La monarquía se convirtió progresivamente en un símbolo unificador, moderador y de referencia en el seno de una España democrática y moderna. A pesar de algunos errores innegables y excesiva violencia, aunque menos que en otras situaciones comparables, el éxito de la transición a la democracia resulta, sostenga lo que sostenga el revisionismo hoy en boga, un hecho incontrovertible. El final del periodo de la Transición, en torno a 1981-1982, iba a coincidir con el momento clave en el proceso de legitimación democrática y popular de la monarquía de Juan Carlos I. Monarquía y democracia convergieron hasta llegar prácticamente a identificarse.
Juan Carlos I adquirió la legitimidad dinástica en 1977, tras la renuncia de don Juan a sus derechos al trono, una vez persuadido de que la monarquía y la democracia estaban en adecuada vía de consolidación. La ceremonia de renuncia resultó, sin embargo, muy discreta, tal como había aconsejado el entorno del nuevo monarca. Duró un cuarto de hora y tuvo lugar en el palacio de la Zarzuela el 14 de mayo de 1977, con la presencia de tres generaciones de la familia real y del ministro de Justicia Landelino Lavilla, en su función de notario mayor del Reino. Se recuerdan sobre todo las palabras finales de la alocución de don Juan: “Majestad, por España, todo por España. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!”. Desde aquel entonces y hasta su muerte, en 1993, el conde de Barcelona se mantuvo en un plano discreto y de digna lealtad.
La legitimidad constitucional perdida por la monarquía alfonsina en 1923, en el marco de un régimen liberal pero no democrático, fue recuperada en 1978, en un referéndum que era algo más que una simple aprobación de la Constitución, pues implícitamente interrogaba también sobre la forma monárquica del Estado. En la nueva ley fundamental, imaginada como una verdadera Constitución para todos los españoles, se especificaba que “la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”. Esta, a diferencia de la monarquía simplemente constitucional de otros momentos históricos, permitía hacerla plenamente compatible con la democracia.
Tras el referéndum del 6 de diciembre, la carta magna fue sancionada por el rey el día 27. Ante los diputados y senadores reunidos, Juan Carlos I pronunció un discurso en el que se anunciaba, con realismo, que “la ruta que nos aguarda no será cómoda ni fácil”. La Transición democrática, efectivamente, no había terminado todavía.
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La monarquía juancarlista adquirió en pocos años una trabajada legitimidad y popularidad, que iba a conservar hasta las crisis del siglo xxi. Los acontecimientos de febrero de 1981 culminaron y coronaron este proceso, marcando un punto de inflexión. En los sondeos de opinión de la agencia Gallup para la segunda mitad de la década de 1970 y la de 1980 destacan dos preguntas: la primera, ya mencionada, sobre el rey Juan Carlos; la segunda, centrada en la monarquía.
La satisfacción por la actuación pública del monarca resulta variable entre 1976 y 1981, con su peor momento en 1979 y los mejores en 1977 y 1981. Desde este último año, el sí está casi siempre por encima del 80%, sin caer nunca por debajo del 70%.
“¿La monarquía es ya un hecho aceptado o debería someterse a referéndum?”, reza la segunda de las cuestiones. Los resultados resultan también muy significativos. Entre octubre de 1976 y abril de 1981 las posiciones se mantienen muy igualadas, siempre en un arco entre el 35 y el 50%. Sin embargo, la opción del “hecho aceptado” se dispara en 1981 hasta situarse, a mediados de aquel decenio, en torno al 70%; por el contrario, las opiniones a favor del referéndum caen, paralelamente, desde el 38% inicial hasta el 14% en 1986, su punto más bajo.
El 23 de febrero de 1981 tuvo lugar una intentona golpista. El descontento en el seno de las fuerzas armadas no era nuevo y el ruido de sables acompañó el desarrollo de la transición a la democracia. El equilibrio entre la fidelidad al legado del dictador y la lealtad al rey no iba a resultar siempre sencillo para los militares. Don Juan Carlos dedicó muchos esfuerzos a persuadir y tranquilizar a los altos mandos en la segunda mitad de los setenta.
Entre las cuestiones que más preocupaban e irritaban por aquel entonces a las fuerzas armadas descuellan las tres siguientes: la legalización de los partidos políticos —en especial el PCE—, el auge de los nacionalismos subestatales y el terrorismo etarra. Las tareas de Manuel Gutiérrez Mellado, al frente del Ministerio de Defensa y de la vicepresidencia del Gobierno de España, distaron de ser simples. La estrategia de la tensión, alentada por la prensa de extrema derecha, dio frutos a pesar de los múltiples llamamientos del propio monarca a la tranquilidad en los cuarteles. El declive del último gabinete Suárez —distanciado ya notablemente del rey y con un partido (UCD) muy revuelto— constituyó la antesala de los hechos de 1981.
Mucho se ha escrito y discutido sobre el golpe de Estado del 23-F. Y también, con harta frecuencia, se ha fantaseado y se han lanzado insinuaciones, ayer y hoy, de forma inocente o todo lo contrario. En febrero de 1981 coincidieron un par de líneas conspirativas: la encabezada por un anterior colaborador íntimo de la Corona, Alfonso Armada, que aspiraba a reconducir la situación española a partir de un nuevo Gobierno de concentración, presidido por un militar; y, en segundo lugar, la que acabó materializando el mando de la Guardia Civil, Antonio Tejero, claramente anticonstitucional e involucionista. El capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch, se movió entre ambas.
La invocación por parte de Armada del nombre del rey creó numerosos malentendidos. No hubo, sin embargo, por mucho que les pese a algunos —sorprende que la versión sobre el 23-F que sitúa detrás al rey, de claro origen ultraderechista, haya sido asumida por el izquierdismo en nuestros días—, implicación de la monarquía en el golpe. Si es cierto, no obstante, que en alguna ocasión don Juan Carlos dejó caer en privado comentarios quizá inoportunos o irresponsables sobre la mala situación del país y los fallos de sus gobernantes, que algunos pudieron malinterpretar a propósito. Pero nunca se salió del marco democrático y constitucional.
La intervención del rey, que se enteró del asalto al Congreso al mismo tiempo que los demás españoles, iba a resultar decisiva para la desarticulación del golpe. Como garante de la Constitución y como comandante supremo, desmintió noticias falsas, deshizo confusiones y consiguió que los altos mandos militares se pusieran a sus órdenes. Pasada la una de la madrugada del día 24, Juan Carlos I, en impecable uniforme militar y con el rostro grave, hizo su aparición en televisión para mandar un doble, si bien corto y preciso, mensaje. Leyó, en primer lugar, el comunicado transmitido a los altos mandos militares. Frenar definitivamente toda tentación en los cuarteles era indispensable, así como transmitir un recado de tranquilidad y compromiso democrático. Esto último quedaba meridianamente claro en la segunda parte del texto leído ante las cámaras:
La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución avalada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum.
Los efectos del 23-F se dejaron notar en múltiples ámbitos. No fue el menor de ellos la posibilidad de reformar y modernizar definitivamente las fuerzas armadas. El socialista Narcís Serra tuvo un papel destacado en este terreno. De manera paralela, la clase política asumió la excepcionalidad de la actuación del rey en la etapa que se estaba cerrando, la de la Transición democrática. Su figura, bien definida en la Constitución, no podía verse implicada en la batalla partidista ni ser invocada para resolver problemas no excepcionales. El papel de escudo protector o de bombero de la democracia no le correspondía. En cualquier caso, nunca más tuvo que volver a hacerlo, a pesar de los intentos irresponsables de algunos políticos de IU y el PNV de cara a forzar una intervención pública suya, en el segundo mandato del presidente Aznar, con motivo de la guerra de Irak.
A lo largo de su reinado, Juan Carlos I no se alejó del espíritu y la letra de la Constitución de 1978. Desplegó su poder arbitral y moderador en el interior, sin interferencias y con imparcialidad, en las etapas de gobierno de la UCD, del PSOE —la relación con Felipe González parece especial por cuestiones generacionales y otras vinculadas con el talante y las ideas— y del Partido Popular. Después de 2004, en las presidencias de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) y Mariano Rajoy (PP), la actuación del monarca perdió visibilidad.
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