Cuando volvimos dentro, a la luz del quinqué, Gos empezó a debatirse. Las patas, que fuera habían estado frías, se calentaron de nuevo, y la mano que acariciaba las suaves plumas de su pecho las encontró cálidas y húmedas. Volvió a defecar con esfuerzo sobre el embaldosado unas heces de color verde; ¿sería un cálculo? Me senté en el sillón, sosteniéndolo en la mano izquierda mientras hacía ruiditos y piaba, a la vez que escribía sobre la rodilla con la derecha. Cada vez que se debatía, me daba con las alas en la cabeza. Se escuchaba el tictac del reloj de pulsera que llevaba en la muñeca derecha. La piada, el tictac y el rasgar de la pluma en la soledad crepitante se deslizaban como cucarachas sobre el tambor del silencio, mientras bajando por mi columna vertebral la vida zumbaba profundamente como una marea; bramaba en grandes olas en rompientes lejanas o, como una dinamo enterrada, expresaba su poder con un zumbido, gastaba su fuerza constante y lentamente perdía eficiencia debido a las roturas y el desgaste, para un día agotarse.
Al amanecer salimos al rocío, para brindar con un vaso de cerveza al sol. Su divina majestad Mitra, ya sin adoradores, se alzó con el viento de la mañana y tintó la parte inferior de nubes de color gris paloma de otros tonos aviares. Un búho, camino a acostarse, se despidió con un grito, e hizo que Gos mirase hacia arriba en busca de su primo. La primera torcaz empezó con su consejo atemporal, cuyo canto es interpretado desde antiguo en Gales como una incitación al robo del ganado del vecino, y una vaca resopló con fuerza.
Apareció entonces otro color en el extraordinario dibujo. El tenso equilibrio y la manía serena de la satisfecha soledad acababan teniendo sed, por así decirlo, de compañía humana después de una o dos semanas. Entonces, nada era suficiente salvo la celebración de la bebida; no las horas vespertinas con la sutil filosofía de la malvasía o el madeira, sino la jarana de la cerveza bebida a grandes tragos rodeado de locuaces camaraderías, el ruido, el tintineo, las manchas circulares, el golpe seco de los dardos y las caras sonrientes. Durante largo tiempo no había sido lo que podría llamarse un hombre abstemio.
Esta necesidad empezaba a correr de forma insospechada por mis venas ahora junto a Gos. Para él, su necesidad era un largo paseo en el puño, como siempre. La principal arma en el adiestramiento de una rapaz de bajo vuelo era el acarreo continuo. Para el acarreador, no obstante, el problema era el destino; después de caminar todo el día, uno se preguntaba: «¿Dónde deberíamos ir ahora?». Mucho antes de las seis habíamos llegado al límite del condado.
Timmy Stokes, el peón caminero del condado de Buckingham, había cortado la hierba justo hasta el final del territorio que le correspondía a su ronda. El césped estaba corto y arreglado, y las zanjas habían sido cuidadosamente despejadas. Northampton estaba descuidado y salvaje, algo que provocaba orgullo local. Allí, de pie, con la felicidad matinal, el cielo azafranado al este y la luna todavía de color amarillo limón al suroeste, junto a un campo en el que ya había empezado la cosecha, uno veía con el ojo de la mente las líneas imaginarias que recorrían toda Inglaterra. Los caminos macadamizados que llegaban hasta hilos invisibles donde se tornaban de piedra, las zanjas que súbitamente pasaban de cuidadas a descuidadas, las parroquias, los territorios y los hitos de los vecinos; todo dormía entonces en paz, todo ese precioso logro de la planificación y la cooperación entre nuestros padres, también en paz, convertidos en polvo. La reina de los prados que llevaba en el ojal difundía de forma penetrante su aroma al viento temprano.
Mientras caminaba de vuelta a casa por la noche, todo se había vuelto indistinguible: el pub a ocho kilómetros de distancia al que había llegado mucho antes de que nadie se despertase; el azor sumiso que comía sin problemas, incluso en el salón principal rodeado de hombres curiosos; la ansiedad y el escándalo al toparse con tráfico por primera vez; las heces de aspecto más sano; la cerveza lenta que se expandía por la garganta; la gente afectuosa; el cuerpo rígido que intentaba enderezar su indirecto rumbo; la reina de los prados marchita; y la luna roja que se alzaba perceptiblemente, la misma que había visto desaparecer amarilla al amanecer.
Jueves y viernes
Había curado al pájaro de su repleción mediante el ayuno en el que él mismo había insistido, y nuestra larga guardia y aún más larga caminata nos habían devuelto una relación amistosa como la existente tras la primera noche en vela. Procedí entonces, inocentemente, a atiborrarlo de nuevo, haciéndole comer mucho más de lo que hubiese bastado para alimentar a un gerifalte, a la vez que continuaba con mis esfuerzos para que saltase al puño a por comida. Cada vez que se posaba siquiera en el guante lo alimentaba, temeroso todavía de la banda de estrés.
Estos dos días se caracterizaron por la caza más que por pasear con el azor. Dado que se me había metido en la cabeza que no comía tanto como parecía necesario porque estaba cansado de los conejos, le compraba filetes de ternera al carnicero y pasaba las tardes generalmente lluviosas o de fuerte viento tratando de cazar una paloma para él.
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