El azor. T. H. White. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: T. H. White
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788418217098
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interiores que había colocado de forma que sus aposentos se pudiesen llevar a la cocina cuando lo estuviera manteniendo de guardia. Esta percha, que había construido de forma espontánea, estaba hecha a partir de una caja de té. Era tal que así:

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      Había cortado dos de los lados, de forma que si el azor estaba sentado en la percha las plumas caudales no tuvieran problemas con estos. Los otros dos estaban demasiado separados para interferir. Había una piedra pesada en medio para prevenir la posibilidad de que volcase cuando empezara a debatirse. Probablemente fuese una percha ineficiente, pero era portátil y la había inventado yo. Otro mérito era que era muy adecuada para aquellos que tuviesen cajas de té.

      Para cuando hube terminado las modificaciones ya había recobrado el gobierno oficial de mi alma y podía pensar con claridad de nuevo. Estaba contento porque había inventado una buena percha. Sentí que podía presentarme frente a Gos otra vez, y volví junto a él sobre el césped de buen humor, ya que me esperaba el Paraíso. Había recobrado mi hombría, mi naturaleza ecuánime, mi actitud afable y filantrópica hacia los ineficientes productos de la evolución que me rodeaban; Gos no.

      Se debatió cuando llegué y mientras lo recogía; se debatió durante todo el camino de vuelta a la halconera; se debatió en esta, hasta que le metí un riñón ensangrentado en la boca mientras la abría para maldecir. En veinte minutos, sin pausa, se había comido un hígado entero de conejo y una pata, vorazmente, como si hubiese querido comer durante todo este tiempo, junto con dos o tres pequeños trozos de mis dedos índice y pulgar, con los que había manipulado los jirones rojos y grasientos para que pudiera consumirlos más fácilmente. Bien, me alegraba este triunfo de la paciencia, y equivocadamente pensé que a Gos también. Tenía el pico decorado con pequeños pedacitos de pelaje y cartílago, y era mi tarea retirarlos. Levanté la mano para hacerlo, como lo había hecho sin protesta varias veces desde el miércoles. Se debatió. Lo intenté de nuevo, con cuidado. Se debatió. Una vez más, cautelosamente. Una debatida, peor que las anteriores. Me levanté. Intentó volar hacia su percha, fuera de su alcance. Levanté la mano. Apretó las plumas, hizo sobresalir el buche, dilató los ojos, abrió el pico, resolló un aliento cálido y maloliente, y se debatió. Me calenté y me moví demasiado rápido; al momento hubo una refriega.

      En esta ocasión fui imprudente, aunque no hice nada deshonroso para la humanidad. En el fragor de la batalla con las alas, con las que me golpeaba la nariz y me tiraba los cigarrillos de la boca, y que me hacían temer todo el rato que se le rompiesen plumas, me repetía una y otra vez una frase de uno de mis libros: «Nunca debe molestarse a una rapaz después de comer». No obstante, también me veía obligado a pensar que tenía que limpiarle el pico, imponer mi autoridad, no cesar en mi perseverancia, no fuese que después la tomara por debilidad. Temía ceder y que el azor retrocediese en su adiestramiento.

      Cinco minutos más tarde, tenía el pico limpio, pero Gos estaba tan furioso que se le salían los ojos de las órbitas. Era una bestia colérica. Cuando se ponía así, era posible calmarlo deslizando la mano sin el guante sobre el buche, el pecho y bajo la barriga. Entonces, con cuatro dedos entre sus patas, podía sostener el corazón palpitante que parecía llenar la totalidad del cuerpo. Hice eso entonces, y durante dos o tres minutos Gos se dejó caer exhausto sobre la mano; después, tras cerrar el pico, girar la cabeza súbitamente, recoger las alas, mover y acomodar las plumas, y colocarse más cómodamente sobre el puño, la inexplicable criatura empezó a irradiar felicidad. Guiñó un ojo como si nada de esto hubiese pasado y pasó el resto del día derrochando una primaveral confianza.

      Capítulo II

       Martes

      Cuando sumergimos la cola del azor en agua hirviendo y fuimos capaces de observarla mejor, descubrimos un hecho doloroso. Gos tenía una banda de estrés. Si a un niego en crecimiento se le priva de la comida necesaria durante uno o dos días, las plumas desarrollan una sección débil durante ese tiempo. Podría recuperar fuerzas, y las plumas podrían continuar alargándose, sanas y fuertes; pero siempre, hasta la muda del año siguiente, la pluma completamente desarrollada estaría atravesada por un tajo semicircular que revelaba la sección débil.

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      No es que tuviese importancia desde el punto de vista de las apariencias, pero tenía las plumas débiles a lo largo de la banda de estrés, y probablemente se romperían por ella una a una. En el caso de Gos, ya faltaban dos, una de ellas ya de antes de que llegara a casa.

      Un pájaro con plumas dañadas es lo mismo que un aeroplano con una estructura defectuosa: a medida que más y más plumas se rompen, el pájaro es cada vez más incapaz de volar de forma eficiente. Y, dado que las plumas descansaban una sobre otra, tan pronto como se rompía una la siguiente estaba en riesgo. Por este motivo, las plumas rotas tenían que repararse mediante un proceso conocido como «injertar». La mayoría de la gente a la que han obligado a leer a Shakespeare para examinarse conocerán la palabra. «Injertad en nuestras imperfecciones vuestras ideas» o «injertar una pluma en el ala rota de nuestro país marchito».

      La parte de la pluma que seguía en el ave se recortaba; se seleccionaba de una reserva de la muda del año anterior una parte de una pluma que correspondiese con la faltante; se sumergía una aguja de injerto, afilada por ambos extremos y de sección triangular, en pegamento o salmuera; y, por último, se unían ambas partes.

      Gos tenía una banda de estrés, una visible amenaza de que tarde o temprano tendría que practicársele al pájaro vivo el arte del injerto. El efecto de esta imperfección fue que me asustara provocarle otra mientras las plumas seguían creciendo (ninguna, salvo las dos cobertoras de la cola, estaba ya en sangre); y el resultado de este miedo fue que mi objetivo principal consistiera en atiborrarlo de comida. No me percaté de ello durante varios días, pero quizá lo estaba alimentando demasiado bien. Los problemas que surgieron durante las semanas previa y posterior se debieron al hecho de que, ignorante de su capacidad normal, había provocado en el irritable principillo un estado de repleción aguda que había afectado al hígado. Yo, por mi parte, trataba de enseñarle a volar uno o dos metros hacia mí sosteniendo un pedazo de carne, y él, por la suya, de algo estaba seguro: aborrecía su mera visión.

      Al principio, no se me ocurrió sino continuar con el tratamiento antiguo. Daba vueltas con él, sosteniendo una pata de conejo, mientras se debatía cada vez que se la acercaba demasiado; y después me iba sin haberlo alimentado. Los libros no decían nada sobre ello. Poco a poco, se hizo más evidente que algo iba mal. Defecaba con pesadez y esfuerzo, sin esparcir las heces con un chorro orgulloso como lo había hecho habitualmente frente a mí, y estas eran de un color verde brillante. Me pregunté inocentemente si quizá habría ingerido algo de bilis con el hígado la noche anterior. ¿Causaba su humor la bilis o la bilis el humor? Los libros no decían nada acerca de heces esmeralda, así que no podía hacer nada. De todas formas, Gos no había comido en todo el día y estaba en un estado de nervios terrible. Decidí irme a la cama, levantarme a la una de la madrugada y pasar la noche con él; me daba al menos la sensación de estar haciendo algo concreto. «Comerá cuando salte al puño a por la comida, no antes», escribí con esperanza en el dietario. «El hambre es la única cura para los problemas de estómago; no obstante, quizá debería darle mañana algo de huevo».

      «Comerá cuando salte al puño a por la comida, no antes». Si tan solo me hubiese guiado por ese sensato enunciado habría acortado su adiestramiento tres semanas. Pero mi mente era la de un lento aventurero que palpaba su camino solo en la oscuridad; la de un aficionado, cuatrocientos años tarde para recibir ayuda; la de un novicio en tan curiosos menesteres, aterrorizado por la banda de estrés y la necesidad cierta de tener que injertar.

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       Miércoles

      Así pues, pasamos la noche en vela de nuevo, en silencio,