A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diana Peterfreund
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525958
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      Capítulo 5

      Justen había estado en dos viajes con Persis Blake hasta el momento, pero todavía no la había visto manejar los mandos. En el viaje de vuelta de Galatea, había estado inconsciente, y ahora había dejado el yate en modo autopiloto y no paraba de beber suplementos de palmport. Estaba situada junto al wallport de la cabina para intercambiar lo que parecían mensajes muy urgentes con su modista.

      El mecanismo de atraque en modo autopiloto era, en cierto modo, precario. Justen descendió para avisar a Persis, quien puso los ojos en blanco, frustrada por la interrupción.

      —El Daydream no se va a hundir —aseguró con un gesto de la mano. La imagen de un teclado planeaba delante de ella con letras parpadeantes—. Ahora, déjame sola. Soy un poco torpe con el wallport. Es increíble que tengas que teclear. Con los dedos. Como algo primitivo.

      Ambos costados del yate comenzaron a golpear contra el atracadero.

      ¿Qué chica poseía una embarcación tan espléndida como aquella y la trataba como a un zapato viejo?, se preguntó Justen. La misma cuyo papi le había comprado una mascota personalizada, supuso. Si terminaba por hundir su yate, no albergaba dudas de que su aristocrático padre sencillamente le compraría otro, y otro, y otro más.

      Si Persis no hubiese supuesto el modo más rápido de acceder a la princesa Isla, ya habría encontrado la manera de perderla de vista. Pero no disponía de un plan mejor para introducirse en la corte; además, tenía que admitir que, hasta el momento de atracar, el viaje, en el que habían rodeado el extremo de Centelleos y habían continuado hasta la costa oeste de Albión, había sido pintoresco: mar azul bañado por el sol y brisa que olía a sal y a fogata. Justen había permanecido en la cubierta, deleitándose con el panorama de los acantilados que desaparecían hasta formar las lisas laderas que caracterizaban el litoral de Albión, mientras observaba al visón marino juguetear en la estela del barco y preguntándose si, después de todo, no había pasado demasiado tiempo encerrado en su laboratorio.

      A primera vista, Justen decidió que la corte real no era tan distinta de como se la habían pintado en Galatea. El órgano hidráulico era espléndido, pero ostentoso; las estrafalarias ropas casi lo dejaron ciego; y las horriblemente excesivas aleteonotas zumbaban por todos lados y tendían a causarle dolor de cabeza si permanecía en medio demasiado tiempo. Había aprendido su funcionamiento en la formación médica que había recibido y siempre se había sentido aliviado de que la moda no se hubiese extendido a Galatea. ¿Biotecnología parasitaria que se valía de los propios nutrientes corporales para operar? Era absurdo e innecesario. ¿Por qué los aristos albianos no podían emplear oblets, como todos los demás? Rozó con los dedos sus valiosos oblets, todavía ocultos en los bolsillos. Sus bordes lisos tintineaban unos contra otros, sólidos y reconfortantes. Puede que hubiese abandonado a su país y a su hermana, pero al menos estos estarían a salvo… y fuera del alcance de su tío.

      Afortunadamente, no encontró paisanos galatienses entre la multitud del jardín. Aunque era probable que todos los cortesanos de Albión fuesen enemigos de la revolución, prefería que su tío Damos no se enterase de su paradero demasiado pronto. Y, aún más afortunadamente, su anfitriona lo escoltó con ligereza a través de la muchedumbre hasta una pequeña antecámara blanca cubierta de orquídeas para esperar por una audiencia con la princesa regente. Persis se había adentrado en el palacio con su visón marino como si el lugar le perteneciera. La muchacha se había visto obligada a sacarse de encima a varios cortesanos por el camino y había logrado llevarlo hasta la princesa sin rodeos. Eso significaba que Persis había dicho la verdad, eran amigas.

      Y, con todo, era la hija de un aristo casado con una nor. ¿Nunca acabarían las sorpresas?

      El aspecto de la princesa era exactamente el de las imágenes que había visto de ella. Era unos años más joven que él, rondaba la edad de Persis, y poseía un cabello plateado. Llevaba un vestido largo totalmente blanco que resultaba casi práctico después del arcoíris de colores y brillos por el que había tenido que abrirse paso en el exterior, incluso cubierto de plumas ondulantes y cristales que destellaban cuando se movía.

      Una de las mayores quejas en lo tocante a la antigua reina Gala era que se comportaba como una mujer albiana, más que como una galatiense: superficial, boba y más interesada en las fiestas y en la ropa que en la política y la cultura. Justen esperaba que Isla supusiera un desafío a sus expectativas. Su amistad con Persis no era un buen augurio. Había oído que la princesa no ejercía mucho su poder en la regencia de Albión. Y, con una cabeza hueca como Persis de dama de compañía, quizás había un buen motivo para que así fuese.

      Aunque, claro, con su situación desesperada, no podía permitirse ser exigente.

      —Bienvenido, galatiense —saludó la princesa Isla, extendiendo los brazos en un gesto de recibimiento—. Mi amiga Persis me ha dicho que va usted a dejarme atónita. Aunque, dado el número de galatienses que abarrota mis costas estos días, me pregunto qué es lo que le sorprende tanto esta vez.

      Persis miró a la princesa y frunció el ceño. Isla sonrió con serenidad. La arista obsequió a su princesa con la sombra de una reverencia. Estaba sujetando otra botella medio vacía de bebida suplementaria. Justen imaginaba que, llegados a ese punto, su lengua debía de estar cuajada por el exceso de azúcar. Era evidente que estaba desesperada por volver a usar su palmport. No entendía por qué una persona sometería su cuerpo a ese castigo cuando la batería geotérmica de un oblet podía durar semanas.

      —Seguid vosotros dos con la charla. Creo que estoy lo bastante recuperada como para hacerlo funcionar esta vez, ¿no? —Persis agitó su mano izquierda hacia Justen.

      Él se encogió de hombros de forma evasiva. Probablemente no tendría problemas, pero le costaba imaginarse que tuviera mensajes pendientes tras el frenesí en el Daydream.

      Los defensores del palmport afirmaban que era lo más parecido a la telepatía que había logrado la raza humana, pero Justen opinaba que su precio era demasiado alto. Además, de todos modos, se necesitaban los oblets para almacenar datos y para transferir grandes cantidades de información. La capacidad de un palmport era tan buena como la capacidad de memoria de la persona que lo usaba. Sus datos eran poco más que nanoazúcares digeribles e ilocalizables. Y, teniendo en cuenta el tipo de personas que los utilizaban, como Persis Blake, su única finalidad era la de intercambiar jueguecitos y cotilleos absurdos.

      En cualquier caso, Persis parecía satisfecha. Se dejó caer en un cojín cercano y se arrancó el cubremuñecas. Él se esforzó por evitar fruncir el entrecejo. Lo que tenía que decir no era pienso para los cotilleos albianos.

      ¿Y qué iba a decir, exactamente? Era obvio que no iba a revelar toda la verdad. La princesa Isla era arista. Si averiguaba cómo había contribuido a la revolución, lo enviaría a prisión y jamás podría enmendar los errores que había cometido. Era mejor comenzar con solo una parte de la historia.

      —Su Alteza —empezó Justen, encontrando aquellas palabras tan difíciles de pronunciar como «ciudadano» había sido de oír. Suponía que no todos sus principios revolucionarios se habían extinguido, a pesar de lo que había averiguado. Le mostró una reverencia corta y tensa, y luego se enderezó y la miró directamente a los ojos. Era de la realeza. No una diosa—. Me llamo Justen Helo…

      Ella alzó las cejas y, al sonreír esta vez, su aspecto no daba tanto la impresión de una monarca, como la de una adolescente que acabara de recibir un regalo de cumpleaños. Así que causaba el mismo efecto en la realeza que en todos los demás.

      —Soy el nieto de Darwin y Persistence Helo. Y estoy aquí para pedirle asilo.

      Ante esto, Isla pestañeó con sorpresa; Persis parecía aburrida. Justen se preguntó si siquiera sabría lo que significaba «asilo».

      —Y —añadió—, necesito que se mantenga en secreto.

      —¿Por qué? —preguntó Isla—. Le aseguro que no tengo reparos en celebrar alto y claro que un Helo prefiere vivir en Albión antes que alentar la revolución.