—Es bastante ilegal entrar en la casa de cualquiera sin permiso, Felicity Faircloth, pero ¿le gustaría que le dijera que estoy bastante impresionado por el título de su padre y también por el de su hermano?
—¿Por qué debería ser la única que miente esta noche?
Se hizo una pausa.
—Así que lo admite.
—No tengo más remedio. Mañana lo sabrá todo Londres. Felicity, la feliz, con su falso fantoche.
Él no encontró divertida la aliteración.
—Sabe, el título de su padre es ridículo. Y el de su hermano también.
—¿Disculpe? —respondió ella, pues no se le ocurría nada más.
—Bumble y Grout. Por Dios. Cuando la pobreza los atrape al fin, pueden convertirse en boticarios y vender tinturas y tónicos a los desesperados de Lambeth.
Él sabía que eran pobres. ¿Lo sabía todo Londres? ¿Era la última en enterarse? ¿La última a quien se lo había contado incluso la familia que pretendía usarla para remediarlo? Tan solo con pensarlo volvió a sentirse en extremo irritada.
El hombre continuó.
—Y usted, Felicity Faircloth, con ese nombre debería aparecer en un libro de cuentos.
Ella le lanzó una mirada cortante.
—Me interesa taaanto su opinión sobre nuestros nombres…
Él ignoró su burla.
—Una princesa de cuento, encerrada en una torre, desesperada por formar parte del mundo que la atrapó allí… Por ser aceptada por él.
Todo en este hombre era desconcertante y extraño y vagamente exasperante.
—No me gusta usted.
—No, no le gusta la verdad, mi pequeña mentirosa. No le gusta que vea que su absurdo deseo es una falsa amistad con un puñado de aristócratas estirados y perfumados que no pueden verla como realmente es.
Debería de sentir una docena de emociones negativas estando él tan cerca y en la oscuridad. Y sin embargo…
—¿Y qué es lo que soy?
—El doble de buena que esos seis.
Aquella respuesta le hizo sentir un atisbo emoción, y casi se dejó arrastrar por ese hombre, que bien podría estar hecho de magia con champán. En vez de eso, negó con la cabeza y esbozó su mejor expresión de desdén.
—Si yo fuera esa princesa, señor, entonces no estaría usted aquí.
Se desplazó por la pared, lista para tirar de la cuerda de nuevo.
—¿No es esa la parte que a todos les gusta? ¿La parte en la que la princesa es rescatada de la torre?
Ella lo miró por encima del hombro.
—Se supone que es un príncipe el que la rescata, no un… lo que sea usted.
Agarró la cuerda.
Él habló antes de que ella pudiera tirar.
—¿Quién es la polilla?
Ella se volvió hacia él muerta de vergüenza.
—¿Qué?
—Deseaba ser fuego, princesa. ¿Quién es la polilla?
Las mejillas le ardían. No había dicho nada sobre polillas. ¿Cómo sabía él lo que ella había querido decir con exactitud?
—No debería escuchar a escondidas.
—Tampoco debería estar sentado en su habitación a oscuras, querida, pero aquí estoy.
Ella entrecerró los ojos.
—He de asumir que no es el tipo de hombre que suele acatar las reglas.
—¿Me ha visto cumplir alguna durante el extenso periodo de tiempo que ha pasado desde que nos hemos conocido?
Volvió a sentirse irritada.
—¿Quién es usted? ¿Por qué acechaba Marwick House como si fuera un perverso… acechador?
Él permaneció impertérrito.
—Un acechador que acecha, ¿es eso lo que soy?
Aquel hombre, al igual que todo Londres, parecía saber más que ella. Entendía el campo de batalla y era diestro en la guerra. Cosa que ella odiaba.
Le lanzó su mirada más fulminante.
No tuvo ningún efecto.
—Se lo repetiré una vez más, querida. Si usted es la llama, ¿quién es la polilla?
—Seguro que usted no, señor.
—Es una lástima.
A ella tampoco le gustó la insolencia en sus palabras.
—Pues yo estoy muy contenta con mi decisión.
Él rio por lo bajo, aquella risa que a ella le provocaba cosas extrañas.
—¿Le digo lo que pienso?
—Desearía que no lo hiciera —le replicó ella.
—Creo que su polilla es muy difícil de atraer. —Ella frunció los labios pero no habló—. Y sé que puedo atraerla para usted. —Recobró el aliento conforme él continuaba—. Sí, esa polilla que, según ha presumido ante la mitad de Londres, ya ha chamuscado.
Felicity se sintió agradecida por la oscuridad que reinaba en la habitación y que evitaba que él pudiera ver lo roja que se le había puesto la cara. O su espanto. O su emoción. ¿Acaso ese hombre, que de alguna manera había logrado colarse en su dormitorio en mitad de la noche, le estaba sugiriendo en serio que no había arruinado ni su vida ni las oportunidades de subsistencia de su familia?
Sintió una esperanza tan salvaje que la asustó.
—¿Podría conseguírmelo?
Entonces se rio. Su risa era grave, oscura y exenta de humor, y le provocó un desagradable escalofrío.
—Como a un gatito