—He visto la prueba —dijo— y estás para matarte.
Tragué saliva. Iba a ser difícil recuperarse de aquello.
—Pero el papel es tuyo —continuó—. En tres semanas nos vamos a Sudáfrica.
Lo miré boquiabierto.
—¿Por qué me das el papel si la prueba salió tan mal? —pregunté.
—No lo sé, Michael. La verdad, no lo sé. Pero creo que tienes algo…
Él se marchó y yo me vomité en los zapatos.
Bien, había sido soldado en el Ejército y además conocía las experiencias de cierto teniente del Queen’s Royal Regiment en las que basar mi caracterización de Gonville Bromhead. Aquel teniente era, por decirlo sin rodeos, un verdadero cretino, un pomposo y un esnob. No era idiota, simplemente se comportaba como si los demás fuesen «personajillos» con los que tenía que lidiar y él hubiese nacido para darles órdenes. Nunca hubo nada personal por ninguna de las partes, pero la relación con él y con otros como él alimentó mi odio hacia los prejuicios de clase. Me llenaba de regocijo poder tomarme al fin la revancha.
Aun así, tenía un problema. Había conocido a muchos oficiales y sabía perfectamente cómo se habían comportado conmigo, pero no tenía ni idea de cómo se comportaban entre ellos, y Zulú era una película sobre la relación entre dos oficiales. Las semanas previas a la partida hacia Sudáfrica me las arreglé para comer cada jueves en la cantina de oficiales de los Guardias Granaderos. En líneas generales, toleraron bien la presencia de aquel actor empalagoso, pero encomendaron la tarea de tutelarme —que nadie más deseaba— al miembro más joven y reciente de la cantina, un joven teniente segundo que se llamaba Patrick Lichfield. Ninguno de los dos podía sospecharlo entonces, pero a finales de los años sesenta Lord Lichfield y yo nos haríamos grandes amigos, después de que él abandonase el Ejército para dedicarse a la fotografía.
Creo que también tendría que haber pedido a los guardas algún que otro consejo sobre caballos. Difícilmente podrían haberse recibido clases de equitación en Elephant, pero empleé todo mi aplomo en asegurar a Cy Endfield que sabía montar. Únicamente omití que solo lo había hecho dos veces, ambas en Wimbledon. Me apunté a clases de equitación en el Common pero solo llegué hasta High Street. El primer día me caí del caballo delante de un autobús, el segundo frente a una bicicleta (las consecuencias fueron mucho más dolorosas), y el tercero no me presenté. No es que no me gustasen los caballos: Lottie, la vieja yegua que teníamos en la granja de Norfolk, me seguía como un perrete, pero nunca pasé de sentarme sobre ella a mujeriegas. Alertada por algún sexto sentido equino, la bestia en forma de caballo que montaba durante mi primera toma en Zulú intuyó mi historial y me cogió manía al instante. El sentimiento fue mutuo. Estábamos filmando un plano largo en el que regresaba al campamento británico tras una expedición y me dijeron que avanzase lentamente en dirección a la cámara. Pan comido, pero el caballo se resistía a moverse. «¡Dale en la grupa!», gritó Cy por el intercomunicador, y el utilero le dio una guantada. Efectivamente, el caballo se movió, pero no hacia delante. Se encabritó y empezó a hacer cabriolas mientras yo trataba de aferrarme a mi apreciada vida.
—¡Corten! —gritó Cy—. ¡Esto no es una prueba para entrar en la Escuela Española de Equitación!
El utilero calmó al jamelgo y empezamos de nuevo, descendiendo por el camino que rodeaba la colina. Todo iba según lo previsto hasta que tomamos una curva. El caballo, que a esas alturas ya estaba tan nervioso como yo, debió de ver su propia sombra en la ladera, dio un relincho que nos taladró los oídos, se salió del camino y empezó a correr como loco hacia una caída de veinte metros, acompañado de mis alaridos. El utilero consiguió alcanzarnos, hacerse con la brida y detenernos al mismísimo borde del barranco. Durante el incidente me lastimé la espalda y el utilero se lo comunicó a Cy a través del intercomunicador.
—¡Por el amor de Dios! —escuché a Cy, claramente irritado—. Tenemos que rodar esta escena hoy y el sol ya se está poniendo. ¿Sabes montar? —preguntó al utilero.
Sabía. Y así fue como en mi primera aparición en mi primera película importante no salgo yo, sino un utilero llamado Ginger, con mi sombrero y mi capa.
Me ofendió un poco que al final del día de rodaje nadie se preocupase por mi espalda. Ni al siguiente día por mis rodillas, cuando el mismo caballo, que obviamente me la tenía jurada, me lanzó a un estanque. Saqué el tema a relucir con Stanley Baker:
—Es sencillo —dijo—. Solo has hecho dos escenas y ahora mismo podríamos sustituirte con facilidad. Sería casi más barato que reemplazar al caballo o tu ropa.
Abrí la boca dispuesto a protestar, pero él continuó:
—Cuantas más escenas hagas, más nos preocuparemos por ti… Hasta la escena final, en la que de nuevo nos importarás un pimiento. Es una de las reglas de oro, Michael. Nunca hagas una escena de riesgo el último día de rodaje.
Y nunca la he hecho.
Después de aquellos incidentes las cosas fluyeron sin demasiados contratiempos, pero así y todo yo seguía preocupado por los primeros copiones. Había que enviar la película a Inglaterra para que la procesasen, así que aún me quedaban dos semanas para preocuparme por cómo daría en pantalla mi interpretación. Había mucho en juego, aquel era el papel que podía cambiarme la vida. Cuando llegó el gran día, me senté en la sala de proyección rodeado de los actores, los cámaras y el resto de técnicos del equipo. El proyector comenzó a zumbar, la pantalla parpadeó y de pronto se llenó con una enorme cara que soltaba una perorata con un acento inglés ridículamente entrecortado. Me eché a sudar y el corazón se me salía del pecho. No lo hacía mal, lo hacía muy mal. Fin de mi carrera, pensé. Detás de mí, escuché que alguien susurraba: «¿Quién le dijo a ese anormal que se tapase los ojos con el puto sombrero?». Me indigné: ¡aquello era un toque magistral de caracterización! Llevaba un salacot que ensombrecía la mitad superior de mi cara e inclinaba la cabeza hacia atrás para que el sol me diese en los ojos cuando quería recalcar una frase concreta. Aunque eso ya daba igual, porque estaba a punto de tomar el primer avión de vuelta a casa. Una vez más, me vomité los zapatos y salí de allí zumbando.
La noche siguiente, dispuesto a afrontar las críticas como un hombre, bajé al bar del hotel donde nos hospedábamos, pedí —a la vez— un par de copas y esperé a que Stanley y Cy regresasen del rodaje de aquel día.
—¡Oye, no está mal, chico! —dijo Stanley mientras entraban despreocupadamente—. No te apures, ya le cogerás el tranquillo.
Me quedé mirándolos con la mandíbula colgando. ¿Lo decían en serio? Me eché al coleto las dos copas y concluí que debía controlar la paranoia.
No tuve mucho éxito. Pocos días después, una de las secretarias del departamento de producción me hizo señas cuando pasé a su lado. Era una muchacha preciosa y, pensando que aquel era mi día de suerte, la seguí a su despacho previendo un poco de acción. En lugar de eso, me alargó nerviosamente un telegrama. Era de un gerifalte de la oficina central de la Paramount en Londres. «Despidan a Michael Caine. No sabe qué hacer con las manos». Nuevamente, me ofendí. Buscando a alguien en quien basarme para el teniente Bromhead, un hombre de familia inmensamente acomodada, acabé acordándome del príncipe Felipe de Edimburgo. Lo primero que me llamó la atención en él fue que siempre caminaba con las manos a la espalda porque, comprendí, nunca tenía que hacer nada por sí mismo. Nunca tenía que abrir una puerta, nunca necesitaba utilizar las manos para llamar la atención —siempre sería el centro de la conversación—, y siempre iba rodeado de guardaespaldas y nunca tendría que usar las manos para protegerse. ¡Otro toque magistral de caracterización desperdiciado en un público ingrato! ¿Estaba condenado a que nadie me entendiese?
Indignación aparte, estaba seguro de que esta vez a Stanley no le quedaría más remedio que despedirme y pasé los dos días siguientes esperando miserablemente que el hacha cayese sobre mi cuello. Y la cuestión era que no podía revelar que había