5
En un aeropuerto, Alberto y yo le estamos explicando a una vieja ua nueva relación que inventamos entre John Donne y Lawrence de Arabia. La vieja asiente y nos pregunta: ¿sería una relación misteriosa? La pregunta nos descoloca, sobre todo porque no tenemos bien leído a John Donne —aunque sí muy bien a Lawrence de Arabia—, y mientras tratamos de responderle la vieja desaparece y en su lugar se pone un estudiante de tres metros de altura. El fondo también cambia, porque ahora estamos en una universidad inglesa. Uno de los alumnos es un bebé que parece tener una cabeza de vaca, y Alberto me hace notar lo medieval de la imagen. Yo le creo y no le creo a la vez, porque puedo darme cuenta de que, por más que el bebé sea medieval, todo eso no puede ser medieval desde ningún punto de vista. Sin embargo, como si fuera un cumplimiento de deseos para Alberto, todo se pone “nítidamente” medieval. Pero ahora es un aeropuerto medieval, y Alberto me dice: todo esto es falso. Le respondo que sí, que lo mismo pasa con cualquier sueño. Alberto me mira y me dice: no, no, quiero decir que de todos modos es falso. Trato de prestar atención pero no puedo ver nada preciso. Alberto señala hacia arriba. Lo que veo es que hay alguien que mira y analiza lo que hacemos. Pero nosotros no estamos haciendo nada, le digo. La persona anota todo. Alberto le dice: hablar no es hacer. La persona de arriba sigue anotando. Le preguntamos a la persona de arriba quién es, y nos dice, con una voz de estúpido que se nota fingida, que es un trapo viejo. Le preguntamos qué hace y nos dice que nosotros somos su realidad. Empezamos a reírnos, un poco por nervios y otro poco porque su respuesta nos causa gracia de verdad. Para seguir riéndonos, le preguntamos si quiere decir que somos suyos o que él es para nosotros; en lugar de respondernos, para nuestra sorpresa, la persona se transforma en fondo, y aunque podemos ver que el fondo no es otra cosa que una universidad inglesa, no podemos evitar saber que el fondo es una persona, y que esa persona es un trapo viejo, pero que sin embargo el fondo no es de trapo viejo sino que es la universidad inglesa misma. A pesar de todo esto, como estamos en una universidad inglesa, intentamos explicar la relación misteriosa entre John Donne y Lawrence de Arabia. Escribimos en el pizarrón: Siete pilares de la sabiduría de John Donne. Pero cuando estamos por empezar la clase, el fondo nos embolsa y nos saca de ahí como si estuviésemos hechos de trapo viejo. En la oscuridad, puedo notar que Alberto parpadea.
6
Oigo un ruido y aparecemos con Alberto en un cuarto con cuatro paredes cubiertas de estanterías. Las estanterías están repletas de unos muñequitos de cerámica sin forma clara, o al menos no clara para nosotros. Alberto me dice: nosotros somos esos muñequitos. En ese momento veo que los muñequitos tienen mi cara o la de Alberto, aunque no puedo explicarme cómo pueden tener mi cara o su cara, es decir, cómo incluso algo así puede estar sin definir. De repente oigo otra vez el ruido del principio, pero esta vez más potente. Sin saber cómo, aparecemos en otro cuarto que es exactamente igual al anterior, pero con la diferencia de que todo parece ser más endeble: las paredes, los estantes, los muñequitos. Hasta yo mismo. Le pregunto a Alberto si él también se siente así, pero no llega a responderme porque todo empieza a caerse. Los muñequitos se derrumban de los estantes movedizos y yo empiezo a desesperarme tratando de agarrarlos en el aire para evitar que se destruyan. Pero no puedo, y los muñequitos caen y revientan en pedazos, y esto me produce mucha angustia. En eso, veo que Alberto deja de intentar agarrarlos en el aire y ahora está muy tranquilo, casi sonriendo. Le grito que me ayude, pero me dice: mejor tirar todo antes de que se caiga solo. Le pregunto qué quiere decir pero en lugar de responderme empieza a barrer con los brazos los estantes y a destruir todo lo que puede mientras grita que sí. Al verlo tan contento lo copio, y la alegría que siento me hace tan bien que no puedo parar de romper todo, de destruir los muñequitos contra el techo, contra otros muñequitos, contra ellos mismos. Y seguimos así mucho tiempo destruyendo todo lo que podemos, y como siempre hay algo que está por caerse siempre seguimos gritando de alegría destruyendo muñequitos de cerámica.
7
Entro a una casa, que se asemeja a una universidad inglesa, y adentro lo veo a Alberto. Parecen ser más o menos las ocho o las nueve de la mañana. Avanzamos por los cuartos y pasillos hasta llegar a una puerta de chapa; Alberto la abre, pasamos y cerramos la puerta detrás nuestro. Vemos que estamos en un patio y que sólo tenemos un metro cuadrado de cemento en el cual pararnos, porque el resto es agua, una especie de lago artificial. Cuando queremos volver a la casa, notamos que la puerta está trabada. No sabemos qué hacer, y antes de que lo decidamos aparecen unos diez alumnos en un bote y todo vuelve a ser una universidad inglesa. Empezamos, entonces, a dar clase. Yo quiero hablar sobre Stevenson, pero Alberto quiere insistir con León Bloy. Le propongo un término medio; le digo: hablemos de Rubén Darío, de Los raros. A Alberto le gusta la idea, y empieza a decir que Darío no había leído a Lautréamont cuando escribió sobre él, y para eso se basa en una reseña de León Bloy. Le digo que está faltando al acuerdo, aunque puedo notar que es cierto lo que dice: que Bloy había escrito sobre Lautréamont, que Darío había leído esa reseña y que le había robado las citas para la suya. Pero como en lugar de dar la clase discutimos entre nosotros y encima alardeamos, los alumnos, que miden dos metros y medio, se enfurecen. Como sabemos lo que puede pasar, tratamos de escapar y aparecemos corriendo por una pradera verde y luminosa. Corremos tan rápido que terminamos rodando y cayendo en una zanja de agua podrida y trapo viejo. Salgo primero y lo saco a Alberto agarrándolo de la capucha de su campera. Cuando logro sacarlo, noto que Alberto parpadea.
8
Estamos Alberto y yo en un bar que parece el de una película extranjera (no inglesa, pero sí norteamericana). Llamamos a la moza para pedirle el desayuno. Cuando se inclina para limpiar la mesa Alberto trata de mirarle el escote, y yo lo copio y hago lo mismo. Entonces empezamos a pedirle cosas todo el tiempo para tratar de verle el escote: un café, un té, que limpie la mesa, medialunas… Hasta que noto que por más que mire no voy a ver nada, porque la visión está bloqueada, es decir, porque existen agujeros en el fondo del sueño que impiden ver lo que habría ahí si el fondo estuviese completo. Le comento esto a Alberto. A él le pasa lo mismo, y luego de una discusión muy confusa descubrimos que el fondo tiene esos agujeros porque está hecho con trapo viejo. De repente, Alberto es una momia. Y si bien no se ve la cara de la momia, yo sé que la momia es Alberto, principalmente por dos cosas: primero, porque se ve que por debajo de las vendas sobresale la capucha de una campera; segundo, porque las vendas son de trapo. No estamos ya en el bar, pero la moza está conmigo, muy preocupada por lo que pasa con Alberto. Yo trato de mirarle el escote, aunque en ese momento tengo la certeza de que en realidad la moza es una vieja y que mirarle el escote no tiene ningún valor. Lo que sí hago es tratar de sacarle las vendas a Alberto, pero por más que me esfuerzo siempre hay más vendas. Cuando creo llegar a su cara veo que no es la cara de Alberto sino la de un estudiante de una universidad inglesa, y me pongo muy contento al notar que ya estamos en una universidad inglesa y que Alberto está haciendo una comparación entre San Pablo Apóstol y San Pablo Ermitaño mientras yo explico la división por edades de San Isidoro. Pero los alumnos no entienden de religión y nos acusan de místicos y de estar alardeando, y Alberto y yo nos ponemos un poco nerviosos y empezamos a parpadear. Después escuchamos una voz que dice: «tantas otras cosas hermosísimas que me serán explicadas en el paraíso». Pero Alberto cree que eso lo digo yo, y me acusa de pedante delante de todos los alumnos. Me pongo tan nervioso que empiezo a generar mucha saliva mientras los alumnos me tiran piedras y Alberto, arrepentido por haber provocado todo esto, me protege con su capucha y con unos trapos muy livianos, como de muselina vieja.
9
Alberto y yo tenemos los bolsillos llenos de manteca fría, y hace tanto calor que tememos que la manteca empiece a derretirse y nos arruine la ropa. Empezamos a correr por un camino que parece una pradera llena de algo parecido a frutas secas y entramos en una casa en la que vive una vieja. La vieja me señala y Alberto me dice: se te está agrandando la cabeza. Y en ese momento me miro en un espejo y veo que la cabeza se me está agrandando, pero el efecto en realidad es que todo se achica menos mi cabeza, que permanece en su tamaño normal. Alberto me da unas tijeras y yo trato de cortarme el pelo para evitar que la cabeza siga creciendo, pero no puedo hacer nada, porque todo sigue empeorando y se vuelve cada vez más confuso. En ese momento me doy cuenta de que lo que