Candy no se había levantado del suelo desde que le habían fallado las piernas. Seguía arrodillada en el mismo sitio, observando la manera rudimentaria en que la princesa Boa atraía hacia sí los restos de las formas de vida esparcidas por las paredes de la habitación: la cubierta de flores marchitas, hojas vivas y muertas; todo se añadía al entramado que poco a poco iba dándole a la princesa más corporeidad. La flora y fauna de alrededor estaban alimentando el cuerpo de Boa y, debido solamente a su sacrificio, se le había perdonado la vida a Candy. Pero el proceso iba demasiado lento.
Candy podía percibir la frustración que sentía Boa mientras el cuerpo que intentaba volver a regenerar recibía estas contribuciones lamentables e inadecuadas.
Separó los labios y, aunque no tenía terminadas ni la garganta ni la lengua, consiguió hablar. Sonó bajo, mucho más bajo que un leve susurro, pero Candy lo oyó con claridad.
—Pareces… nutritiva… —dijo.
—Sería un mal alimento para ti. Deberías buscar algo más sano.
—El hambre es el hambre. Y el tiempo es primordial…
Esta vez Candy obligó a su garganta a que formara una pregunta, aunque apenas se escuchó.
—¿Y eso por qué exactamente? —dijo.
—La Medianoche —contestó simplemente Boa—. Está casi sobre nosotros. No puedes sentirla, ¿verdad?
—¿La Medianoche?
—¡La Medianoche! La siento. Se acerca la última oscuridad y ocultará todas las luces del cielo.
—No…
—Decir que no no cambiará nada. Abarat va a morir entre tinieblas. Cada sol se verá eclipsado, cada luna cegada, cada estrella de cada constelación apagada como la llama de una vela. Pero no te preocupes, no estarás aquí para sufrir las consecuencias. Te habrás marchado.
—¿A dónde?
—¿Quién sabe? ¿A quién le importará? A nadie. Habrás servido a tu propósito. Tuviste dieciséis años de vida; fuiste a lugares a los que nunca habrías ido si no me hubieras tenido oculta dentro. No tienes motivos para quejarte. Tu vida termina ahora y la mía empieza. Hay algo bastante grato en ese equilibrio, ¿no te parece?
—Mi vida no se ha terminado… —murmuró Candy.
—Vaya, lo siento —dijo Boa riéndose de la gravedad de las palabras de Candy.
—Tú no lo… entiendes —dijo Candy.
—Créeme, no hay nada que tú sepas y yo no.
—Te equivocas —dijo Candy. Su voz iba ganando fuerza a medida que hacía uso de la lucidez que el don de Laguna Munn le había conferido—. Sé cómo jugaste con Carroña a lo largo de todos esos años, haciéndole creer que le querías cuando todo lo que querías de él era el Abarataraba.
—Escucha lo que dices —dijo Boa—. Al oírte, la gente podría pensar que de verdad sabes de lo que hablas.
Candy suspiró.
—Tienes razón —dijo—. No sé mucho del Abarataraba. Es un libro de magia…
—¡Para! ¡Para! Te estás dejando en ridículo. No malgastes tus últimos minutos en preocuparte por algo que nunca lograrás entender. La muerte ha venido a por ti, Candy, y cuando se marche te llevará consigo. A ti y a todos los pensamientos que has tenido alguna vez. Cada esperanza, cada sueño… todo desaparecerá. Será como si nunca hubieses existido.
—Los muertos no desaparecen. Existen los fantasmas. Yo he conocido a uno y me convertiré en uno si es necesario. Tengo fuerza y energía.
—No tienes nada —dijo Boa con una repentina explosión de rabia.
Extendió un miembro y agarró a Candy. El efecto, en ambas direcciones, fue inmediato. Ahora, mientras extraía las fuerzas directamente de Candy, el humo empezó a consolidarse en huesos grises detrás de la celosía de venas y nervios que habían definido sus rasgos en primer lugar.
—Mejor —dijo Boa, sonriendo con los dientes apretados—. Mucho mejor.
Ahora todas las partes de su cuerpo se estaban completando con rapidez. Los fluidos en las cuencas oculares de Boa burbujearon como el agua hirviendo. Incluso en su estado mermado, Candy aún podía comprender hasta qué punto era extraño el espectáculo que tenía delante.
—Oh, esto me gusta —dijo Boa mientras disfrutaba de la dicha de su reconstrucción.
Esta vez había suficiente carne y hueso en su sitio como para que Candy pudiera ver un atisbo de la hermosa mujer, cuya imagen Finnegan Hob había mantenido sobre su cama. Pero cada pedazo de la belleza recuperada de Boa se adquiría a expensas de la vida de Candy. Cada vez que los dedos avariciosos de Boa tocaban a Candy, la dejaban más desgastada, más exhausta. Y este no era de esa clase de agotamiento que puede curarse durmiendo unas cuantas horas en silencio, sino de los que te dormías y no despertabas.
«La muerte ha venido a por ti», había dicho Boa unos minutos antes.
Y no había mentido.
Capítulo 13
Boa
A pesar de que Candy estaba débil (las convulsiones destrozaban su cuerpo con una frecuencia que iba en aumento y tenía las piernas tan cansadas que dudaba de que pudieran sostenerla durante más de dos o tres pasos), no tenía opción. Tenía que salir de la sala con rapidez o el apetito que sentía Boa por su fuerza vital supondría su muerte. Gracias a un pequeño detalle, la suerte estaba de su lado.
Candy recordó haber oído la voz de Laguna Munn. Parecía que había sido hacía una eternidad, pero la hechicera había mencionado el cerrojo. De repente, Candy se dio cuenta de que, a pesar de las instrucciones de su madre, Covenantis no había llegado a echar el cerrojo de la habitación. Se había abierto, solo por una rendija, pero era más ancha que la angosta sombra que arrojaba; lo bastante ancha. Sin aquella rendija, Candy hubiera tenido pocas posibilidades o ninguna de localizar la vía de escape. ¡Pero ahí estaba!
Clavó la mirada sobre la sombra de la puerta durante el menor tiempo posible. Tenía miedo de revelarle nada a Boa. Entonces, dirigiendo la mirada a la pared de en frente, como si fuera allí donde pensara que estaba la puerta, empezó a arrastrarse despacio para ponerse en pie.
El apetito insaciable de Boa había privado a Candy de su energía y su flexibilidad. Era como un peso muerto; precisaba de toda su fuerza de voluntad para llegar a moverlo y seguir moviéndolo. Parecía que todas las partes de su cuerpo estaban a punto de fallar. Los pulmones le pesaban como si tuviera dos piedras en su interior, mientras que su corazón palpitaba como si fuera un pájaro de papel roto. Para que Candy tuviera alguna expectativa de escapar de la sala, su cuerpo tendría que despertarse de su letargo. Tendría que obligar a sus debilitados brazos a que el torso colaborara en su propia supervivencia.
—Vamos… —se dijo a sí misma apretando los dientes—. Muévete.
Su cuerpo respondió a regañadientes, pero le dolía. Su corazón de pájaro entró en pánico. El resto de sus entrañas empezaron a colapsar. Notaba un sabor asqueroso en la garganta, como si sus tripas fueran sumideros atascados a los que les habían dado la vuelta. Trató de no pensar en ello, lo que, de hecho, resultó bastante fácil porque su mente estaba fallando como todo lo demás.
Sin embargo, no necesitaba mucha capacidad mental para reconocer a su enemiga mortal. Boa estaba con ella en la sala y constituía un espectáculo inquietante. Al no tener huesos, su anatomía era una masa irregular llena de posibilidades que todavía no se había solidificado.