—¡Estate quieta, bruja! —gritó Boa—. ¡Acabemos con esto de una vez por todas!
Candy se tambaleó hacia la puerta evitando las espirales que, si la hubieran rodeado y apresado de nuevo, habrían convertido sus costillas en polvo y sus tripas en carne y excrementos.
Estiró el brazo hacia la sombra que marcaba su destino final y deslizó los dedos alrededor de la puerta. No era una ilusión, era sólida y real al tacto. Tiró, casi esperando que la puerta protestara al abrirse, pero no lo hizo. A pesar de su inmenso tamaño, funcionaba con alguna clase de contrapeso que permitió que Candy pudiera abrirla con tan solo un mínimo esfuerzo.
Aquella sorpresa la volvió descuidada. Mientras abría la puerta, Boa enrolló el dedo índice alrededor de su garganta y apretó con la eficiencia de una soga.
Candy soltó la puerta en el acto e introdujo a la fuerza sus propios dedos entre su garganta y la soga, pero no fue suficiente para evitar que Boa le presionara tanto la tráquea como para dejarla sin respiración.
Sus pensamientos decaían rápidamente por el robo de Boa. Ahora la repentina pérdida de oxígeno despojaba su mente de más funciones. Sus pensamientos eran cada vez más confusos. ¿Qué hacía en aquel lugar? Y la mujer con el agujero en la boca, ¿quién era?
La habilidad de Boa con su cuerpo crecía tan rápido como se agotaba el de Candy. Habló con una voz tosca:
—Esta no es manera de morir —dijo Boa—. ¿Dónde está tu dignidad, niña? Deja de forcejear y permíteme coger lo que es mío. Tuviste una buena vida gracias a mí. Breve, sí, pero nutrida de mis percepciones, mis lecciones, mi magia.
Alguien que estaba fuera de la habitación, pero lo suficientemente cerca como para haber escuchado el discurso de Boa, pareció encontrarlo muy divertido. Su burla resonó por toda la sala.
—Escúchate. —Era Laguna Munn. Se volvió a escuchar una risa—. Tanta pretensión, ¿y venida de qué? De una caníbal. Sí, esa es la verdad cuando analizas los hechos. Eres capaz de engullir la vida de una niña que te dio asilo para protegerte de los que te habían arrebatado la tuya y habrían acabado con tu alma encantados. Suelta a Candy.
—Oh, no… no voy a soltarla.
—¿No? Eso ya lo veremos.
Según lo decía, la pared de enfrente de la puerta empezó a doblarse sobre sí misma y apareció la hechicera.
Señalaba a Boa mientras seguía con sus acusaciones.
—Cualquier cosa que fuera buena y luminosa en ti se ha corrompido.
—Puedes decir lo que quieras, vieja —respondió Boa—. Tu tiempo se ha acabado. Un mundo nuevo está a punto de surgir.
—Qué gracia. Escucho eso a menudo —dijo Laguna Munn con la voz repleta de desprecio—. Ahora deja que la plebeya se marche, princesa. Si realmente quieres cenar carne, no deberías alimentarte del vulgo.
La expresión del rostro de Boa mostró comprensión de repente.
—¡Oh! Sí que es del vulgo, ¿verdad?
—No es de ascendencia noble como tú, princesa.
—No —dijo Boa con un tono de profundo agradecimiento—. Si no, me hubieras detenido… —Soltó a Candy—. Podría haberme contaminado.
—Y qué día tan triste hubiera sido para todos aquellos pobres aristócratas dolientes como tú que habrían perdido a una querida hermana.
—¡Ay de mí! Oh, pobrecita, tan querida, de mí.
Mientras Candy tropezaba alejándose de los dedos de Boa, se giró y le llamaron la atención las sutiles muestras de frustración que había en su rostro. Esta no esperó a que Candy hablara. Se marchó con rapidez, abandonando la sala y lanzándose sobre la pendiente de madera. Candy intentó recuperar el equilibrio lo mejor que pudo, pero le resultó difícil. Las sustracciones de Boa habían dejado su cuerpo debilitado y sus pensamientos desordenados. Solo estaba segura de una cosa.
—Me habría matado…
—Oh, no me cabe duda —respondió la señora Munn—. Pero este es mi peñón, muchacha, y ella no tiene…
—¡Mamá!
El grito provenía de Covenantis. Y, por muy descorazonadores que fueran sus lamentos, el terrible alarido de angustia que los siguió fue infinitamente peor.
Laguna se mostraba visiblemente dividida entre la responsabilidad que tenía con su invitada herida y la que tenía con su hijo. Candy se lo puso fácil:
—¡Ve con el niño! Estaré bien. Solo necesito recuperar el aliento. —Levantó la mirada hacia la señora Munn—. Por favor —dijo—, ¡no te preocupes por mí!
Otro sollozo por parte de su hijo le dio fuerza a aquella súplica.
—¿Dónde estás, mamá?
Laguna Munn miró a Candy de nuevo.
—¡Vete! —dijo Candy.
Laguna Munn no discutió más. En su lugar, se dirigió a las paredes de la sala.
—Esta joven de aquí es mi invitada. Está herida, cúrala. —Le devolvió sus atenciones a Candy durante un instante—. Quédate aquí y deja que la sala haga su trabajo. Volveré con mis niños.
—Ten cuidado…
—Lo sé, niña, lo sé. Boa es peligrosa, pero créeme, yo también lo soy. Tengo algunos trucos que no le gustaría ver. Ahora cúrate. Las Horas oscuras que están a punto de llegar no esperarán a que te recuperes. Date prisa. Hace mucho que se terminó el principio y el final siempre llega antes de lo esperado.
Y dicho eso, dejó a la joven que realmente era Candy Quackenbush, sin nada más ni nada menos, en el silencio curativo de la sala.
Capítulo 14
Vacía
Nunca en sus dieciséis años de vida Candy se había sentido tan sola como entonces. Aunque había intentado imaginarse muchas veces cómo sería estar sin Boa en su cabeza, sus intentos habían fracasado miserablemente. Únicamente ahora, sola en la inmensidad de sus pensamientos, sintió el horror de semejante aislamiento. Nunca más volvería a haber una presencia con la que compartir silenciosamente sus emociones como había estado Boa. Estaba completa e incondicionalmente sola.
¿Cómo conseguía la gente, las personas normales como las que vivían en la calle Followell (incluso su propia madre o su padre) lidiar con la soledad? ¿Se emborrachaba su padre cada noche porque eso hacía que el vacío que ella sentía ahora doliese un poco menos? ¿Les aliviaba el constante parloteo de la televisión a pasar los malos momentos? ¿O les ayudaban los pequeños y dañinos juegos de poder, como a los que jugaba la señorita Schwartz, a olvidarse del silencio en sus cabezas?
Candy recordó de pronto el gran cartel que había en el exterior de la iglesia presbiteriana de la calle Munrow en Chickentown que había mostrado el mismo mensaje desde que Candy tenía memoria:
EL SEÑOR ESTÁ SIEMPRE CONTIGO.
NO ESTÁS SOLO.
«Bueno, él no está conmigo ahora», pensó Candy. «Nadie está conmigo. Ahora solo me queda vivir y aceptar que las cosas serán así para siempre, porque no va a aparecer nadie que se preste a cambiarlas. Todo lo que puedo hacer es…»
Un chillido interrumpió el hilo de sus pensamientos. Laguna Munn gritaba una palabra con una intensidad cargada de espanto y rabia.
—¡NO!
Solo paró cuando se quedó sin aliento. Inhaló y empezó de nuevo.
—¡NO!