Tras cumplirse el periodo de “luna de miel” con los 100 primeros días de gestión, en las encuestas la imagen de aprobación era muy alta, con el 70% de apoyo al camino trazado y todavía más a la figura de De la Rúa (Clarín 19/03/2000). Desde el gobierno, decidieron capitalizar esto de dos modos. Primero, fueron adelantados los comicios para elegir jefe de gobierno porteño, distrito en que el oficialismo daba por descontado que se impondría. Allí, a principios de mayo se impuso la Alianza con comodidad con la lista encabezada por Aníbal Ibarra (Frepaso) y Cecilia Felgueras (UCR) con casi el 50% de los votos, venciendo a la coalición liderada por Cavallo y Belíz –que también fue apoyada por Duhalde–, que obtuvo un 33% (Cavallo tardó en admitir su derrota la noche de la elección, en la cual acusó a gritos llenos de furia de mentiros a los aliancistas y de querer destruirlo) (La Nación 08/05/2000)46. La campaña de esta elección se concentró una vez más en la figura de De la Rúa, puesto el alto apoyo que contaba en los sondeos. Así, acompañó a Ibarra y Felgueras por toda la ciudad buscando trasmitirles su carisma y asociarlos a su persona. Del mismo modo, y en segundo lugar, durante junio se lanzó una campaña publicitaria para adherir a la moratoria fiscal, la cual también fue encabezada por De la Rúa, en la que se esperaba que los morosos se decidieran a pagar sus deudas con el fisco por la “confianza” que pudiera despertarles el presidente, ya que ‘sabían’ que este no se robaría el dinero. Esta acción también pareció todo un acierto: cuando se conocieron los resultados de la moratoria durante los primeros días de julio, la recaudación quebró la inercia a la baja y se festejó la primera suba en más de dos años. A su vez, la disciplina fiscal, las medidas económicas tomadas y el tipo de camino elegido por el gobierno lo volvieron acreedor de un rotundo respaldo del mundo de los negocios local, del FMI y del BID, sobre todo cuando estos últimos anunciaron en septiembre préstamos por U$S 8.700 millones con el fin de asegurar los compromisos por vencimiento de deuda que restarían hacia fin de año (Clarín 05/09/2000); con lo que, la paz económica pareció garantizada: por si hubiera dudas de los pagos, de un virtual default o de una devaluación, los fondos ya cubrirían todo; con lo que la economía parecía firme y segura.
Por supuesto, el apoyo financiero dado por los organismos internacionales al gobierno no fue gratuito, sino una pesada conquista. En principio porque este respaldo se basó en las duras medidas que aplicó la Alianza con tal de llevar tranquilidad a los mercados y en las que más de una vez el mismo gobierno estuvo dispuesto a arriesgar demasiado su propio capital político con tal de mostrar números en equilibrio. En este caso, porque cuando se hicieron las primeras estimaciones del impacto inicial del “impuestazo” se comprobó que ninguno de los objetivos buscados fue logrado: los ingresos no aumentaron lo suficiente, no tuvo el mínimo efecto redistributivo que intentó, aun cuando focalizó la suba de impuestos sobre todo en ganancias, ni tampoco logró hacer despegar la economía, a su vez que los salarios terminaron perjudicados mucho más de lo esperado (los datos hablaban de una baja general que iba desde el 1% al 14%) (Clarín 04/01/2000). Fue por eso que apenas dos meses después del “impuestazo”, el gobierno aplicó un segundo plan de ajuste, mucho más concreto que el anterior. Para ello el gobierno decidió en febrero no renovar los contratos de 18.000 empleados estatales, dar de baja a los que habían sido contratados durante el año anterior, ampliar el sistema de retiro voluntario hasta 90.000 personas y aplicar la jubilación forzosa para los que estuvieran en edad de hacerlo. Además, como una medida de austeridad y eficiencia, se pensó suprimir y fusionar organismos, lo que permitiría contar con otros 6.000 funcionarios públicos menos (Clarín 08/02/2000). Por su parte, y para terminar de congraciarse con las autoridades del FMI, el gobierno estuvo dispuesto a llevar adelante una de las reformas económicas “pendientes” de la era Menem cuando apostó por hacer aprobar una ley de reforma laboral exigida por dicho organismo y que implicaba una notoria “flexibilización” de los derechos de los trabajadores. El corazón de la nueva normativa era debilitar los acuerdos gremiales centralizados, extender los periodos de prueba sucesivamente, impulsar las negociaciones por empresa, crear nuevos convenios colectivos y subir la edad jubilatoria. Además, como señaló el Héctor Recalde, abogado laboralista ligado a la CGT de Moyano: “Durante el exagerado plazo de duración –hasta un año– priva al trabajador de la mínima estabilidad, ya que no tiene derecho a indemnización por preaviso ni tampoco por despido” (La Nación 28/04/2000), como también le permitía a los empleadores disminuir los aportes patronales y a la seguridad social casi sin control. A pesar de todos los retrocesos en materia de protección para los trabajadores, el ministro de Trabajo frepasista declaró que “esta es una ley muy progresista” (Clarín 27/04/2000) y fue defendida por el gobierno, especialmente por el vicepresidente Álvarez, como la mejor herramienta para luchar contra la desocupación. La ley se trató sin problemas en Diputados en febrero y fue aprobada por el Senado a fin de abril. Allí, cuando se aprobó finalmente, el jefe de asesores de Economía, Pablo Gerchunoff, celebró: “La ley de reforma laboral aprobada por el Senado es una bisagra en la historia del modelo sindical argentino. Es un golpe muy fuerte al régimen tradicional y un progreso fundamental en el camino hacia la modernización” (La Nación 28/04/2000). Sin embargo, el tratamiento de dicha ley fue una tarea mucho más dura de lo esperado. La CTA, que había intentado comportarse como el aliado sindical del gobierno, tuvo su primera tensión con este al lanzarse