Primera edición digital: abril de 2020
© 2019, Pablo Katchadjian
© De esta edición:
Hurtado & Ortega Editores
Imagen de faja: Mari Fouz
Diseño de colección: Silvio García Aguirre
Diseño y maquetación del interior: Carolina Hernández Terrazas
Corrección: Cristina Sospedra
isbn: 978-84-121549-5-5
Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, y el alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, salvo las excepciones previstas por la ley.
1
Estamos Alberto y yo enseñando en un aula de una universidad inglesa cuando un alumno, con tono agresivo, nos pregunta: cuando los filósofos hablan, ¿lo que dicen es cierto o se trata de un doble? Alberto y yo nos miramos, un poco nerviosos por no haber entendido la pregunta. Alberto reacciona primero: se adelanta y le responde que eso no se puede saber. El alumno, descontento con la respuesta, se pone de pie (mide dos metros y medio de altura), se acerca a Alberto, lo agarra y empieza a metérselo en la boca. Pero aunque esto parece peligroso, no sólo los alumnos y yo nos reímos sino que Alberto, con medio cuerpo adentro de la boca del alumno, se ríe y dice: está bien, está bien. Después Alberto y yo aparecemos en una plaza. Un viejo le está dando de comer a un grupo de unas diez palomas. Alberto se acerca al viejo y yo presiento algo y quiero detenerlo, pero por algún motivo no puedo. Antes de que Alberto llegue al viejo, el viejo, de alguna manera, pasa a ser una paloma y trata de volar, pero no puede. Alberto le entablilla las alas y le dice que se va a curar muy pronto, que su problema es muy normal. El viejo parece contento. Después aparecemos en un baño de una discoteca. Por algún motivo, estamos en el baño de mujeres. Entra un grupo de cinco chicas muy lindas y arregladas, transpiradas de tanto bailar. A una de ellas, que parece estar muy borracha o drogada, Alberto se le acerca con intenciones y se le tira encima; por lo que veo, ella le deja hacer lo que él quiere, aunque no se entiende qué quiere él, porque sólo se refriega contra ella como si le picara el cuerpo; ella responde del mismo modo, por lo que parece que se estuvieran rascando mutuamente. Las otras cuatro se acercan a mí y de repente estamos los cinco haciendo algo que no se entiende. Es como si la escena estuviese censurada. Entonces noto que las chicas son viejas, a la vez que oigo que Alberto le habla a la borracha sobre León Bloy. Le dice que quería ser santo y que sufría porque no podía. Le cuenta la escena en la que Verónica se arranca todos los dientes, y, aunque Alberto está quieto, parece como si quisiera arrancarle los dientes a la chica. Lo agarro de la capucha de su campera y lo arrastro afuera del baño. Alberto parece hecho de trapo, es muy liviano.
2
Vamos con Alberto a una juguetería a elegir un regalo para un sobrino suyo. Alberto agarra una escoba y me dice: esto es lo que quiero. La compra; cuando salimos parece haber una tormenta. Nos quedamos bajo el techo de la juguetería, pero cada vez estamos más incómodos porque el lugar empieza a llenarse de gente de modo llamativo. Como si estuviéramos en una caja, vamos subiendo empujados por la gente que se va acumulando debajo nuestro. Cuando llegamos arriba, justo antes de caer, aparecemos enseñando en una universidad inglesa. Alberto está explicando la métrica de los limericks de Lear y de alguna manera relaciona todo eso con Lawrence de Arabia. Yo lo interrumpo para explicar lo que Graves dice sobre Lawrence, pero Alberto me mira mal y me dice al oído que no alardee, que no hace falta. Por algún motivo, lo que me dice no me molesta y lo tomo como un buen consejo que él también podría aplicarse a sí mismo. Un alumno se para y pregunta por qué los anarquistas ponían bombas en restaurantes. Alberto empieza a explicarle; mientras, el alumno crece hasta alcanzar el techo. Alberto parece no darse cuenta del peligro y habla muy concentrado sobre las Etimologías de San Isidoro. Para evitar que el alumno alto vuelva a metérselo en la boca, lo agarro a Alberto de la capucha y lo saco de ahí. Aparecemos en un banco; Alberto quiere vender una escoba (que no es la misma que compró aunque él cree que sí). Llegamos a la ventanilla y Alberto empieza a contarle a la chica su problema. La chica está desnuda, pero Alberto parece no darse cuenta. Yo trato de que lo note, pero él me chista a la vez que me hace un gesto con la mano. No sé en qué queda la transacción, pero después Alberto parece hecho de trapo. Trato de moverlo pero sólo logro que parpadee.
3
Estamos con Alberto en una especie de baldío. Entran unos diez estudiantes ingleses y se ubican como si estuviésemos en un aula. Ahora parece como si estuviésemos en un aula de una universidad inglesa. Yo estoy explicando una idea de Boecio, pero Alberto me interrumpe. Los estudiantes se enojan con él porque, según dicen, están interesados en lo que yo digo. Pero Alberto insiste en interrumpirme, y cuando logra tomar la palabra, la mitad de los estudiantes lo escucha a él y la otra mitad me pide que siga dando la clase. La situación se pone cada vez más tensa hasta que aparecemos en una zapatería. Alberto le da sus botitas negras al zapatero y le pide que les cambie el taco. El zapatero lo hace en diez segundos y se jacta de su rapidez diciendo: ¡diez segundos! ¡diez segundos! Alberto se pone las botitas, pero una tiene diez centímetros más de taco que la otra. Le digo a Alberto que así no va a poder caminar, pero él parece no darse cuenta del problema. Alberto le paga al zapatero y salimos. Aparecemos en una bodega. Veo que hay alrededor de ochocientas personas tomando vino. Alberto y yo nos servimos una copa cada uno. Noto que el vino tiene gusto a trapo viejo, y Alberto también lo nota pero dice que no le molesta. Se prende un televisor y aparece un hombre muy bien vestido explicando cómo filtran el vino con trapos viejos. Alberto está parado sobre su taco más alto, por lo que tengo que hablarle mirando hacia arriba. Por esto, que me incomoda, y por el trapo viejo, empiezo a vomitar, y enseguida me doy cuenta de que no puedo detenerme. Los bebedores empiezan a gritarme; para evitar que se enfurezcan del todo, Alberto me agarra de la capucha de mi campera y me saca a un patio negro. Me siento hecho de trapo, no tengo peso ni gravedad, pero no puedo parar de vomitar; la sensación es que lo que vomito no sale de mi cuerpo sino que aparece directamente en mi boca y cae al piso. Esto sigue así hasta que noto que el vómito, al caer, o justo antes de caer, se transforma en agua. El agua empieza a inundar el patio negro y, sin darnos cuenta, llegamos a una universidad y nos ponemos a dar clase de latín y griego moderno.
4
Aparece Alberto junto con tres ingleses. Los ingleses, me dice, son alumnos nuestros. Los escucho hablar y algo me llama la atención; enseguida noto que ellos hablan en inglés pero yo los entiendo en español; después descubro que ellos hablan en portugués, yo percibo que hablan inglés y finalmente los entiendo en español. Le pregunto a Alberto si a él le pasa lo mismo, pero me chista y me hace un gesto con la mano para callarme. Lo agarro del codo, enojado, y eso provoca la ira de uno de los ingleses. Cuando lo miro, noto que mide tres metros. En ese momento descubro que estamos en un puente pero que a la vez estamos en un barco. Sin embargo, me parece todo muy natural. Le pregunto a Alberto qué piensa de eso; me responde que le parece muy natural. En ese momento, el barco (ahora no es más que un barco) comienza a hundirse, y entonces Alberto me dice: esto se hunde. Nos subimos a un bote que Alberto tenía, pero junto con nosotros se suben cuatro mujeres: una joven y tres viejas. La joven es muy linda y está desnuda; las viejas son bastante feas y también están desnudas, pero no nos interesan. La joven parece acercarse a Alberto, pero cuando Alberto la rechaza descubro que es joven y vieja a la vez. La sensación es horrible, y por suerte aparecemos en un puente (que no es el mismo de antes). Ahí hay tres estudiantes españoles que nos preguntan si sabemos por qué León Bloy sufría tanto. Alberto y yo comenzamos a hablar a la vez, y esto resulta perfecto porque no sólo nos entendemos y nos entienden sino que reciben el doble de información. Lo que no tiene explicación es que en lugar de hablar de León Bloy hablamos de Balzac: yo de El primo Pons y Alberto de La mujer de treinta años. Pero Alberto no leyó La mujer de treinta años, y los estudiantes lo notan y comienzan a inquietarse. Quizá por eso, uno de ellos, que mide dos metros y medio, lo agarra a Alberto y se lo mete en la boca. Alberto