Rabia. Soledad. El deseo de formarse un futuro sin pensar siquiera en qué podría ocurrir después.
Su gemelo le lanzó una mirada clara y honesta.
—Ha sido un error.
Ella alzó la barbilla, y una intensa sensación de rabia y terror la inundó.
—El mío también.
—Debería habértelo contado.
—Hay muchas cosas que ambos deberíamos haber hecho.
—Pensé que podría protegerte… —comenzó, y Felicity alzó las manos para detenerlo.
—Pensaste que podrías protegerte a ti. Pensaste que podrías ahorrarte el tener que contarle a tu esposa, a quien se supone que adoras, toda la verdad sobre ti. Pensaste que podrías ahorrarte la vergüenza.
—No solo la vergüenza. La preocupación. Soy su marido. Soy quien debe cuidarla. Cuidarlos a todos.
Una esposa. Un niño. Otro en camino.
Felicity sintió una punzada de tristeza, de compasión, teñida con su propia decepción. Su propio miedo. Su propia culpa por comportarse de manera tan impulsiva, por hablar tan alto, por haber cometido un error tan grande.
Arthur continuó después de que se hiciera un silencio.
—No debería haber pensado en usarte.
—No —le respondió ella, lo suficientemente enfadada como para no permitirle salir airoso—. No deberías haberlo hecho.
Soltó otra carcajada desprovista de humor.
—Supongo que me merezco lo que se avecina. Después de todo, no te vas a casar con un duque rico. Ni con nadie que sea rico, ya que estamos. Y no deberías verte obligada a rebajar tus expectativas.
Pero ahora Felicity había propagado una enorme mentira y había arruinado cualquier posibilidad de que sus expectativas se cumplieran, y con ello también cualquier posibilidad de que su familia tuviera el futuro asegurado. Nadie la aceptaría; no solo estaba marcada por su comportamiento pasado, sino también había mentido. Públicamente. Sobre su matrimonio con un duque.
Ningún hombre en su sano juicio juzgaría ese pecado como expiable.
Adiós, expectativas.
—No merece la pena siquiera pensar en las expectativas si no tenemos un techo sobre nuestras cabezas. —La marquesa suspiró, como si pudiera leer los pensamientos de Felicity desde arriba—. Por Dios, Felicity, ¿qué se te pasaría por la cabeza?
—No importa, madre —intervino Arthur antes de que Felicity pudiera responder.
Arthur, siempre protegiéndola. Siempre tratando de protegerlos a todos, el idiota.
—Tienes razón. —La marquesa suspiró—. Supongo que a estas horas ya le habrá abierto los ojos a toda la alta sociedad al respecto, y nosotros volveremos al lugar que nos corresponde: el del escándalo.
—Probablemente —terció Felicity.
La culpa, la furia y la frustración se agolpaban en su interior. Después de todo, como mujer, tenía un objetivo singular en situaciones como esa… Casarse por dinero y devolver el honor y la riqueza a su familia.
Salvo que, después de esa noche, ya nadie querría casarse con ella.
Al menos, nadie en su sano juicio.
Arthur sintió aversión por el rumbo que estaba tomando la conversación y le colocó las manos sobre los hombros, para después inclinarse y darle un beso casto y fraternal en la frente.
—Estaremos bien —declaró con firmeza—. Encontraré otra solución.
Ella asintió, tratando de ignorar las lágrimas que amenazaban con manar de sus ojos. Sabía que ya habían pasado dieciocho meses, y que la mejor solución que Arthur había encontrado era casarla.
—Vete a casa con tu esposa.
Él tragó saliva al escucharla, al recordar a su hermosa y amante esposa, que no sabía nada del lío en el que se habían metido. Qué afortunada, Prudence. Cuando Arthur fue capaz de encontrar la voz, volvió a hablar en susurros.
—No puede saberlo.
El miedo que manaba de sus palabras era palpable. Horrible.
En qué lío estaban metidos.
Felicity asintió.
—Guardaremos el secreto.
Cuando la puerta se cerró tras él, Felicity se levantó las faldas. Las faldas de un vestido de la temporada pasada que había sido modificado para que estuviera a la moda antes que retirarlo y sustituirlo por otro nuevo. ¿Cómo no se había dado cuenta? Subió las escaleras con los perros zigzagueando delante de ella.
Cuando llegó al rellano, se enfrentó a su madre.
—Tus perros están tratando de matarme.
La marquesa asintió, agradeciendo el cambio de tema.
—Es posible. Son muy inteligentes.
Felicity forzó una sonrisa.
—Tus mejores hijos.
—Dan menos problemas que el resto —replicó su madre, inclinándose y recogiendo uno de los largos y peludos animales entre sus brazos—. ¿Era muy apuesto el duque?
—Apenas lo vi entre la multitud, pero eso parecía.
De repente, Felicity se encontró pensando en el otro hombre. El que estaba entre las sombras. El único al que deseaba haber visto. Parecía mágico, como si de una llama invisible se tratara.
Pero si esa noche había aprendido algo, era que la magia no era real.
Lo real eran los problemas.
—Lo único que deseábamos era encontrar un buen partido.
Las palabras