Los natites son una de las especies gobernantes de Nedarra, pero se encuentran en muchos otros lugares. Exhiben toda una variedad de colores, tamaños y formas. Pero incluso a pesar de saber eso, éstos parecían unos natites extremadamente poco usuales.
La principal razón es que los natites suelen ser de algún tono azulado o verduzco, y estas criaturas parecían incoloras. Su piel era lisa y translúcida, y sus arterias y venas podían percibirse. Incluso llegué a vislumbrar algunos órganos internos.
Como la mayoría de los natites, estos seres acuáticos poseían múltiples juegos de branquias. Pero su rasgo más notorio, fuera de su carne translúcida, eran sus enormes ojos. De un dorado centelleante con una pupila oblonga y negra, llegaban a ser en conjunto casi tan grandes como la cabeza del natite. Había otro par de ojos montado en dos prolongaciones gruesas pero móviles que brotaban de la zona de la mandíbula. Eran espectralmente luminiscentes, y arrojaban un destello verdoso que enmarcaba su cabeza.
Me estremecí. Era la misma reacción que experimenté cuando vi a un natite por primera vez, pero, en comparación, aquella criatura parecía mansa. Éstos parecían seres generados por obra de la teúrgia más que de la naturaleza, de carne y hueso.
Además, estaban armados con extraños implementos. Vi hachas, trozos afilados de pedernal y lanzas primitivas pero perfectamente eficaces, además de mayales: rocas ensartadas en cuerdas, como perlas gigantes.
Kharu levantó las manos, con las palmas abiertas, para mostrar que no esgrimía armas. Tobble, Renzo y yo la imitamos. Gambler, por razones obvias, no podía hacer lo mismo, así que optó por la versión felivet de dicho gesto, bajó un poco la cabeza y ocultó sus garras.
—Venimos en paz —comenzó Kharu.
Los natites no respondieron. Permanecieron allí, como una muralla empapada entre nosotros y la aldea de veinte o treinta chozas hechas de piedras apiladas, sin techo.
Examiné el caserío. El grupo de edificaciones se extendía en parte hacia el agua, con muelles de piedra que soportaban unas cuantas más. No era cosa rara, pues los natites son criaturas acuáticas que pueden también moverse por tierra. En el extremo de la aldea que se adentraba más en el suelo, había una cerca de piedra formando un corral que albergaba unas babosas blancas del tamaño de los ponis.
Una vez más me recorrió un estremecimiento.
—Escuchad nuestras palabras, por favor —pidió Kharu—. Estamos perdidos, no tenemos intención de haceros daño.
De los natites no recibimos más que silencio, pero yo había visto algo.
—Me parece que alguna especie de figura respetable de la aldea viene hacia aquí —susurré.
Un grupo de seis natites se aproximaba. Uno estaba majestuosamente sentado en una enorme babosa ondulante. En otro momento y lugar hubiera podido ser una imagen graciosa. Pero me pareció que nuestras vidas estaban en manos de ese natite en particular. Una carcajada era lo último que hubiera dejado escapar de mi boca.
Una vez que se acercaron lo suficiente, Kharu volvió a explicar nuestra desgracia: estábamos perdidos, íbamos de paso, viajábamos en paz.
Uno de los recién llegados habló en la lengua común, con un marcado acento natite.
—Ante vosotros, Lar Camissa, Reina de toda la Natitia Subduriana; Protectora de las Aguas Sagradas, Hacedora del Fuego; Lar Camissa, la Invencible; Lar Camissa, la Poderosa; Lar Camissa, Madre de Multitudes; Lar Camissa...
Los títulos y alabanzas continuaron durante un buen rato, y parecieron excesivos para una criatura a lomos de una babosa junto a la orilla de un lago subterráneo. Pero Kharu aguardó con paciencia hasta que la recitación terminó:
—Soy Kharussande Donati, una chica que huye del peligro y que sólo quiere la paz. Éstos son mis compañeros: Gambler, Renzo, Tobble y Byx.
Al fin, Lar Camissa, la de incontables títulos y honores, habló.
—Abandonad mi reino inmediatamente o moriréis.
Era una amenaza, pero mi primera reacción no fue de miedo sino de admiración. Poseía la voz más musical que uno pudiera imaginar, con múltiples sonoridades, de manera que sus palabras parecían provenir de un grupo de instrumentos que tocaban todos a la vez.
—Salir de aquí es nuestro deseo más genuino... —comenzó Kharu.
—¿Nos insultáis? —exclamó Lar Camissa.
Me di cuenta, para mayor asombro, que a diferencia de los natites comunes con su extraño par extra de ojos refulgentes, Lar Camissa tenía al menos cuatro ojos más, dos que relumbraban en la base de su cuello y otros dos en la punta de los tentáculos que salían de sus hombros.
—No, su majestad —se disculpó Kharu—, quise decir...
—¿Acaso nuestro reino es tan pobre, tan insignificante, que venís a decirnos que valemos poca cosa? —Sus palabras, más que un discurso, eran como una canción, y más que voz parecía el sonido de laúdes y arpas.
—Majestad, no representamos ninguna amenaza, ni...
—¿Amenaza? —Lar Camissa trinó. Sus subalternos nos miraron con dureza y llevaron sus apéndices a las armas—. ¿Suponéis que tenéis capacidad para amenazarnos? —La música de su voz entonó una nota discordante.
—Ninguna amenaza —se excusó Kharu, tragándose la impaciencia—, por nuestra parte. No insinuamos ni planteamos nada parecido.
Y así hubo otras tantas idas y venidas. Cualquier cosa que Kharu dijera, era asumida por Lar Camissa como insulto o amenaza. Una y otra vez.
El rostro de Kharu parecía un cielo que se fuera llenando de nubes de tormenta.
—Gran majestad —dije, interviniendo a pesar de la mirada furibunda de Kharu—, mi nombre es Byx. Soy una dairne. A mi especie se la conoce por su infalibilidad a la hora de distinguir entre la mentira y la verdad. Puedo confirmar que mi amiga Kharu dice la verdad.
—¿Una dairne? —Lar Camissa parecía impresionada—. He oído historias sobre esa especie... hmmm. —Ladeó su extraña cabeza y agitó sus tentáculos, meditando—. Has conseguido intrigarnos. Acércate. Venid con nosotros a compartir un banquete real.
Intercambiamos miradas, sin saber bien si sentirnos aliviados o aterrados por este súbito cambio de temperamento.
En cuestión de segundos, los natites guardias se alinearon para formar una escolta, y Lar Camissa espoleó su vil montura. Con su encantadora voz de vibrato, invitó a Kharu a caminar a su lado.
Todos las seguimos, mirando las rarezas que nos rodeaban. La aldea natite no era exactamente lo que parecía. Habíamos pensado que veíamos unas simples chozas de piedra levantadas sobre la pizarra, pero, al pasar a su lado, nos dimos cuenta de que sólo era la parte externa más visible. La mayor parte de la aldea estaba bajo el agua.
En el centro de cada choza había una poza que llevaba a través de la pizarra hacia el lago. Las “chozas” eran más pozos que viviendas.
Pero tampoco estaban vacías. Cada una poseía un espacio seco en el cual un natite podía sentarse o tenderse. A mis ojos inexpertos les pareció que las paredes de piedra estaban adornadas con piezas de arte, pequeños tapices elaborados entretejiendo líquenes y musgo.
La choza de Lar Camissa era el doble de grande que el resto. Entramos por una escalera que subía y luego bajamos por unos escalones muy resbaladizos empotrados en la pared interna. Una poza de aguas oscuras llenaba la habitación principal. A pesar de eso, el espacio seco alrededor era lo suficientemente amplio para permitirnos sentarnos a todos.
Lar Camissa se posó sobre un trono de piedra, mientras nosotros nos acomodábamos en el suelo de pizarra. Un natite emergió del agua, con dos caparazones azules, cada uno con suficiente agua para saciar nuestra sed.
—Bebed con nosotros y sed bienvenidos