En la década del noventa y entrado el presente siglo fue frecuente el apelativo “terceras fuerzas políticas” para referirse, tal como lo plantease Pizarro Leongómez, a las “que no han recibido el aval proveniente de los partidos tradicionales o de algunas de sus fracciones o facciones, que mantienen una total autonomía de las bancadas de uno y de otro de estos dos partidos y no participan en sus respectivas convenciones”.1 Reconocido por el mismo autor como el complejo universo de las terceras fuerzas, acto seguido propuso para mejor discernirlas cuatro categorías: “los partidos y movimientos políticos (como la Alianza Democrática m -19 y la Unión Patriótica), los partidos y movimientos de índole étnica o religiosa (tales como la Alianza Social Indígena o el Partido Nacional Cristiano), los partidos o movimientos cívicos regionales y, finalmente, los movimientos liderados por ‘líderes antipolíticos’ (como es el caso de Antanas Mockus o Bernardo Hoyos)”.2 Una quinta aparece en una nota al pie de página en alusión a las organizaciones corporativas (sindicatos…). Ese complejo universo, producto, claro está, del imperio que conservaba el sistema bipartidista, condujo a un gran número de analistas y comentaristas a ahorrarse la depuración necesaria para identificar política e ideológicamente formas colectivas diversas o disímiles. La proposición de Pizarro Leongómez tuvo una fuerte incidencia al respecto, pero a pesar de que el reconocido investigador apuntó a la ilación de la izquierda, en la primera de sus cuatro o cinco categorías prescindió de entrada de designar a esos “partidos y movimientos políticos” como de izquierda, llanamente, independiente de que el contexto les fuese adverso o no. Más recientemente, el apelativo “terceras fuerzas” terminó siendo desplazado por uno que lo supera por indeterminado; se trata de la “oposición”, comúnmente empleado para designar o reclamarse de aquellas fuerzas ajenas al partido o coalición que gobierna. Lo problemático es que los dos usos han contribuido a sortear la ubicación ideológico-política de las organizaciones de corte partidista, así como algo tan ostensible como el que los poderes Ejecutivo y Legislativo, pese al interregno de pronto momentáneo del bipartidismo, nunca han dejado de estar en manos de la derecha.
La connotada producción intelectual que se dio en otros países de América Latina en relación con las izquierdas y tras los vertiginosos cambios de índole social y político en un corto lapso no tuvo su corolario en Colombia. Por razones obvias, para la intelligentsia nacional o foránea la preocupación se ha centrado en estudiar las múltiples violencias y sus implicaciones en todas las esferas sociales, así como las crisis y las agitaciones de la tan ufanada más antigua y estable democracia de América. A propósito, es de exigir de quienes han profesado ese acervo argumentando la ausencia de dictaduras3 o la realización ininterrumpida de elecciones que no rehúyan a mencionar, por una parte, golpes como el de Rafael Urdaneta en 1830, quien a su vez recibe uno en abril de 1831 por parte del general Juan Nepomuceno Moreno; o el que José María Obando recibe de José María Melo en abril de 1854, quien a su vez tuvo uno el mismo año por parte de José de Obaldía (apoyado por José Hilario López y Tomás Cipriano de Mosquera); o el del vicepresidente José Manuel Marroquín contra Manuel Antonio Sanclemente en julio de 1900; o ya en medio del siglo xx el ejemplo de Gustavo Rojas Pinilla en 1953, y, por otra parte, la sangre que suele correr previamente a cada acto electivo. Hay que reclamarles que no dejen de lado algo tan capital como que el sufragio universal comienza en Colombia en 1936. Pero lo inmediatamente anterior no obedece a un paréntesis, pues a menudo lo que muchos popularizados analistas desatienden es precisamente que la demanda por una democracia más efectiva ha estado en el discurso y los objetivos de un sinnúmero de organizaciones de izquierda pese a que los sucesivos gobiernos le hayan cerrado el paso.
Con justeza debe precisarse el grado de responsabilidad o los errores en los que ha incurrido la izquierda colombiana en el momento de buscar consolidar un proyecto político y de envergadura. Se cuentan así las animadversiones en que han entrado algunas organizaciones que la encarnan cada vez que se congregan en una coalición electoral o coordinación política y las exaltaciones y las condiciones que condujeron a que un nutrido grupo de personas a ella afines optasen por tomar las armas, creyendo de esa manera acelerar las reformas o los cambios que estiman necesarios para transformar el estado de cosas. Es frente a esto último que los diferentes gobiernos no han titubeado respondiendo mediante el uso de la fuerza de la que tienen legal potestad, o acudiendo a la barbarie y las operaciones encubiertas. No es sesudo precaver la influencia de las escasas hazañas armadas que con un cierto éxito se han producido en el extranjero, solo que en regímenes democráticos, que muy a pesar de sus imperfecciones celebran el voto universal y secreto, que cuentan con un parlamento representativo de algunas de sus fuerzas sociales políticas, el triunfo de la izquierda revolucionaria es habitualmente quimérico. Asimismo, es desde afuera que han llegado ante grupos de intelectuales y de jóvenes y ante organizaciones partidistas, campesinas u obreras los argumentos y esos aires de transformación de los que se han valido para confrontar al establecimiento y a las elites criollas, para elaborar programas e interpretaciones de la realidad nacional. Sin embargo, investigar sobre todo lo anterior implicaría elaborar la historia de la izquierda colombiana, con todas sus variantes, lo cual sobrepasa los propósitos y límites de este libro.
Reanudando con la Carta Política, es menester transitar a uno de los interrogantes a los que aquí se intenta responder y que va en dos sentidos: ¿Acaso el hecho de que las organizaciones de la izquierda legal y reformista puedan contar con unas garantías mínimas sin las cuales su renacer y la posibilidad de desenvolverse con mayor soltura seguramente tambalearían no es uno de los efectos trascendentales de la Constitución Política de 1991? ¿No es en parte producto de la actividad, la presencia y las proyecciones de ciertas organizaciones que componen el campo en mención que la Constitución en su aspecto social, según la expresión de algunos, pero también en sus enunciados político y económico siga vigente? Nada novedoso hay en afirmar que el régimen político se edificó a imagen y semejanza de dos colectividades que funden su advenimiento en el nacimiento mismo de la República colombiana; empero, debe subrayarse que hasta el ocaso del siglo xx la