El señor Lennard parecía buena gente, pero tenía un inclemente mensaje que transmitirme. Me dijo que aquel negocio era muy duro. Menuda noticia.
—Algún día me darás las gracias por lo que te voy a decir. Conozco bien este mundillo y, créeme, Michael, tú no tienes futuro —me dijo.
Me quedé allí sentado, intentando mantener la compostura aunque por dentro me carcomiera la rabia.
—Gracias por el consejo, señor Lennard —conseguí decirle educadamente, y me marché para evitar darle un puñetazo.
De vuelta a casa la ira crecía en mi interior. Aquello fue lo que me salvó de la desesperación más absoluta. Iba a intentarlo con más ahínco. A mí nadie me decía lo que podía o no podía hacer.
Finalmente resultó que el señor Lennard no tenía tan buen ojo como él pensaba. Yo no era el único actor al que le costaba labrarse una carrera. Había otros que merodeaban por ahí esperando que cayera algo, y entre ellos se encontraban Sean Connery, Richard Harris, Terence Stamp, Peter O’Toole y Albert Finney. Todo esto mientras el señor Lennard mantenía en nómina a docenas de personas cuyos nombres permanecen a día de hoy fuera de los anales de la historia del cine. A pesar de su consejo, una vez más, me recompuse y tiré hacia delante, sobreviviendo a base de migajas. Sin embargo, algunos de mis amigos empezaban a lograr buenos pedazos del pastel. Sean Connery —descubierto en un gimnasio por un director de reparto que buscaba marineros americanos más convincentes que los típicos bailarines británicos de la obra teatral South Pacific—, por ejemplo, había conseguido el papel protagonista en la película para televisión Blood Money. Yo aparecía en la última escena. Mi amigo Eddie Judd protagonizó El día en que la Tierra se incendió. Yo interpretaba al policía, y ni siquiera aquello lo hice demasiado bien. Y Albert Finney, merecidamente, obtenía elogios por su papel teatral en The Party, dando la réplica al legendario Charles Laughton. Mientras, yo caía aún más bajo. Me presente a una audición, me llamaron, abrí la puerta y el director de reparto gritó: «¡El siguiente!». No tuve tiempo ni de abrir la boca para decir «hola». No entendía qué había hecho mal. Y es que no había hecho nada mal, aparte de crecer demasiado. La estrella de la película era Alan Ladd, famoso por su corta estatura, y si al entrar en la habitación superabas la marca que habían pintado con tiza en la puerta, te descartaban automáticamente.
Pero poco a poco —desde luego, mucho más despacio que en el caso de mis amigos— empezaban a cruzarse en mi camino, con más frecuencia, papeles de más envergadura. Hice otro capítulo de Dixon of Dock Green y después me ofrecieron ser suplente de Peter O’Toole en The Long and the Short and the Tall, de Willis Hall, una obra de teatro sobre una unidad británica que, en 1942, lucha contra los japoneses en la jungla malaya, una de las primeras obras británicas sobre soldados corrientes. Aquello me proporcionaría ingresos regulares y la oportunidad de trabajar con algunos amigos —Robert Shaw y Eddie Judd también formaban parte del reparto, exclusivamente masculino—, pero casi me provoca un infarto. La obra fue un gran éxito porque Peter O’Toole era un genio, pero, como al resto de nosotros, le gustaba beber y a menudo se pasaba un poco de la raya. En una ocasión, en el preciso momento en que se levantaba el telón, entró como una tromba por la puerta del escenario quitándose la ropa y gritándome, mientras corría: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡No hace falta que salgas!».
Cuando Peter lo dejó para rodar Lawrence de Arabia —la película que lo catapultó a la fama—, yo me hice con su papel en The Long and the Short and the Tall durante el resto de la gira. Interpretar a uno de los protagonistas en una obra realmente buena y con un reparto de talento (incluido el excepcional Frank Finlay) era justo lo que necesitaba para recuperar la confianza. Regresé a Londres después de cuatro meses de gira en provincias convencido, de nuevo, de que iba por el buen camino. Me mudé a una casa compartida en Harley Street con otras diez personas entre las que se encontraba un joven actor llamado Terence Stamp —cockney, como yo—, a quien había conocido durante la gira. Tomé a Terry bajo mi tutela y lo inicié en algunos secretos fundamentales para que la vida le sonría a uno durante una gira. El primero de ellos era cómo hacerse con la mejor habitación en cada hotel. En segundo lugar, el más sofisticado significado del espectáculo The Dancing Years, de Ivor Novello. Aquel espectáculo giraba por provincias de forma casi constante y si coincidías con él estabas de suerte. Ambientada en Ruritania y con un reparto compuesto por un buen número de mocitas y zagales de pueblo, la obra se conocía entre la profesión como The Dancing Queers, ya que los mocitos siempre parecían gays. Aquello tenía como consecuencia una multitud de mocitas desconsoladas… aunque no por mucho tiempo, si Terry y yo andábamos por allí.
Por desgracia, olvidé enseñarle una regla a Terry: no revelar nunca el paradero de un amigo. Una mañana, en Harley Street, estaba en la cama tratando la resaca con un poco de sueño cuando me despertaron a trompicones. Dos tipos enormes que apenas cabían en sus trajes se cernieron sobre mí.
—¿Maurice Joseph Micklewhite?
Hacía mucho que nadie me llamaba así. Aquello iba en serio.
—Está arrestado por no pagar la manutención de Patricia y Dominique Micklewhite.
—¿Cómo me han encontrado? —pregunté mientras me escoltaban al juzgado de paz de Marlborough Street.
—Un tal señor Stamp ha sido de gran ayuda —contestó enigmáticamente uno de ellos. Si salgo de esta, me prometí, Terry se va a enterar.
En realidad, los policías fueron muy comprensivos. Enseguida vieron que yo estaba sin blanca y famélico, de manera que, de camino, me invitaron a un auténtico desayuno inglés. Fue mi mejor comida en meses, pero la realidad me golpeó de lleno al llegar a las celdas. Me metieron en una ocupada por —al menos eso me pareció— un psicópata que no dejó de mirarme fijamente hasta que lo llevaron ante el juez. A mi alrededor, ruido de chalados y borrachos gritando, maldiciendo y, de cuando en cuando, emitiendo monumentales ventosidades. Esta es la gota que colma el vaso, me dije. Nunca, jamás me veré de nuevo en una situación similar.
Estaba allí sentado, compadeciéndome de mí mismo, cuando uno de los guardas gritó:
—¿Quién quiere el último pedazo de pastel?
Aquella voz fue ahogada por el clamor de chalados y borrachos. Yo no estaba dispuesto a rebajarme aún más y me quedé en silencio. Entonces, escuché al guarda:
—Oye —me dijo—, ¿no salías tú el otro día en Dixon of Dock Green?
—Sí —contesté esperando el consecuente pitorreo.
En lugar de eso, abrió la ventanilla, me alargó el último pedazo de pastel y desapareció sin decir palabra.
Cuando finalmente me condujeron a la sala de juicios, Pat y su abogado ya estaban allí. Llevábamos tiempo divorciados y hacía años que no la veía. Tenía buen aspecto: vestía un caro abrigo de pieles y su maquillaje era impecable. Yo, por el contrario, tenía una pinta horrorosa, y no solo por culpa de la resaca. Tenía la ropa raída y arrugada por haber dormido con ella puesta. No tenía nada que perder y, cuando recorrí la sala con la vista, comprendí que aquello solo era una audiencia más. Dixon of Dock Green había funcionado con los guardas del calabozo, de modo que puse toda la carne en el asador con un apasionado alegato