Por lo general, las instituciones operan según lineamientos explícitos que se expresan en forma de reglamentaciones. Se trata de orientaciones normativas de amplio alcance: misión, visión, estatutos, reglamentos, acuerdos, resoluciones, etcétera. Por otra parte, las instituciones guardan funcionamientos que figuran latentes a modo de presupuestos implícitos que determinan, más o menos con sutileza, los comportamientos de quienes conviven en ellas. Así pues, tienen tanto normas como una pragmática específica.
Con esta idea, es posible apostar por una línea de investigación en el terreno más particular del ethos académico de las instituciones de educación superior: si se quiere alcanzar una comprensión adecuada del devenir de la educación, es correcto revisar el marco de normas institucionales que define, según consensos y de manera pública, el modo en que deberían ser las cosas.
Ahora bien, debemos tener en cuenta que este punto de vista es limitado. Los seres humanos somos agentes de actividad mental y emocional, además de agentes racionales en el terreno de lo político. Entonces, vale decir que la comprensión social de las instituciones depende tanto del entendimiento normativo como del marco de motivaciones humanas. Las instituciones son asuntos de imperativos y de voluntades. Pues bien, esto nos da la oportunidad de ver la importancia de la investigación sobre las condiciones psicoanímicas de las instituciones. Las normas son fundamentales, pero también lo son las emociones políticas3.
Con esta óptica, vamos a pensar algunos aspectos de la vida académica e institucional de la universidad. En esencia, trataremos de mostrar que existen protocolos —inconscientes— de las instituciones que suelen estar asociados a lineamientos patológicos y condiciones enfermizas con severas consecuencias sobre la salud de los individuos —entendida la salud en un sentido amplio, que incluye lo anímico y lo social—. Es cierto que las instituciones de educación superior requieren normatividades y estándares en su devenir; pero no que alcancen cimientos inquebrantables o que mejoren por homogeneizar actividades y creencias a través de proyectos férreos, directrices inamovibles, reglamentos fijos, clasificaciones internacionales, etcétera. Es más, con frecuencia, es notable el modo en que la cristalización estricta de actividades y creencias se hace motivo de decaimientos, ruinas, daños. Es una prescripción teórica conocida la idea de que las imposiciones funcionales, de hecho, pueden atentar contra el curso de las instituciones (Merton, 2010).
No vamos a suponer que son necesariamente nocivos los planes a largo plazo, las reglamentaciones internas, los estatutos que definen la misión y la visión de las instituciones y las pretensiones de categorización según los estándares que hoy proliferan, ni que son irrelevantes los requerimientos de financiación, la afinidad con el mercado, la productividad, el afán por conocimiento útil y el desarrollo de tecnologías nuevas e innovación, entre otros. Queremos mostrar que el ahogamiento en procesos de decisión del estilo top-down puede causar desconfianzas, sospechas, soledades, aislamientos…
Así pues, nuestra apuesta es que la combinación del punto de vista de la reflexión política con el del análisis de las emociones —psicopolítico— sirve como clave de interpretación de los climas de desconfianza y estrés asociados con frecuencia al trato profesional y académico en las instituciones de educación superior. Se trata de realizar un mapa en el que se sobrepongan, como diapositivas de acetato, lo sistémico, lo normativo y lo institucional con lo anímico, lo político y lo existencial.
Pequeños indicios de competitividad insana se notan en el instante mismo en que seguimos la (falsa) creencia de que es posible conquistar altas metas sin intervención o ayuda de los demás. A menudo, esta creencia afecta a las personas cuyas actividades son objeto de cuantificación según parámetros e indicadores de productividad, eficiencia, rendimiento, impacto. Desde deportistas hasta educadores, el componente de competitividad mina la vida afectiva con cargas insanas de verticalidad.
Esta locura tiene nombre: paranoia, diría Zoja (2013), e ingredientes explosivos: tendencia a la sospecha infundada y granítica, renuncia a los hechos, necesidad imparable de ensalzamiento, soledad. Los asuntos que conllevan malestares anímicos no son más que las pesadillas y obsesiones de quienes pierden el sentido de lo comunitario por dedicarse al problema de hacerse más y más competitivos, más y más ganadores. Es la tragedia de los fuertes, pero obstinados, de los reactivos, para quienes solo existe una empresa con valor y un único motivo de acción: conquistar, vencer, obtener réditos, triunfar. Hay que insistir en que el carácter de quien compite por la vía de razonamientos así no sabe decir más que “solo yo debo ganar”, “los mayores puntajes deben ser míos”, “el prestigio me corresponde y es solo mío; quien lo quiera, se ha de convertir en mi rival”. “Estoy solo”, última cosa esta que no se debe olvidar, puesto que “el culto de la fuerza pone en competencia con todos y aumenta el aislamiento” (Zoja, 2013, p. 16); lo cual lleva a la desconfianza, “que se autoalimenta, es un círculo vicioso” (p. 16).
Todo muy pomposo. Todo muy viril. Muy contrario a las características necesarias para las actividades en que la asociación y la compañía se requieren o buscan: introspección, curiosidad, sensibilidad, gusto por los vínculos y lazos, afecto, familiaridad, cordialidad, buenos modos. En la competencia con los demás están presentes otros rasgos: ansiedad, perturbación, incertidumbre, instinto defensivo, afinidad a la burla —que no es igual a la risa—, gusto por el escarnio, lógica simplificadora, agrado por los rankings, por la élite. Ivy league. Así, se puede decir que en la situación de competencia los requerimientos para el triunfo exacerban las luchas y la búsqueda de demostración de fuerza, además del culto por la victoria:
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