La primera. Katherine Applegate. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Katherine Applegate
Издательство: Bookwire
Серия: La superviviente
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788412198959
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para encontrarse en todas partes a la vez, graznando y causando heridas. Concentraban sus esfuerzos en lo que llevábamos, sin duda a la espera de encontrar monedas, pero atacaban cualquier cosa que les quedara al alcance.

      —¡A los riscos! —ordenó Kharu.

      Entendí su idea. Nos estaban acribillando desde todas direcciones. Al menos si nos protegíamos contra la pared rocosa, las aves sólo podrían atacarnos por el frente y los costados.

      Di un toquecito a Tobble en la cabeza para decirle:

      —Anda, ven con nosotros —como si eso fuera a mantenerlo a salvo.

      A esas alturas, yo ya estaba exhausta de agitar la antorcha, de la cual no quedaba más que una pequeña brasa encendida. Cuando la de Kharu se apagó por completo, la dejó caer para desenvainar su acero, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo.

      En cuestión de un instante, quedó oculta por completo bajo una capa de picos afilados.

      —¡Aaaaaah! —gritó Tobble. Corrió hacia Kharu y saltó sobre el montón de pájaros, lanzando patadas y manotazos entre gritos—: ¡Soltadla! ¡Dejadla ya!

      No era la primera vez que tenía ante mis ojos la visión terrible de un wobbyk enfurecido. Enfurecido y sin el mínimo asomo de miedo.

      Renzo y yo nos unimos a la refriega, dispersando a suficientes aves enloquecidas para que Kharu pudiera liberarse. Recogió a Tobble para subírselo a los hombros y, los cuatro, además de Perro, abandonamos toda dignidad para huir en busca de cobijo.

      —¡Por aquí!

      ¡Gambler!

      No podía verlo a través del diluvio de alas, pero oía su voz y seguí adelante, tratando de no hacer caso del dolor que sentía en las heridas y de los chillidos agudos y amenazadores de las aves carroñeras.

      Di contra una pared rocosa y me giré para apoyar la espada en ella.

      —¡Seguid mi voz! —gritó Gambler desde algún punto a mi derecha.

      Fui bordeando el risco, agitando los brazos contra mis atacantes, sin grandes resultados. Mi pie izquierdo tropezó con un pedrusco afilado y caí de espaldas. El golpe me sacó el aire del pecho.

      Una zarpa gigantesca me alcanzó. Garras negras y enormes se engarzaron con cuidado en mi cinturón y me arrastraron hacia el felivet.

      —¡Gracias, Gambler!

      Corrí para rodearlo, mientras él manoteaba a los pájaros con la velocidad propia de su especie.

      Kharu logró alcanzarnos, y trató de llegar junto a mí.

      —¡Renzo! —gritó con voz ronca.

      —Lo veo —dijo Gambler.

      El enorme felivet se internó justo en medio de la nube de aves, manoteando y agitando sus zarpas con rapidez y precisión casi sobrenaturales. Atrapó a un pajarraco desafortunado, que al instante desapareció entre sus fauces. El almuerzo. La sangre de la gaviodaga le corrió por un costado de la mandíbula y las aves retrocedieron para sopesar esta nueva amenaza.

      Gambler encontró a Renzo de rodillas, todavía agitando su antorcha, con sangre brotándole de un montón de heridas.

      —¡Agárrate a mi cuello! —gritó Gambler, y Renzo no necesitó que se lo dijera dos veces. Gambler se reunió con nosotros, trayendo a Renzo a rastras.

      De pronto, con la misma rapidez que nos habían atacado, quedamos liberados de las gaviodagas. Examiné los alrededores velozmente. Nos habíamos refugiado en una grieta de la pared rocosa: no era un buen lugar para criaturas aladas. La abertura estaba cerrada en la parte de arriba, y la luz entraba sólo por el flanco que conducía al prado. Pude ver más gaviodagas merodeando, a la espera de que volviéramos a salir para dar batalla.

      —Hay una cueva —dijo Gambler—. Venid.

      Lo seguimos, dejando un rastro de sangre en el suelo de piedra. Nuestra única fuente de luz era la llama titilante de la antorcha de Renzo, que estaba a punto de apagarse.

      Al fin encontramos un espacio más amplio, con grandes rocas, en el cual podíamos descansar. Nos turnamos para vendarnos las heridas unos a otros mientras Perro intentaba lamerse las suyas.

      —Entonces —dijo Kharu al vendar un corte en la frente de Renzo—, ¿volvemos con las aves o nos lanzamos a la oscuridad?

      —La oscuridad —contestamos al unísono.

      —La decisión fue fácil —dijo Kharu. Agarró la vacilante antorcha de Renzo y nos dirigimos hacia la gélida y eterna negrura.

      4

      Qué buen perro

      g1

      Nos fuimos adentrando cada vez más en lo profundo de la cueva. La antorcha se redujo hasta convertirse en un simple resplandor, y tropezábamos a cada paso. La vista de Gambler era muy buena en la noche, pero ni siquiera él podía distinguir algo en la oscuridad total. Tratamos de alimentar la llama, pero el único combustible que teníamos a mano eran trocitos del musgo húmedo que cubría las paredes y el suelo. Cuando la antorcha se apagara del todo, quedaríamos completamente a oscuras, obligados a tantear el camino allá abajo, lejos del alcance del sol.

      —Percibo que más adelante se abre el túnel —dijo Kharu—. El aire se siente diferente.

      —Sí —afirmó Gambler—, pero sin luz.

      También yo podía sentir que el aire ya no estaba tan rancio. Detecté algo conocido, pero a la vez nuevo: agua. Pero no era agua de mar, ni agua de manantial. Ésta tenía un olor a minerales extraños, a cenagal y hongos.

      La antorcha soltó un par de chispas y se apagó, sumiéndonos en un vacío negrísimo. Puse mi mano a un palmo de mi cara y no logré distinguir nada. Era una sensación extraña y sofocante eso de perder del todo uno de los sentidos.

      —Puedo ver un poco —dijo Gambler—. Byx, sujétate a mi cola, y los demás agarraos de la mano.

      Avanzamos de la mano, o mano con cola, con la velocidad de los lunaracoles. Durante unas dos horas, o quizá más, permanecimos en un espacio sin tiempo. En ese lento recorrido, nos quejábamos del dolor y de nuestros vendajes, tratando de distraernos del pánico aturdidor de estar tan dentro bajo tierra que ni siquiera nos alcanzaba un resplandor de luz.

      Cuando se nos terminaron las palabras para quejarnos, Tobble entonó una vieja canción sobre los gusanos tuneladores gigantes, uno de los grandes terrores de los wobbyks, que viven en madrigueras bajo tierra.

      El coro de la canción era horrorosamente adecuado para nuestras circunstancias, y al poco tiempo estábamos todos cantando también:

       Cuando los wobbyks se entregan al dulce sueño,

       el gusano tunelador sabe que será señor y dueño.

       Con colas podrá cenar, de patas se atracará

       (mas como las odia, las uñas escupirá).

      —¿Alguna vez has visto un gusano tunelador gigante, Tobble? —pregunté.

      —Sí, una vez —respondió—, cuando era un crío. —Se estremeció y sentí que sus grandes orejas temblaban como hojas en la brisa—. Créeme que con esa vez fue suficiente. Son gigantescos, y viscosos, y siempre andan hambrientos.

      Estábamos quedándonos roncos de tanto cantar cuando Gambler se detuvo súbitamente.

      —Hay claridad más adelante —nos informó—. ¡Debe haber una salida!

      Tenía razón en lo de la claridad, pero se equivocaba al pensar que venía de una abertura hacia la luz del sol. Pronto nos dimos cuenta de que las paredes de la cueva emitían una tenue luz dorada. Después de la oscuridad