Pero, si nos dejamos conducir simplemente por esto, nos equivocaríamos enormemente respecto al objetivo de la oración cristiana. El objetivo de la oración cristiana no es que el hombre se posea, aunque el modo de rogar cristiano propicia, ciertamente, que el individuo adquiera conciencia más auténtica de sí y que se convierta en una persona más equilibrada, ordenada, reflexiva, atenta y previsora. Cierto, todo esto es un fruto de la educación en la oración. Porque la oración comporta una cierta capacidad de aliento, de distancia respecto a las cosas, de juicios no precipitados, sino maduros. Pero este no es el objetivo de la oración, y si lo convirtiéramos en su objetivo nos habríamos desviado completamente del verdadero sentido de la oración.
¿Cuál es entonces el sentido de la oración cristiana? Es lo que Jesús indicó en el momento de la agonía: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya». O bien en la oración en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Esta es la cumbre de la oración.
La educación a la oración que no llegue, o al menos que no aspire, a esta plenitud –que conduce al hombre a entregarse en las manos de Dios con confianza y amor–, corre el riesgo de convertirse en algún momento en una pura ilusión; e incluso de ser fuente de desviación religiosa. No es suficiente con decirle a una persona que debe orar mucho; y ello porque una persona puede orar mucho, pero estar religiosamente desviada; puede incluso estar muy equivocada en su captación de los valores. Como todas las realidades humanas, también la oración está expuesta a desviaciones y distorsiones. No hay realidad humana que el hombre no sepa estropear, que nosotros no sepamos estropear con nuestro egoísmo. También en la oración pueden encontrarse estas ambigüedades.
Debemos tener presente que el punto de llegada de la oración cristiana es que cada uno de nosotros, como Jesús en el huerto de Getsemaní, pueda entregarle a Dios su vida y decir: «Aquí me tienes, mi vida está en tus manos». Solo así la oración ha alcanzado realmente la auto-revelación de lo que el hombre es: ha venido de Dios y está destinado a volver a él, a las manos del Padre. Así es como la oración se convierte en expresión de una fe perfecta, es decir, de una entrega total de la vida. Abrahán es un ejemplo de oración perfecta cuando, al escuchar la voz de Dios, parte de su tierra. Aunque no sepamos qué oración hizo en aquel momento, comprobamos que se ha entregado a la voz de Dios, y que valientemente ha seguido su llamada.
Esta es la cumbre de la oración cristiana, y por eso insisto tanto en la relación entre oración y eucaristía. Es en la eucaristía donde Cristo se entrega a sí mismo al Padre por nosotros, y es en la eucaristía donde estamos llamados a dejarnos atraer por ese torbellino de amor y dedicación, para entrar así en el mismo don de Cristo. Cada oración que hagamos se convierte entonces en preparación, actualización y, en cierto sentido, vivencia de la eucaristía. La oración auténtica es la que nos induce a cada uno a ponernos al servicio de los demás. Entregarle a Dios nuestra vida no significa entregarla «abstractamente», para así hacernos extraños al mundo. Significa, por el contrario, entregársela para que él nos ponga al servicio de los hermanos. Este es el verdadero punto de llegada de la oración cristiana: la educación al servicio, a la total disponibilidad, la educación para ponerse incondicionalmente al servicio de los hermanos. Es incondicional porque Dios mismo, el Absoluto, es quien está sin condiciones, y porque es él quien nos llama al don sin condiciones, pues se ha revelado y ha transformado nuestra vida. Aquí es donde se apoya no solo la relación entre oración y eucaristía, sino también aquella otra entre oración y vida.
La autenticidad de la oración no se cifra ni en el repliegue sobre sí ni en el gusto intimista –que nos empuja a encontrar satisfacciones personales–, sino en la franca y clara puesta en disposición de nuestra vida ante todos aquellos que nos necesitan, para quienes sufren, para los más pobres y necesitados. Se trata de una expropiación de nosotros mismos a favor del servicio a los demás.
Esta es la oración que los cristianos queremos hacer y que quisiera poder hacer yo mismo, poniéndome cada día siempre más en estado de servicio.
MARÍA
FRAGMENTO EVANGÉLICO: LUCAS 1,39-56
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel escuchó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:
–¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.
Entonces María dijo:
–Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es Santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo,
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes;
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
–como lo había prometido a nuestros padres–,
en favor de Abrahán y su descendencia para siempre.
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
El episodio de la Visitación, seguido del canto del Magnificat, es el primer fragmento de Lucas sobre el que vamos a pararnos para entender cómo rezaba María. Querría empezar esta reflexión con el mismo ánimo con que un poeta contemporáneo ha presentado este episodio:
¡Con qué voz cantaste, María!
Los antiguos salmos
parecían brillar
con luz nueva
y fundir las colinas,
y todos los pobres
aún te oyen.
Y querría rezar: «Señor, que por el don de tu Espíritu has inspirado en María esta oración de alabanza y de agradecimiento, concédenos a nosotros y a todos los pobres del mundo que aún escuchan esta oración y que la hacen resonar dentro de sí, que podamos escucharla de nuevo con aquel cariño, con aquella plenitud de alabanza y con aquella alegría con los que tu Madre la cantó por primera vez».
ALEGRÍA Y PERPLEJIDAD
Lo que pretendemos ante todo es entender el sentido del episodio en el que se inserta la oración del Magnificat. Es un episodio que debe intercalarse entre dos anuncios y dos relatos del nacimiento: el anuncio a Zacarías y al anuncio a María, por un lado (que ocupan gran parte del primer capítulo de Lucas), y el relato del nacimiento de Juan y el de Jesús, por otro (que ocupa la última parte del primer capítulo, así como el segundo capítulo completo).
Entre estos dos anuncios y estos dos relatos está, como un entreacto, la narración de la Visitación y el canto del Magnificat. Se trata de un episodio que nos hace