Se trataba de la prima de May Welland,
que acababa de llegar de Europa
y a la que todos llamaban “la pobre Ellen Olenska”.
A Archer no le molestaba que May tratara bien
a su desdichada prima en privado,
pero aquella aparición en público le parecía intolerable.
Le escandalizaba el amplio escote del vestido de Ellen,
que consideraba una ofensa al buen gusto.
Y le enfurecía que aquella mujer pudiera influir
en su prometida, la ingenua May.
En aquel momento, Lawrence Lefferts,
el caballero más elegante de la ciudad,
comentaba con otro joven la historia de Ellen Olenska:
―Su marido, el conde Olenski, era un canalla.
Ella se fue con su secretario. Pero duró poco tiempo.
Unos meses más tarde, vivía sola en Venecia.
Era muy infeliz.
»Comprendo que su familia quiera ayudarla,
pero traerla a la Ópera es demasiado.
No cabe duda de que su abuela, la anciana Manson Mingott,
está dispuesta a protegerla.
En la Ópera se notaba una agitación generalizada
por la presencia de Ellen Olenska.
Sin embargo, Archer decidió entrar en aquel palco
y proclamar, ante todos, su compromiso con May Welland.
Al verlo entrar, la señora Welland le tendió la mano
y le preguntó:
―¿Conoce usted a mi sobrina, la condesa Olenska?
Ellen Olenska inclinó la cabeza
y Archer la saludó con una ligera reverencia.
Después, se sentó al lado de su prometida
y le dijo en voz baja:
―Espero que le hayas contado a madame Olenska
que estamos prometidos.
Quiero que todo el mundo lo sepa.
Voy a anunciarlo en el baile de esta noche.
―Cuéntaselo tú mismo a mi prima
―respondió May, sonrojándose―.
Dice que solíais jugar juntos de niños.
Deseoso de que todo el mundo le viera,
Archer se sentó junto a la condesa Olenska.
―Jugábamos juntos de pequeños, ¿verdad? ―dijo ella,
con su acento extranjero―. Eras un niño horrible
y una vez me besaste detrás de una puerta.
Pero yo estaba enamorada de tu primo Vandie,
que nunca me hizo caso.
―Has estado fuera mucho tiempo... ―respondió Archer.
―Me parece que han pasado siglos,
que estoy muerta y enterrada
y que este antiguo teatro es el cielo ―contestó la condesa.
Archer se sintió algo molesto.
Aquel comentario le pareció una forma poco respetuosa
de describir a la sociedad neoyorquina.
2. El baile más feliz
La misma noche de la ópera, el señor Beaufort y su esposa,
un matrimonio de la alta sociedad neoyorquina,
celebraban el baile que, una vez al año, tenía lugar en su casa.
Se rumoreaba que Beaufort había sido expulsado
de Inglaterra por unos negocios fraudulentos,
pero, en poco tiempo, se había convertido en millonario.
Y su salón de baile era el más lujoso de Nueva York.
Su alfombra de terciopelo rojo, sus candelabros
y su brillante parqué causaban admiración en los invitados.
Archer llegó tarde.
May Welland le esperaba,
rodeada de jóvenes que reían y charlaban con alegría.
Su madre, la señora Welland, se mantenía algo apartada.
Era evidente que May les comunicaba su compromiso.
El grupo de jóvenes dejó paso a Archer
y este llevó a May al centro del salón.
Empezó a sonar El Danubio Azul.
Y la pareja, bailando al son del famoso vals,
anunció su compromiso sin necesidad de hablar.
Terminado el vals, los novios se retiraron al invernadero
que había más allá del salón.
Archer se atrevió a besar a la joven.
Los dos se sentían muy felices.
Un poco más tarde, como si hablara en sueños,
May preguntó:
―¿Le dijiste a mi prima Ellen que estamos prometidos?
―No. No tuve tiempo ―mintió él.
―Entonces debes hacerlo.
No quiero que piense que la hemos olvidado.
―Claro que se lo diré. Pero todavía no la he visto...
―No ha venido al baile. En el último minuto decidió no acudir. Dijo que su vestido no era bastante elegante,
aunque a todas nos parecía precioso.
Así que mi tía tuvo que llevarla a casa.
Archer se sintió complacido y pensó:
«May sabe tan bien como yo
la verdadera razón de la ausencia de su prima.
Pero nunca le diré que conozco
la mala reputación de la pobre Ellen Olenska».
3. La visita de compromiso
Al día siguiente, Archer y May visitaron
a la abuela de esta, la señora Manson Mingott.
Era un ritual imprescindible para confirmar el compromiso.
La anciana era una de las grandes damas
de la alta sociedad de Nueva York.
Viuda desde los 28 años,
había conseguido vivir rodeada de lujo,
entre duques y embajadores,
gracias a su enorme fuerza de voluntad.
Era una mujer de carácter firme, digna y decente.
Y su reputación había permanecido siempre intacta.
El encuentro fue muy agradable:
la