Ahora bien, el sistema latente de incompatibilidades inevitablemente tendría que ponerse al descubierto e incluso estallar una vez que alguna cuestión ganara protagonismo político y ello obligara al pronunciamiento público discordante entre los líderes sobre cómo proceder. Entonces, las diferencias podrían aflorar y así el armisticio palaciego ya no podría ser más la regla sino que se tendría que dar lugar a otros mecanismos de funcionamiento para el gobierno, los cuales permitieran igualmente la coexistencia de los estilos contrarios; especialmente esto último era fundamental ante un eventual y peligroso choque entre el presidente y su vice. La cuestión que operó como disparadora de los clivajes fueron sospechas de pago de sobornos en el Senado, en las que se rumoreó que el gobierno había comprado el voto de varios senadores para que aprobaran la ley de reforma laboral. En este caso, sin embargo, vale aclararlo, dichas sospechas no se instalaron en la agenda política de un solo golpe, sino que fue un proceso que ganó peso lentamente, sobre todo por la propia dinámica que los protagonistas le fueron dando en función de las heterogéneas disposiciones que asumieron. La ley bajo sospecha, como dijimos, fue aprobada en el Senado a fin de abril, empero, el primer manto de duda sobre ella apareció recién dos meses después en un diario porteño (La Nación 25/06/2000). Tal nota, realizada por el periodista Joaquín Morales Solá, sugería la posibilidad de sobornos en un párrafo muy periférico, sin datos certeros ni nombres y con poca precisión. Por lo que, en principio, ella sola no fue motivo suficiente para que las sospechas ganaran la relevancia que luego tuvieron, sobre todo en vistas a que el mismo fin de semana en que fue publicada había dominado en los medios de comunicación la muerte del cantante de cuarteto “el potro” Rodrigo Bueno. A su vez, así como Menem había tenido un sinfín de denuncias, sospechas y notas periodísticas sobre presuntos hechos de corrupción y había sobrevivido políticamente durante años a ellos, algunos operadores políticos de la Alianza recomendaban actuar con sigilo y dejar que el asunto quedara en la nada, sepultado en el olvido. Sin embargo, la dialéctica política bajo el imperio de la Alianza conllevaba disposiciones muy diferentes a los viejos tiempos menemistas, ya que las sospechas calaban ahora en el epicentro del discurso personal que Álvarez y parte de la Alianza llevaban como bandera. A su vez, el tema tuvo mayor repercusión todavía a mediados de agosto cuando el líder sindical de la CGT disidente –Hugo Moyano–, que se había decidido a encabezar el frente opositor contra el gobierno y la lucha contra el neoliberalismo –especialmente contra la ley de flexibilización laboral– comentó en la televisión un diálogo que habría tenido con el ministro de Trabajo Flamarique antes de que se aprobara la ley. Allí señaló: “Cuando yo le dije que en el Senado había mayoría peronista y la ley no iba a pasar, él me dijo ‘para los senadores tengo la Banelco’”. Por su parte, el senador del PJ Antonio Cafiero involucró a algunos de sus pares al respecto en la prensa y en la Justicia, acusando puntualmente a Ángel Pardo, Eduardo Bauzá y a Ramón Ortega (La Nación 31/08/2000).
Frente a un tema que se había ido adueñando totalmente de la escena, el vicepresidente Álvarez concibió que estaba obligado a actuar, pues las coimas, de haber existido, fueron en el propio reciento que él dirigía. Con lo que se decidió a convertir la situación en una oportunidad al utilizar su habitual ingenio político e ir por todo: señaló que un cuerpo legislativo tan importante para la democracia como era el Senado no podía estar bajo sospecha, por lo que para defender su honra este debía ser refundado. Esto último a la luz de las circunstancias brindaría diversas ventajas políticas que según Álvarez habría que aprovechar: no solo este y el gobierno podrían recuperar así el protagonismo político que estaban perdiendo, sino que también se podrían apuntar a dos objetivos más: uno de “máxima”, con el cual pretendía adelantar las elecciones directas a senadores previstas para el 2001 lo antes posible, algo ya anteriormente sugerido por el presidente provisional de Senado José Genoud (decía Álvarez: “Habría que pensar si la Constitución no deja alguna luz para adelantar las elecciones de senadores […] para un cambio de fondo” ya que para que haya “legitimidad de los que lleguen a la Cámara como senadores [tengan que ser] elegidos por el pueblo y no por los acuerdos en las legislaturas provinciales, como ocurrió hasta ahora”) (Clarín 05/09/2000), con lo que la Alianza podría invertir la relación de fuerzas a su favor en la Cámara Alta; y un objetivo de “mínima”, en el que habría que cambiar las autoridades de las comisiones, presidentes de bloques y forzar algunas renuncias en el Senado (decía aquel: hay que “oxigenar el Senado” y “se tienen que producir cambios políticos porque hay una crisis política de representación […] los sospechados deben dar un paso al costado”) (Clarín 02/09/2000). Para cualquier de los dos casos Álvarez citaba recurrentemente el ejemplo del “mani pulite” italiano, en el cual frente a casos de corrupción, muchos políticos habían decidido refundar las instituciones, los cargos y los mecanismos de gobierno, lo que podría ser un antecedente para replicar en la Argentina. Puesto que para ese momento el número de personas que creían que habían existido los sobornos había crecido a toda velocidad: llegó al 71,5% a fin de agosto, una semana después ya era el 83,2% mientras que para principios de septiembre el número era del 93,7% (Clarín 10/09/2000). Es decir, después de que los miembros de la Alianza –especialmente el Frepaso– centraran durante tantos años como principal tema político las causas de corrupción y fomentaran la cultura del escepticismo y la desconfianza –y construyeran una imagen generalizada en la que “todos los políticos roban” –, con solo mencionarse rumores de sobornos casi toda la población terminaba por adoptar la certeza de que eran hechos efectivamente ocurridos –aun cuando no se hubieran presentado pruebas, sino solo sospechas–. Con lo cual, el tema “corrupción” y las sospechas se convirtieron en un boomerang de difícil escapatoria; a su vez, el asunto se volvía más candente si se considera que también el desánimo y la resignación conquistaron la escena como su contrapartida: el 70% de los encuestados pensaban que el caso iba a quedar diluido y sin culpables (Ib.), demostrando que habían perdido la esperanza en la renovación institucional que la Alianza se había comprometido a realizar. Por lo que más que nunca Álvarez leyó en tal situación la chance de convertir la crisis en una oportunidad y volverla algo que no se podría desperdiciar para volcar así la situación a su favor –con lo cual pudieran beneficiarse tanto él como el gobierno– y se lanzó a representar el rol de máximo impulsor de la investigación, empujando para que esta se haga de forma rápida y firme –pero sobre todo pública– con el fin de marcar una clara señal de diferenciación con respecto a cómo había procedido hasta entonces el menemismo, que no hacía nada frente a las sospechas y denuncias, lo que sugería impunidad. Sin embargo, para que tal empresa funcionara su compañero institucional debía estar dispuesto a acompañarlo, cosa que nunca iba a ocurrir: el presidente, en una posición totalmente distinta, continuaba abrazado la mesura de sus acciones y buscó proteger el débil equilibrio de poder institucional que debía conducir. Gobernadores y legisladores de su propio partido le habrían pedido a De la Rúa que controlara a Álvarez, puesto que este era un peligro para la gobernabilidad y los acuerdos partidarios; peligro que ahora se extendía al Senado, en donde los opositores eran una mayoría con la que se tenía que tener buen trato y diálogo para sacar las leyes adelante, pero que empero eran duramente acusados –al igual que algunos oficialistas– de haber recibido coimas pagadas por su propio gobierno. Con lo que de darle mayor lugar a los rumores de sobornos