Futuro concreto de una situación hipotética (subjuntiva, subjetiva) del pasado.
Hasta aquí lo que se denomina el «hueso» de la clase, hueso que acabamos de ruñir. «Ruñir» es un verbo muy popular en la generación de mis padres. Significa dejar el hueso en nada, y comienza a configurarse cuando el niño renuncia a la presa que le tocó, casi siempre de un pollo y casi siempre la pierna. Es en ese momento que el padre o la madre (en mi casa siempre fue mi padre) tomará el hueso y lo ruñirá, es decir, lo dejará en nada. Cabe anotar que esta acción infame avergüenza a los pequeños. Padres del mundo: ¡no lo hagan más!
Esto también está bien y siempre trato de hacerlo: terminar la clase con un comentario simpático.
>
Finalmente retorné al colegio. No me quedó otra opción: el miércoles insistieron en llevarme al médico; tuve que asegurarles que el jueves asistiría sin falta y así lo hice. Wayne me condujo puntual en la mañana, música country escapándose por las bocinas de su carro. En cuanto llegamos, aturdida, caminé hasta un baño, donde permanecí quince minutos. Me encerré en uno de los retretes sin objetivo específico.
Pero salí, claro que salí y caminé con resolución hasta el salón de Historia Estadounidense. Si querían verme, pues me verían. Míster Jackson, que escribía algo en el tablero, exclamó hispanizando la voz:
—¡Emilia!
Sonreí parcamente y me senté en el primer puesto libre. Kirsten y Faustino estaban atrás, podía sentir sus punzantes miradas clavadas en mi nuca. Cuando la clase llegó a su final y yo esperaba que todos salieran para recluirme en la biblioteca, una mano se posó en mi hombro derecho.
Kirsten.
—Hey, you. We were worried.
No repliqué, a pesar del plural, el cual bien podía ser mayestático: estábamos preocupados, nosotros estábamos preocupados. En español no hay necesidad de traducir el pronombre dado que el verbo lo trae implícito. Otra obviedad.
Nosotros ¿quiénes?
Permanecí a su lado todo el día emitiendo monosílabos, aunque para el almuerzo pude componer oraciones con sujeto y predicado, sobre todo cuando no vi al argentino ni al coahuilense por ninguna parte y éramos sólo la gringa y yo.
Agustín apareció brevemente cuando terminábamos de comer. Nos regaló su sonrisa y avisó en inglés que tenía cosas por hacer. Se borró, y yo me alegré de que lo hubiera hecho.
El día siguiente, viernes, fue el último día de clases del año escolar. Por tal motivo, después del almuerzo, nos avisaron a todos los graduandos que debíamos acudir al coliseo, donde se llevaría a cabo el evento de entrega y firma de anuarios. Yo ya había ordenado y pagado el mío desde pascua, así que no tuve más remedio que comparecer. Kirsten, a mi lado, fue quien primero solicitó mi libro para escribir en él, ya no sé si con algo de sorna:
«You’ve been a great friend».
Nos ubicamos contra una pared de ladrillos, las dos chicas, con un grupo de amables jóvenes cuyas caras me eran familiares después de un año de cruzarnos en los pasillos, en clase y en los diversos eventos escolares. Me escribían cosas como «Buena suerte», «Fue un placer conocerte», «Voy a ir para Colombia a visitarte», entre otros amables genéricos. Agustín, que quién sabe cómo llegó hasta donde estábamos, se tomó su tiempo para escribir en el anuario de Kirsten; en el mío una breve sentencia:
«Fue un placer conocer a la novia del Tino».
Yo le escribí algo similar, no recuerdo qué. En ese punto, en ese país y a esa edad no me atrevía a escribir lo que realmente pensaba. Nos miramos y sonreímos. Me abrazó. Reafirmó que le había dado gusto conocerme. De repente, me pasaron un libro. Era el de Faustino, con Faustino pegado por el brazo izquierdo. Sonrió fraternalmente. Antes de escribir, antes de pasarle mi anuario, lo abracé. Alguien había puesto música. Todos estábamos allí.
Es de esta manera que retornamos al principio de esta historia.
Pero antes:
No sé cómo más decir esto, pero sin duda fue un momento especial, como fue especial mi año en ese país, con todos sus eventos, con todas las pequeñas gringadas a las que en un principio reaccioné con suramericano escepticismo. Si bien después llegaría la ceremonia de graduación, la gente con toga y birrete, mis padres norteamericanos en el auditorio armados con cámara fotográfica, recuerdo con singular cariño este momento culmen de la firma de anuarios. Será porque aún lo conservo, más de una década después. No sé.
La ceremonia de graduación se llevó a cabo un par de semanas después de la firma de anuarios. Pasados unos días, y en vista de que me quedaba más de un mes en tierras estadounidenses, me dediqué al ocio: partimos de viaje con Wayne y Sharon: recorrimos nuestro propio estado, dimos un vistazo a Texas y a Missouri; dos semanas muy pintorescas en las que visitamos museos y sitios de interés, dormimos en moteles y cenamos en variopintos restaurantes. Personas muy activas, Wayne y Sharon, a pesar de su edad. Al regresar a la capital del estado de Oklahoma, mis padres putativos regresaron a sus actividades y yo me ofrecí como voluntaria en actividades de la iglesia. Allí me topé de nuevo con Brian Limones, quien al principio se mostró reticente a todo contacto conmigo, mas después aflojó y terminamos como amigos.
También mantuve el contacto con mis compañeros del colegio. Salíamos, hablábamos casi a diario por teléfono, hacíamos cosas. Una noche, incluso, me quedé donde Kirsten; allá llegaron Agustín y Faustino, jugamos cartas, charlamos hasta bien entrada la noche, incluso nos tomamos un par de cervezas del padre de mi amiga. Todo muy agradable; los chicos se comportaron de manera intachable.
Ya sé que en alguna parte he dicho que hacia el final de mis días en Oklahoma era poco lo que hablaba con Kirsten. Bueno, no era cierto. Como buena bogotana, hice de tripas corazón y todo entre nosotras terminó bien.
La noche anterior a mi partida, Wayne y Sharon tuvieron la amabilidad de organizar una cena de despedida. Asistieron mis amigos y algunos de sus amigos, me dieron regalos, me escribieron notas de su puño y letra. Kirsten fue, Agustín fue, hasta Faustino fue y malcomió espaguetis y me abrazó cuando se estaba yendo, uno de los últimos en hacerlo. Se le notaba compungido. Aquella noche tuve problemas para quedarme dormida.
El avión salió sin contratiempos la mañana siguiente. Previo al aterrizaje en la capital colombiana, hice escala en Dallas y en Miami.
Me había quedado en la firma de anuarios, el comienzo de todo esto, el momento en que Faustino me pasó el suyo recién desempacado y nos miramos a los ojos y yo le iba a dar el mío pero tuve que esperar a un compañero que me lo estaba firmando. Permanecimos el uno al lado del otro mientras la gente circulaba. Tomé su libro en mis manos y leí apartes de lo que ya tenía escrito. Había un inolvidable «Fuck you you, Fausto!».
Él me escribió, en lo que todavía debo reconocer con dolor como correctísimo español, superior al mío:
No tienes por qué irte, güera.
Por supuesto, con esta oración me decía muchísimo más que eso: que no lo abandonara, que permaneciera a su lado, que alquiláramos un departamento en alguna zona marginal de la ciudad y fabricáramos niños y nos quisiéramos mucho. Pero lo que me hace tener fe en la educación coahuilense es la impecabilidad ortográfica, por qué correctamente separado y con tilde, la diéresis sobre la u en el mexicanismo güera. Hasta el día de hoy sospecho que traía preparado lo que iba a escribir.
En cambio, yo sostuve su cuaderno en mi regazo por espacio de cinco minutos en busca de las oraciones adecuadas. Como siempre, quería que las palabras me ayudaran a darle un final grandilocuente a una etapa de mi vida. Me da un poco de grima ser así. Entonces cometí el peor error de mi