino hasta el siguiente milenio, tras la caída de otro gran imperio, que el vidrio se convirtió en lo que es en la actualidad: uno de los materiales más versátiles y transformativos en la cultura humana.
El sitio de Constantinopla en 1204 fue uno de esos remezones históricos que expandió su influencia alrededor del mundo. Cayeron dinastías, se levantaron y retiraron ejércitos, se volvió a definir el mapa del mundo. Pero la caída de Constantinopla también detonó un evento aparentemente menor, perdido en medio de la reorganización del dominio religioso y geopolítico, e ignorado por la mayoría de los historiadores de la época. Una pequeña comunidad de vidrieros de Turquía navegó hacia el oeste por el Mediterráneo y se instaló en Venecia, donde comenzó a practicar el comercio en la próspera nueva ciudad que emergía de los pantanos en la costa del mar Adriático.
Alrededor de 1900: civilización romana, contenedores de vidrio para ungüentos del primer o segundo siglo d. C.
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Fue una de las miles de migraciones impulsadas por la caída de Constantinopla; sin embargo, al mirar hacia atrás con el correr de los siglos, cabe destacar que esta ha sido una de las más significativas. Al instalarse en los canales y en las sinuosas calles de Venecia –que en ese momento era el centro comercial más importante del mundo–, sus habilidades para el soplado de vidrio crearon rápidamente un nuevo artículo de lujo para que los mercaderes de la ciudad pudieran vender alrededor del mundo. Pero a pesar de ser muy lucrativo, la fabricación de vidrio también tenía sus problemas. El punto de fusión del óxido de silicio requería de hornos que calentaran hasta a temperaturas de 537°C, y Venecia era una ciudad prácticamente construida sobre estructuras de madera (los clásicos palacios de piedra de Venecia se edificarían varios siglos después). Los vidrieros habían llevado una nueva fuente de riqueza a Venecia, pero también llevaron consigo el mal hábito de quemar el vecindario.
En 1291, en un esfuerzo por conservar las habilidades de los vidrieros y proteger la seguridad pública, el Gobierno de la ciudad los exilió nuevamente, pero en esta oportunidad a una distancia más corta: al otro lago de la laguna de Venecia, en la isla de Murano. Sin quererlo, los dogos de Venecia habían creado un centro de la innovación: al concentrar a los vidrieros en una única isla –del tamaño de un vecindario en una ciudad pequeña–, despertaron una fuente de creatividad y crearon un entorno que contaba con lo que los economistas denominan “intercambio de información”. La densidad de Murano implicaba que las nuevas ideas fluyeran rápidamente por toda la población. Los vidrieros competían entre sí, pero sus estirpes familiares estaban intrínsecamente entrelazadas. El grupo contaba con maestros, quienes tenían más talento o experiencia que los demás, pero el ingenio de Murano era más bien un asunto colectivo: algo creado tanto para compartir como por las presiones competitivas.
Sección de un mapa de Venecia del siglo xv, que muestra la isla de Murano.
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En los primeros años del nuevo siglo, Murano se había convertido en la “isla del vidrio”, y tanto sus vasos decorados como otros exquisitos objetos de cristal se convirtieron en símbolos de estatus en toda Europa occidental. (En la actualidad, los vidrieros continúan trabajando y la mayoría son descendientes directos de las familias originales que emigraron de Turquía). No era exactamente un modelo que podría replicarse en tiempos modernos; de hecho, los gobernantes que hoy quieran atraer a sus ciudades a los artesanos no deberían considerar la imposición de un exilio forzado ni las fronteras armadas bajo la pena de muerte. No obstante, de alguna manera, funcionó. Tras años de prueba y error, experimentando con diferentes compuestos químicos, el vidriero de Murano Angelo Barovier tomó algas marinas –ricas