La pregunta sobre cómo orar se torna ahora más concreta: ¿cómo ayudar a descubrir en nosotros mismos los movimientos del Espíritu? ¿Cómo ayudar a discernir los movimientos del Espíritu de Cristo que está en nosotros? ¿Cómo oír al Espíritu, que es el gran promotor de nuestra oración?
Presentaré aquí algunas sugerencias, sencillas y concretas, que cada cual podrá luego confrontar con su propia experiencia para ver después cuáles de ellas le resultan más adecuadas. Las indicaciones que ofrezco se refieren a tres actitudes:
1) la situación preliminar a la oración;
2) la entrada en la oración, es decir, el momento de comenzar la oración;
3) el ritmo de la oración, es decir, la permanencia en la oración.
SITUACIÓN PRELIMINAR
Es importante partir de este hecho: cada uno de nosotros tiene una situación de oración propia e irrepetible. Irrepetible no solamente porque es mía en cuanto que yo soy una persona diferente de cualquier otra, sino también porque es mía en este momento y, por tanto, también es irrepetible en el tiempo (aunque cada uno tenga sus módulos de oración que le son peculiares y a los que vuelve una y otra vez).
La pregunta sería esta: ¿cómo reconocer mi situación? ¿Cómo hacer que emerja mi estado personal de oración? Propongo ante todo algunas observaciones de carácter negativo, preguntándome qué no es ese estado.
No es un estado inducido por la oración ajena ni por modelos de oración predeterminados; tampoco por textos sobre la oración. Aunque todas estas cosas sean óptimas (los libros, como las hagiografías, nos ofrecen sus experiencias; las oraciones ajenas podemos aprenderlas y repetirlas), en último término pueden entusiasmar, pero solo por un momento. Leemos páginas bellísimas en santa Teresa de Jesús o en san Juan de la Cruz sobre la oración, y sentimos la necesidad de insertarnos en sus ritmos, de entrar en consonancia con tales experiencias; y hasta nos parece que estamos viviendo estas iluminaciones durante unos días o unas semanas. Alguna página maravillosa de las Confesiones de san Agustín o alguna espléndida de Madeleine Delbrêl pueden ser para nosotros oraciones que lleguen a suscitarnos una cierta consonancia afectiva y emotiva. Esto es muy positivo y forma parte de la educación; pero aún no conduce al descubrimiento de nuestro estado de oración. Incluso puede llegar a ser más bien ilusorio, haciéndonos creer que ya hemos alcanzado algunas capacidades para la oración y modos de rezar. Desvanecido el efecto, de esta lectura, de esta palabra escuchada y de esta oración ajena queda poco, y nos encontramos con nuestra pobreza y nuestra aridez.
Por tanto, aunque siempre sean modélicas e indicativas, las experiencias ajenas no son instrumentos suficientes, y a veces ni siquiera particularmente útiles, para ayudarnos a reconocer cuál es nuestro estado actual de oración. ¿Cómo encontrarlo entonces? ¿Cómo entender cuál debería ser nuestro punto de partida? Ofrezco tres breves indicaciones. Mi estado de oración es:
1) una postura del cuerpo;
2) una invocación del corazón;
3) una página de la Escritura en la que puedo encontrarme.
Una postura del cuerpo
Cuanto digo aquí tiene un carácter casi ideal y es difícil de poner en práctica, pero puede constituir un punto de referencia. Deberíamos hacer la experiencia de abandonarnos por un momento para así, relajados, preguntarnos poco más o menos esto: si ahora tuviera que expresar realmente lo que siento y lo que deseo en lo más profundo de mí, ¿qué actitud asumiría como la expresión más adecuada para mi oración?
Después deberíamos estar atentos para vislumbrar qué actitud se configura en nuestra mente: puede ser la actitud del orante, con los brazos alzados o las manos unidas en invocación; puede ser la actitud de Jesús en el huerto, de rodillas y con el rostro en tierra; puede ser la actitud de manos que acogen, la de quien mira a lo lejos y está en actitud de espera, como la del padre que aguarda la vuelta del hijo pródigo; tal vez la actitud de quien pregunta.
Parecen cosas sencillas, quizá incluso podrían parecer ridículas si tuviéramos que expresarlas en público; pero lo cierto es que nosotros nos expresamos así, también con los gestos. Jesús dice en el evangelio de Mateo (cf. Mt 6,6) que cerremos la puerta de la habitación y roguemos al Padre en lo secreto; tomémonos, pues, alguna vez la libertad de expresarnos también con el cuerpo: podremos caer de rodillas con la frente en el suelo, o levantar espontáneamente las manos, o abrirlas como quien está a punto de recibir algo, o bien ponernos en actitud de sumisión... Lo importante es que a través de la experiencia de nuestro cuerpo revelemos la profundidad de nuestros deseos.
Una invocación del corazón
Preguntémonos ahora lo siguiente: Si en este momento tuviera que gritar o expresar con una invocación lo que pido a Dios desde lo más profundo de mí, si tuviera que decir lo que late principalmente en mi corazón, ¿con qué palabras lo expresaría? Dejemos que salga libremente a la luz aquello que en este momento nos caracteriza. Podría ser la invocación: «Señor, ten piedad de mí»; o bien las palabras: «Ya no puedo más»; o «te alabo»; «te doy gracias»; «ven a socorrerme»; «estoy agotado». También el propio Jesús, en un preciso momento de su vida, exclamó: «Mi alma está triste hasta la muerte», y en otro momento: «Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas».
Entre todas las invocaciones del corazón, busquemos aquella que mejor responde a lo que sentimos, aquella que podría servir como punto de partida para nuestra oración, aquella que caracteriza la situación que estamos viviendo. Esta invocación obviamente podrá ser enriquecida con oraciones ajenas; podrá ser profundizada con la ayuda de otros que han rezado antes que nosotros y quizá mejor que nosotros. Esta invocación podrá parecer una realidad pobre, o muy simple, algo así como una pequeñísima brizna de hierba en comparación con los árboles gigantescos de la oración de los santos. Pero esta brizna de hierba es lo que yo pongo delante de Dios como mi sencilla oración.
Jesús nos recuerda las palabras de aquel publicano en el templo: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador». Este hombre había encontrado auténticamente su estado de oración y, por tanto, volvió justificado: con una única expresión se había revelado a sí mismo por completo. Supo expresar el grito de su corazón.
Una página de la Escritura en la que puedo encontrarme
Planteémonos esta pregunta: si yo tuviera que expresar lo que siento, deseo o temo, lo que le pido a Dios o lo que querría pedirle, si tuviera que expresar mi situación ante él, ¿en qué personaje, en qué figura, en qué escena del evangelio me imaginaría? Podría situarme donde Pedro, en el lago, tras haberse tirado al agua y cuando dice: «¡Señor, no puedo!». Podría ponerme junto a los apóstoles, quienes, ante la gente que pide pan, dicen: «Señor, ¿adónde iremos, cómo hacemos?». Podría reconocerme en cualquier otra escena del evangelio o en las palabras de algún salmo que exprese realmente mi estado de ánimo en este momento.
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