Las melodías silbadas por el monumento son dos. Una de ellas, en homenaje a ese vínculo fraterno entre Ludwig y Paul, es la transcripción realizada por este último de la versión para piano realizada por Brahms de la chacona Partita en Re menor para violín de Bach. La otra es una obra de estilo neoclásico compuesta en 1943 por el músico noruego Harald Sæverud en sus caminatas por la zona donde Wittgenstein había construido su cabaña. La obra, concebida como un mensaje antinazi en plena ocupación alemana, se titula “Balada de la revuelta”.
Una mano que silba una revuelta, así se lo celebra a Wittgenstein allí donde una y otra vez buscó refugio para su alma y su pensamiento. La elección de los artistas parece más que adecuada, y merece ser desglosada como primera aproximación al autor que nos convoca.
Pocos filósofos merecen más que Wittgenstein ser pensados bajo la figura de la revuelta, pues el vienés hizo del desplazamiento filosófico una constante bajo el modo de la búsqueda permanente de la autenticidad del pensar. Su primera gran revuelta fue la de romper con la figura del padre (2) y abandonar sus estudios de ingeniería para desembarcar en la filosofía a través de su primer acercamiento al filósofo alemán Gottlob Frege y luego, por sugerencia de este, al Trinity College de Cambridge, donde fulguraban los británicos Bertrand Russell, Alfred Whitehead y el ya mencionado Moore. Eran momentos en que, vía el desarrollo del programa logicista de fundamentación de las matemáticas y la necesidad de atender teóricamente al lenguaje en pos de desarrollar modos de formalización que superaran las falencias expresivas de lo desarrollado por Aristóteles en su estudio de los silogismos, comenzaba a desplegarse lo que décadas después sería nombrado como “el giro lingüístico en filosofía”. (3) Wittgenstein se inserta en los inicios de la segunda década del siglo XX en dicho programa filosófico decimonónico, y muy rápidamente deviene protagonista no solo de las discusiones sobre filosofía de las matemáticas, sino que comienza a encarnar, quizás con mayor conciencia que los mismos Frege y Russell, la revuelta antimetafísica anclada en el estudio de las condiciones de posibilidad del pensar bajo el formato de la pregunta por las condiciones de posibilidad de la significación lingüística.
Sin embargo, su devenir filósofo en Cambridge no se dio sin presentar sus propias revueltas al interior de la nueva tradición filosófica que comenzaba a forjarse. En principio, su aproximación a la filosofía se dio desde muy temprano en franca oposición a los diversos cánones de producción filosófica que se iban consolidando en las universidades europeas. Su desapego de la historia de la filosofía; (4) su convicción de que lo importante era presentar el resultado de sus cavilaciones sin concentrarse mayormente en la argumentación; su desprecio por la adopción de formas burocráticas de escritura (estado del arte, citas, bibliografía), lo llevaron a chocar una y otra vez con sus tutores, colegas y autoridades universitarias. Su cautivante brillantez hizo que, a pesar de esas fricciones, le fuera tolerado a lo largo de su vida filosófica un estilo en sus escritos, sus apuntes para los estudiantes, sus clases y sus intervenciones en los debates públicos, totalmente a contrapelo del creciente profesionalismo académico del mundo anglosajón que le sirvió siempre de interlocutor. (5)
Esta revuelta en el estilo era a su vez síntoma, al menos claramente durante su primera etapa como filósofo, de un modo más profundo de diferenciarse del entorno de Cambridge y, posteriormente, de los diversos círculos europeos, especialmente los de Viena y Berlín, que tomaron su Tractatus en la década del veinte y del treinta como referencia ineludible a la hora de desarrollar la idea misma de análisis filosófico. La tarea de trazar límites al pensamiento identificando el límite en el lenguaje se conjugaba en Wittgenstein con su convicción de que lo que realmente importaba era aquello de lo que no se podía hablar, lo que quedaba del otro lado, más allá de la capacidad representacional del lenguaje. Si bien es posible remontar hacia su admirado Frege la distinción entre lo decible y lo mostrable, lo que resultaba ajeno a sus interlocutores era esa valoración de lo que aquel joven Wittgenstein llamó “Lo místico”. (6) Lo importante es lo que la filosofía no puede decir, esto es, todo lo que la filosofía tradicionalmente pretendió de forma inútil decir. Lo que resta, pues, es señalar con sinsentidos los límites del sentido. Y esa fue la empresa revulsiva en la que finalmente se embarcó mientras combatía en la Gran Guerra como soldado voluntario de una nación que él desde el principio supo que sería derrotada, sin nada que justifique su decisión de ir al frente más que la lealtad a sus compatriotas o su desprecio al que no pone el cuerpo allí donde las palabras son impotentes. Mientras navegaba a bordo de un barco de guerra por el Vístula hacia terreno enemigo; mientras tenía por misión iluminar con una reflector las orillas del río buscando objetivos; mientras que, justamente por ser el portador de la luz, era el primer blanco posible de la artillería rusa, entonces, pensó, escribió o, como le gustaba consignar en su diario personal, “trabajó” en la tarea de dar con la forma lógica general de la proposición, consciente de que no hacía más que llevar a cabo la absurda pero ineludible tarea de indicar el ámbito de lo significable, de lo pensable, a través de balbuceos semánticos, como si el libro fuera un gesto, una mueca, un silbido que llamara la atención, como su reflector, sobre un territorio delimitado.
“De lo que no se puede hablar, hay que callar”, consignó famosamente Wittgenstein en el final de su primer gran texto. “Lo que no se puede decir no se puede decir, y tampoco se puede silbar”, dejó anotado su amigo el filósofo inglés Frank Ramsey en un texto de 1929 publicado póstumamente. Suele leerse la frase en término burlón, pero Wittgenstein no podría estar más de acuerdo. Sus caminatas silbando en Noruega, sus encuentros en esa misma tierra con su gran amor, David Pinsent, para interpretar lieder de Schubert en dúo de piano y silbido, no latían en la memoria del soldado austríaco embarcado en tierra polaca o luego prisionero de guerra en tierra italiana, como testimonios de un modo de representación de lo Místico. El silbar no representa nada, no tiene un poder que las palabras no tienen; pero silbar a Bach o a Brahms frente a la magnificencia de un fiordo, acompañar melódicamente con su silbido el piano interpretado por el hombre amado, ir voluntariamente a la guerra en medio de la decadencia de una nación, escribir sobre lógica bajo las balas enemigas, esas acciones sí son capaces de mostrar lo importante, lo indecible.
Tal fue la coherencia del autor del Tractatus que, tras escribirlo, tras darlo a publicar a sus amigos filósofos una vez fue liberado del campo de prisioneros, no volvió a Cambridge, y terminó como maestro de escuela en zonas rurales de la Austria de posguerra. (7) Todo lo importante que podía decirse era terreno de la ciencia, los balbuceos del Tractatus ya podían descartarse, ya podía apagarse ese reflector que meramente esclarecía destacando lo que estuvo allí siempre. Esa fue la revuelta del Wittgenstein de la posguerra: ser consecuente con el silencio filosófico; no desmentir en la acción la máxima con que había cerrado su texto; no abrazar la inautenticidad en procura del confort académico que su gran capacidad de abstracción podía asegurarle.
Es por eso que el silbo del monumento en Skjolden muestra tanto; apela a, quizás, la acción del cuerpo de Wittgenstein más destacada por muchos de quienes lo conocieron. Pero, además, hay en el silbo un punto crucial que también da cuenta de ese llamado a no pretender que las palabras desborden su linde. Silbar no es cantar; hay en quien silba, siempre, una modestia. Por más