El catastrófico viaje inicial de Tudor a Martinica había dejado claro que necesitaba un lugar de almacenamiento en los trópicos que pudiera controlar; era demasiado peligroso mantener su producto –que se derretía rápidamente– en edificios que no estuvieran diseñados para aislar el hielo del calor del verano. Analizó diferentes diseños de almacenes de hielo y se decidió finalmente por una estructura con doble carcasa que utilizaba el aire entre dos paredes de piedra para mantener frío el interior.
Tudor no comprendía la química molecular del diseño, pero tanto el aserrín como la arquitectura de doble carcasa se regían por el mismo principio. Para que el hielo se derrita, es necesario que tome calor del entorno circundante, a fin de romper el enlace tetraédrico de los átomos de hidrógeno que le dan al hielo su estructura cristalina. (La extracción del calor de la atmósfera circundante es lo que le garantiza al hielo su milagrosa capacidad de enfriarnos). El único lugar donde puede suceder este intercambio de calor es en la superficie del hielo; por ello, grandes bloques de hielo pueden sobrevivir durante tanto tiempo –todos los enlaces de hidrógeno están perfectamente aislados de la temperatura exterior–. Si intentamos proteger al hielo de su calidez externa con algún tipo de sustancia que conduzca eficazmente el calor –por ejemplo, el metal– los enlaces de hidrógeno se convertirán rápidamente en agua. Pero si creamos un amortiguador entre el calor externo y el hielo que conduzca pobremente el calor, el hielo preservará durante más tiempo su estado cristalino. Como conductor térmico, el aire es unas dos mil veces menos eficiente que el metal y unas veinte veces menos eficiente que el vidrio. En sus almacenes de hielo, la estructura de doble carcasa de Tudor creó un suministro de aire que mantenía el calor alejado del hielo; su embalaje con aserrín en los barcos permitió garantizar que hubiera un sinfín de bolsillos de aire entre las virutas de madera a fin de mantener el hielo aislado. Los aislantes modernos, como el poliestireno, dependen de la misma técnica: el refrigerador que llevamos a un picnic mantiene la sandía fría porque está hecho de cadenas de poliestireno intercaladas con pequeños bolsillos de gas.
Para 1815, Tudor había reunido las piezas clave para su rompecabezas de hielo: recolección, aislamiento, transporte y almacenamiento. Aún buscado por sus acreedores, comenzó a realizar envíos regulares al almacén de hielo de última generación que había construido en La Habana, donde había comenzado a despertarse un gusto por el helado. Quince años después de su primera corazonada, el mercado del hielo de Tudor por fin comenzaba a dar beneficios. Para 1820, tenía almacenes de hielo con agua congelada de Nueva Inglaterra en toda América del Sur. Para 1830, sus barcos navegaban hacia Río y Bombay (India sería su mercado más lucrativo). Al momento de su muerte en 1864, Tudor había amasado una fortuna valuada en $200 millones de dólares actuales.
Tres décadas después de su viaje fallido, Tudor escribió estás líneas en su diario:
En el día de hoy, hace treinta años, partía desde Boston en el bergantín Favorite Capt Pearson para Martinica, con el primer cargamento de hielo. El año pasado envié 30 cargamentos de hielo y casi 40 más fueron enviados por otras personas [...] El negocio está establecido. Ahora no puede abandonarse y ya no depende de un único individuo. La humanidad podrá disfrutar por siempre de esta bendición, sin importar si yo muero pronto o vivo durante muchos años más.
El triunfo de Tudor (aunque tardío) vendiendo hielo alrededor del mundo nos parece inverosímil al día de hoy, porque es difícil imaginar bloques de hielo intactos que sobrevivan el viaje de Boston a Bombay. Existe también una curiosidad adicional, casi filosófica, sobre la industria del hielo. La mayoría del comercio de bienes naturales implica material que prospera en ambientes de alta energía. La caña de azúcar, el café, el té, el algodón, todos estos elementos básicos del comercio de los siglos xviii y xix dependían del abrasador calor de los climas tropicales y subtropicales; los combustibles fósiles que ahora se encuentran por todo el planeta en tanques de combustible y tuberías son simplemente energía solar que fue capturada y almacenada por las plantas hace millones de años. En el siglo xix, era posible ganar una fortuna tomando elementos que solo se obtenían en ambientes con alta energía y enviarlos a climas con baja energía. Pero se puede decir que, por única vez en la historia, el comercio del hielo revirtió ese patrón. Lo que hizo al hielo un bien tan valioso fue precisamente la baja energía del invierno de Nueva Inglaterra y la peculiar capacidad del hielo de almacenar esa baja energía durante largos períodos. Los cultivos comerciales en los trópicos hicieron que aumentaran las poblaciones en sitios con muy altas temperaturas, lo que luego dio lugar a la comercialización de un producto que permitía evitar el calor. En toda la historia del comercio, la energía siempre se relacionó con el valor: a más calor, mayor energía solar y mayores cultivos. Pero en un mundo que se inclinaba hacia el calor productivo de las plantaciones de algodón y caña de azúcar, el frío también podía convertirse en un activo. Esa fue la gran percepción de Tudor.
En el invierno del 1846, Henry Thoreau vio a un grupo de empleados de Frederic Tudor extraer bloques de hielo del lago Walden sin ayuda de caballos. Era una escena digna de una obra de Brueghel: hombres trabajando con simples herramientas en un paisaje invernal, muy alejados de la era industrial que se expandía en el resto del mundo. Pero Thoreau sabía que su labor estaba vinculada a una red de trabajo más amplia. En sus diarios, escribió una ensoñación rítmica respecto del alcance global del comercio de hielo:
Los bloques de hielo que son cortados en un lago flotan en el agua y luego son subidos por una pasarela hasta un depósito, 1950.
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Podría ser entonces que los sofocados habitantes de Charleston y Nueva Orleans, de Madrás y Bombay y Calcuta, bebiesen de mi pozo [...] El agua pura de Walden se mezcla con el agua sagrada del Ganges. Impulsada por vientos favorables, es llevada más allá de las fabulosas islas de Atlantis y las Hespérides, cruza el periplo de Hanón y, sobrevolando Ternate y Tidore y la desembocadura del golfo Pérsico, se mezcla con los vendavales tropicales del océano Índico y desciende en puertos de los que Alejandro no hizo más que oír los nombres.
Podríamos decir que Thoreau estaba subestimando del alcance de esta red global, porque el comercio del hielo creado por Tudor abarcaba mucho más que agua congelada. Lentamente, pero a un ritmo constante, las miradas confundidas que había enfrentado el primer cargamento de hielo que Tudor envió a Martinica comenzaron a dar lugar a una creciente dependencia del hielo. Las bebidas enfriadas con hielo se convirtieron en un elemento básico de la vida en los estados sureños (incluso en la actualidad, los estadounidenses disfrutan mucho más las bebidas con hielo que los europeos, una herencia remota de la ambición de Tudor). Para 1850, el éxito de Tudor había inspirado a innumerables imitadores, y cientos de miles de toneladas de hielo se enviaron desde Boston hacia el resto del mundo en un solo año. Para 1860, dos de cada tres hogares en Nueva York recibían pedidos de hielo diariamente. Un relato de la época describe con qué fuerza se había arraigado el hielo a los rituales de la vida cotidiana:
En los talleres, salas de armado, contadurías, los trabajadores, los impresores, los empleados, todos buscan obtener su suministro diario de hielo. Cada oficina, rincón o recoveco, iluminado por un rostro humano, también se ve enfriado por la presencia de este amigo cristalino [...] Es un invento tan bueno como el aceite o la rueda. Permite que la maquinaria humana entre plácidamente en acción, hace girar las ruedas del comercio e impulsa el energético motor de los negocios.
La dependencia del hielo natural se había vuelto tan grave que cada década, aproximadamente, un invierno inusualmente cálido generaba la histeria de los periódicos, que especulaban sobre una posible “hambruna de hielo”. En 1906, el New York Times publicó algunos titulares alarmantes: “El hielo sube a cuarenta centavos y se prevé una escasez”. En la noticia se puede leer algo más de contexto histórico: “Nunca en los últimos dieciséis años, Nueva York había enfrentado como este año la posibilidad de la escasez de hielo. En 1890, se produjeron grandes conflictos y debió registrarse todo