A través de un mar de estrellas. Diana Peterfreund. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diana Peterfreund
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525958
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      La seda cálida le acariciaba la mejilla y la luz solar moteaba de tonos corales el interior de sus párpados. Persis fue despertándose poco a poco. Sentía los miembros como si fuesen algas mojadas y el cuerpo le dolía como si hubiese nadado kilómetros. El delicado balanceo de la hamaca era su único consuelo. Intentó abrir los ojos y un puñal de dolor le rebanó las sienes.

      Los recuerdos inundaron la herida. La misión. Los tempogenes. Los jóvenes galatienses del muelle. El que había dicho que se llamaba…

      Ignorando el dolor, Persis se obligó a abrir los ojos. Justen Helo. Había estado demasiado intoxicada en el barco como para cuestionar las razones del galatiense. Demasiado intoxicada, incluso, como para hallar la forma de negarle que viajara con ellas en el barco después de haberla ayudado.

      Andrine tendría que haber sido más sensata y no haber permitido que un desconocido navegara con ellas, aunque su apellido fuese Helo. Persis debía de haber estado realmente enferma como para que su amiga asumiese tal riesgo. Por lo menos, Andrine la había llevado de vuelta a casa, a Centelleos. ¿Pero qué habría sido de Justen Helo?

      Hubo un suave gorjeo, acompañado del sonido de unas zarpas contra el lustroso parquet de bambú. Notó un tirón en las sábanas de seda junto a sus piernas; entonces, sintió el familiar peso y calor de Slipstream contoneándose a medida que subía por su cuerpo y se enroscaba en sus brazos. Sus bigotes le hicieron cosquillas y ocultó sus facciones de nutria en la cara interna de su codo. Pestañeó hacia ella con sus enormes y redondos ojos llenos de preocupación.

      —No pasa nada, Slippy. Ya estoy en casa —susurró.

      —Y despierta —señaló una voz al otro lado de los pliegues de su cama. Persis aferró con fuerza a Slipstream—. Antes de lo que me esperaba. Debe de tener una constitución fantástica.

      Persis se sentó con esfuerzo. El visón marino se acurrucó contra ella con su pelaje de terciopelo seco y cálido por el sol, lo que significaba que aún no había ido de pesca esa mañana. Justen Helo estaba de pie junto a los escalones que conducían al jardín y era poco más que una mancha negra contra el sol. Su biombo de privacidad no estaba desplegado, lo que le permitía contar con una fantástica vista panorámica de los acantilados de Centelleos que se alzaban más allá del jardín. Aunque se había despertado con aquel paisaje casi todos los días de su vida, en ese momento, Persis palideció. No necesitaba que un revolucionario galatiense (en especial Justen Helo) fuese testigo de la opulencia de su dormitorio.

      —¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó, detestando el modo en que la voz se le quebraba al hablar. Persis intentó acordarse de lo que sabía de él, pero lo único que le vino a la mente fue el recuerdo vago de una historia en la que sus padres habían fallecido cuando era niño en un levantamiento nor. Aquello había dejado huérfanos a Justen y a su hermana.

      Era evidente que había crecido desde entonces.

      —Todo el día y toda la noche —respondió con un tono que seguía siendo formal, de médico.

      Lo que significaba que ya había estado un día entero en Centelleos. ¿Cómo iba a explicárselo a sus padres? Su padre había prohibido las visitas para que nadie pudiese ver a su madre sufrir uno de sus episodios. Andrine sabía que ya no podía subir nadie a su casa, ni siquiera ella, aunque no conocía el motivo. ¿En qué había estado pensando su amiga al dejar allí a Justen?

      Probablemente, en que nadie en Nueva Pacífica negaría hospitalidad a un Helo.

      —¿Siente dolor? —preguntó; de alguna manera, su tono estaba impregnado de preocupación y mandato. Tal vez, Andrine no había tenido elección al dejarlo allí. Justen había insistido en atenderla en el barco. Quizás el médico (¡un médico Helo!, seguía atónita) pensaba que su deber no había llegado a su fin.

      —No tanto como probablemente debería —replicó—. Tenía entendido que la intoxicación por tempogenes era más severa—. Tero le había comido el coco sobre el tema antes de entregarle los fármacos que había confeccionado.

      Tendría que haberse pasado menos tiempo sermoneando y más tiempo codificando.

      —Generalmente, lo es —afirmó Justen mientras se acercaba. El galatiense era de complexión esbelta, con un cabello oscuro natural muy corto, a la moda revolucionaria. Unos prominentes pómulos afilados como puntas de lanza le otorgaban a su rostro un aire grave y severo, o tal vez era el modo en que la atravesaba con la mirada por debajo de sus puntiagudas cejas negras. Habría resultado atractivo si hubiese esbozado una sonrisa. Sus ojos eran muy oscuros y sagaces, y la expresión de su semblante le recordaron a Persis a las imágenes que había visto de su famosa abuela. Colocó la palma de la mano en la frente de ella. Estaba fría y seca. No llevaba cubremuñecas. No tenía palmport. Tenía las uñas cortas y limpias, aunque sin esmaltar—. Pero se me da bien mi trabajo. La pillé a tiempo.

      Persis tragó con la boca seca. ¿La pillé?

      —La próxima vez que se vaya de fiesta a Galatea, lady Blake, le sugiero que se ciña a drogas menos peligrosas que los tempogenes. Y no solo por el riesgo de intoxicación. Si la descomposición de un tempogén no está codificada adecuadamente, se corre el riesgo de acabar con el código implantado para siempre.

      Ella asintió y, después, movió las piernas con cuidado hacia un lado de la hamaca. De fiesta. Entonces, estaba a salvo; y agradecida de haber contado con la lucidez necesaria, incluso en mitad de una intoxicación por tempogenes, para elaborar una excusa creíble que justificara su condición. Si Justen pensaba que se había envejecido de más accidentalmente, no era probable que la relacionara con la vieja que acababa de liberar a una familia entera de niños sitiados.

      Aunque eso le diera motivos para encontrarla despreciable.

      Tero Finch era hombre muerto. No veía el momento de ponerle las manos encima al joven gengeniero; siempre y cuando quedase algo de él una vez se las hubiese visto con su hermana Andrine, claro. La sorprendía que no estuviese notando los temblores de la erupción que debía de estar teniendo lugar en la casa Finch, abajo, en el pueblo. ¿Código erróneo? Le daban ganas de enviar un aleteo mordaz a los antiguos instructores del muchacho. Y ya no volvería a dejarle experimentar con el código de Slipstream cuando le viniese en gana. Su mascota era un visón marino, no una cobaya.

      Al apoyar el peso de su cuerpo sobre sus piernas doloridas, Justen giró la cabeza a un lado con una expresión que Persis reconoció por las enfermeras de su madre. Era el gesto de un médico cuya intención era la de otorgar algo de privacidad a su paciente. Justen Helo, el médico. Un Helo. En su dormitorio.

      Persis tiró de la fina seda verde azulada hasta cubrirse los muslos y se puso en pie. Slipstream se deslizó de su regazo y aterrizó, ligero como un gato, en el suelo. La pintura que había utilizado en su cabello para el disfraz de anciana había sido lavada, pero aún tenía que comprobar si los tempogenes habían dejado algún daño permanente en su cara.

      ¡Qué noticia tan jugosa para la corte albiana! Lady Persis Blake, desfigurada en un desacertado viaje de placer a Galatea. En serio, mataría a Tero si ese era el caso.

      Pero había algo que Persis necesitaba más que ver su reflejo, necesitaba averiguar qué había pasado con el cargamento de la Amapola Silvestre. En cuanto entró en el baño y colocó el biombo de privacidad, cerró los ojos a causa del dolor que seguía palpitándole en el cráneo y se concentró en formar una aleteonota.

      Lo siguiente que supo es que estaba tumbada sobre el liso suelo de ónix y que sus células suplicaban misericordia.

      Por encima de ella, la voz de Justen sonaba nebulosa, distante:

      —Arista idiota—. Notó un pinchazo en el brazo y el dolor se desvaneció. Persis pestañeó hasta que su vista se aclaró.

      —Oiga —comenzó—, escúcheme—. Agitó la mano izquierda de la propia Persis delante de sus ojos. Estaba flácida, laxa en su muñeca; el reluciente disco dorado del palmport se mostraba borroso contra su piel—. No puede usar esta cosa hasta que se haya