Para Sócrates, la adulación es un quehacer en el que se simula la práctica de artes legítimos: los últimos producen salud real, la primera su apariencia (464a). Sea cual sea el objeto de la salud, cuerpo o alma, produce la base para clasificar las partes de la adulación:
[…] puesto que son dos los objetos, hay dos artes, que corresponden una al cuerpo y otra al alma; llamo política a la que se refiere al alma, pero no puedo definir con un solo nombre a la que se refiere al cuerpo, y aunque el cuidado del cuerpo es uno, lo divido en dos partes: la gimnasia y la medicina; en la política corresponden la legislación a la gimnasia, y la justicia a la medicina. (464b)
Así, el mantenimiento de la salud del cuerpo le corresponde a la gimnasia y su reparación a la medicina; en cuanto al alma, la política mantiene y la justicia corrige. Entre las partes de la adulación hay un imitador para cada una de estas artes:
[…] la adulación […] sin conocimiento razonado, sino por conjetura, se divide a sí misma en cuatro partes e introduce cada una de estas partes en el arte correspondiente, fingiendo ser el arte en el que se introduce; no se ocupa del bien, sino que, captándose a la insensatez por medio de lo más agradable en cada ocasión, produce engaño, hasta el punto de parecer digna de gran valor. Así pues, la culinaria se introduce en la medicina y finge conocer los alimentos más convenientes para el cuerpo, de manera que si, ante niños u hombres tan insensatos como niños, un cocinero y un médico tuvieran que poner en juicio quién de los dos conoce mejor los alimentos beneficiosos y nocivos, el médico moriría de hambre. A esto llamo adulación y afirmo que es feo […] porque pone su punto de mira en el placer sin el bien. (464c-465a)
La adulación, de suyo inferior a las artes que imita, sale triunfal frente a quienes son como niños, porque se enfoca en el placer: las golosinas del cocinero, por ejemplo, frente a los sanos alimentos del médico. No solo no produce los bienes propios de las artes que imita, sino que no se puede llamar arte en absoluto, puesto que no opera con conocimiento de causa: “[…] no tiene ningún fundamento por el que ofrecer las cosas que ella ofrece […] Yo no llamo arte a lo que es irracional […]” (465a).
Según venimos diciendo, la metrocosmética produce la apariencia de buen desempeño. ¿Estamos ante otra parte de la adulación? Curiosamente, la metrocosmética, basada en la medición cuantitativa, se alimenta de formas de pensar cientificistas y cuantitativistas; sin embargo, si estamos en lo cierto, este cuantitativismo solo crea la apariencia de objetividad y cientificidad: los niños a los que engaña no buscan el placer, pero sí el atajo de parecer serios sin serlo. Así como hay aduladores respecto al cuerpo, los hay respecto al alma e instituciones:
así pues, según digo, la culinaria, como parte de la adulación, se oculta bajo la medicina; del mismo modo, bajo la gimnástica se oculta la cosmética, que es perjudicial, falsa, innoble, servil, que engaña con apariencias, colores, pulimentos y vestidos, hasta el punto de hacer que los que se procuran esta belleza prestada descuiden la belleza natural que produce la gimnástica […] la cosmética es a la gimnástica lo que la culinaria es a la medicina; o mejor, la cosmética es a la gimnástica lo que la sofística a la legislación, y la culinaria es a la medicina lo que la retórica es a la justicia […]. (465b-c)
Es preciso generalizar, en los cuatro objetos de la adulación, lo que se dice de la cosmética: hace que “los que se procuran esta belleza prestada descuiden la belleza natural”. La retórica no solo no produce justicia, sino que va en su detrimento. Del mismo modo, la metrocosmética no solo no da los resultados que buscan medir los indicadores, sino que da unos contrarios: el teaching to the test afecta la calidad educativa, la búsqueda ciega del aumento del PIB desmejora la calidad de vida los ciudadanos. Veamos cómo opera la metrocosmética en algunos ejemplos del campo de la educación, a la luz del incremento, en años recientes, de la cantidad y del peso de las evaluaciones cuantitativas; veamos si va en detrimento del asunto sustancial de la educación.
Hay que rendir cuentas. La sociedad, dice el neoliberalismo, tiene derecho a saber qué hacen los educadores con los fondos que reciben —y si, quizás, no es más eficiente privatizarlo todo o hacerlo por computador—. Como la rendición de cuentas está atada a la posibilidad de recibir recursos, sirve para mantener una dependencia respecto a estos y para reificar una jerarquía (McNeil, 2008): en esta, burócratas y administradores que no saben nada de filosofía, filología o biología molecular deciden detalles grandes y pequeños sobre cómo se deben enseñar estas disciplinas.
El discurso de accountability es un sistema panóptico en el que, mediante la visibilización y estigmatización de lo deficiente —real o artefacto del sistema de medición—, se presiona a la conformidad en un clima de precariedad permanente (Lipman, 2008). Nótese que esto funciona en todos los niveles de recursión: partiendo del alumno que día a día siente la presión del fracaso —desde una edad ridículamente temprana— hasta la institución que, como colectivo, suda en época de acreditación, pasando por el profesor; por caso, el profesor universitario que siente la presión constante de publicar y se ve compelido a correr sin parar, como si lo persiguiese una enorme piedra rodante que lo alcanzaría si alguna vez se detiene a recuperar el aliento.
El ámbito de la vigilancia no siempre se limita a la producción académica. En los Estados Unidos, a raíz de la seguidilla de matanzas escolares, los colegios de secundaria viven un clima intenso de vigilancia que incluye tanto detectores de metales a la entrada de las instituciones como una permanente mirada clínica sobre los hábitos, discursos y vestimenta de los estudiantes, por si alguno de ellos resulta ser el próximo Dylan Klebold o Adam Lanza.
Ahora bien, la evidencia empírica sugiere que la panoptización de las aulas es tanto desproporcionada como ineficaz respecto a la amenaza real a la seguridad; lo que se busca y se consigue, más bien, es la ilusión de vigilancia: Gorgias en las aulas militarizadas; el sistema inventa riesgos, en una creciente y paranoica escopofilia, ansiosa de que no queden resquicios por fuera de la mirada.
En las escuelas secundarias estadounidenses, la presión de la rendición de cuentas tiene efectos sobre los profesores: se hacen menos agudos, menos complejos, menos creativos, lo mismo que sus clases (Lipman, 2008). Así, la rendición implica una redefinición de lo que quiere decir “ser una buena institución educativa”, “ser un buen profesor”, una redefinición en términos estrechos, técnicos e instrumentales, en cuanto estandarizados (Lipman, 2008).
En este sentido, la enseñanza se hace defensiva: los contenidos de clase se trivializan y simplifican para garantizar que todos los alumnos puedan asimilarlos, los profesores suspenden su conocimiento personal y su capacidad de problematizar los contenidos (McNeil, 2008). Los profesores y alumnos —que son creaturas, no pléromas— responden al control excesivo reduciendo su compromiso, perdiendo su entusiasmo; los administradores perciben esta reacción y la ven como un problema de control, lo que los lleva a aumentar el nivel de este, acción que desata un círculo vicioso: los profesores incrementan su control por sobre los estudiantes, los administrativos por sobre los profesores. Esto configura una pirámide de control, en la que cada quien trata al de abajo como resiente al de arriba (McNeil, 2008).
Los alumnos adolescentes son capaces de percibir la inautenticidad del ejercicio y, aunque hacen la tarea de asistir a clase y escuchar al profesor, no creen demasiado en el conocimiento que reciben en la escuela (McNeil, 2008); en suma, toda la educación parece permeada por un aire de farsa: “usted simule que enseña, yo simulo que aprendo”. Gorgias en el aula simulada. Esta es solo una pequeña muestra de la metrocosmética en el mundo educativo. Pero