En 1969, Franco decidió reinstaurar la monarquía en España, aunque sin precisar ninguna fecha, y lo designó sucesor. No era el único candidato, pero no parece que el dictador albergara demasiadas dudas sobre el nombre: ni don Juan ni el carlista Carlos Hugo de Borbón-Parma ni Alfonso de Borbón y Dampierre tuvieron nunca verdaderas posibilidades de suceder al llamado generalísimo. La táctica consistente en mantener el secreto y provocar divisiones iba a resultar, tanto en esta ocasión como en todas las demás en las que el dictador la puso en práctica, muy útil políticamente.
Después de haber prestado juramento ante las Cortes, en julio de 1969, Juan Carlos de Borbón fue solemnemente proclamado sucesor de Franco a título de rey. El conflicto entre el conde de Barcelona y su hijo resultaba, llegados a este punto, inevitable. Durante algunos meses no se hablaron. La sombra de la traición filial era alargada. La estrategia del futuro rey era entonces, en cualquier caso, sustancialmente posibilista. Aprovechar esta ventana de oportunidad podía significar dar un paso en la deseada recuperación de la monarquía.
Entre 1969 y 1975 aumentó la visibilidad del príncipe de España —título improvisado, distinto del histórico y dinástico príncipe de Asturias—, y sus propósitos reformadores tomaron cuerpo poco a poco. A mediados de 1970 recibía ya, de media, a más de un centenar de personas al mes, muchas de las cuales no estaban vinculadas al régimen. Viajó bastante al extranjero, entrevistándose con monarcas, jefes de Estado y ministros. Sus parentescos reales —con Isabel II de Inglaterra y tantas otras testas más o menos coronadas— y el dominio de varias lenguas favorecieron, está claro, los contactos. Cuenta Juan Luis Cebrián, en Primera página. Vida de un periodista, 1944-1988 (2016), que el príncipe afirmó ante algunas personas que cubrían su viaje a Japón, en enero de 1972, que quería “una monarquía a la danesa, con un primer ministro socialista capaz de proclamar a Margarita como nueva reina”.
No obstante, sus silencios y su actitud fueron interpretados con harta frecuencia por la oposición antifranquista como el resultado de su mediocridad intelectual y del compromiso con el régimen. Se trataba, en realidad, de una calculada estrategia, que él mismo resumió en una frase citadísima, aunque imprecisa, que le dijo tiempo después al dirigente comunista Santiago Carrillo: a lo largo de veinte años tuvo que “hacer el idiota, lo que no es fácil”. Pero sí creíble y eficaz.
Cuando Franco murió en noviembre de 1975, el príncipe, que no ocultó unas emociones derivadas de la cercanía tanto tiempo mantenida con el finado, seguía siendo, para muchos españoles, un desconocido. Cierto es que algún que otro lance había contribuido a fortalecer su figura. Ocurrió, por ejemplo, en el mismo año 1975 con ocasión de la Marcha Verde, organizada por Hassan II de Marruecos. El príncipe, ante la pasividad gubernamental, se desplazó a El Aaiún para arengar y apoyar a las tropas españolas del Sahara.
Sea como fuere, la legitimidad de la persona —así como de la figura— que estaba a punto de sentarse de forma metafórica en el trono, como muchos de sus antepasados, provenía simple y nítidamente de la voluntad del caudillo dictador. Este murió en una cama de hospital —algo que siguen olvidando en demasía algunos autores que sobreestiman, a sabiendas o no, el peso y la fuerza del antifranquismo— e iba a ocupar un lugar de preferencia en el Valle de los Caídos.
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El 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos de Borbón y Borbón fue proclamado rey de España con el nombre de Juan Carlos I. Tuvo que jurar los principios y leyes fundamentales del Movimiento y proclamó su voluntad de ser rey de todos los españoles. De esta manera empezaba una aventura en donde nada estaba escrito de antemano, excepto el anhelo de alguna forma de democracia. En un discurso pronunciado en Washington a principios de junio de 1976, en inglés, ante los miembros del Senado y de la Cámara de representantes, el rey afirmó que
la monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegura el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados.
Entonces en algunos círculos se insistió en el poco futuro de esa monarquía, motejando al nuevo rey como Juan Carlos el Breve. No les quedó otra que rectificar con el paso de los meses y, en no pocos casos, convertirse en fervientes juancarlistas. Fue el caso de Carrillo, como él mismo reconoció en varias ocasiones. Según una encuesta de la empresa Gallup, elaborada en octubre de 1976, el 79% de los españoles se declaraban satisfechos con la actuación pública que estaba desarrollando Juan Carlos I, siendo los descontentos el 8%.
La tarea se antojaba, en cualquier caso, ingente y llena de obstáculos. En junio de 1977, sin embargo, se celebraron ya las primeras elecciones democráticas. Estos comicios culminaban la primera fase de la Transición democrática, abierta tras el nombramiento —sorpresivo para muchos— de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno de España a principios de julio de 1976. Se ponía fin, con ello, a la etapa que siguió al óbito de Franco, en la que Carlos Arias Navarro —ese “desastre sin paliativos”, como le calificó el nuevo rey en la revista Newsweek— prolongó con poco acierto y vacilaciones la dictadura.
El papel del rey Juan Carlos I fue decisivo a la hora de apostar por Suárez, con la ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, como coprotagonista en un todavía incierto viaje hacia un deseado régimen plenamente democrático. El elemento generacional debe tenerse en cuenta. No resultaron, en cualquier caso, tiempos plácidos. El reformismo procedente del Antiguo Régimen y las oposiciones tuvieron que superar viejas desconfianzas para sumar una transición de tipo político a la que ya se detectaba, desde hacía tiempo, en ámbitos culturales y sociales. La apertura y los cambios jurídico-formales, desde la ley a la ley, para pasar página —en especial, la Ley para la Reforma Política—, coexistieron en aquella etapa con una profunda crisis económica, la multiplicación de las huelgas, las polémicas amnistías, el malestar militar, las demandas autonomistas y el terrorismo de la extrema derecha, ETA y GRAPO.
Lo ocurrido en España entre 1975 y 1982 no admite lecturas presentistas, tan de moda en algunos sectores de la izquierda radical en los últimos años y entre jóvenes que no vivieron aquellos hechos. Pensar la Transición desde sus resultados y no desde su desarrollo distorsiona totalmente la mirada. En este sentido, la monarquía era seguramente, en la España de aquel momento, la única salida factible. No parece necesario recurrir aquí a la historia virtual. Constituía la única aceptable, en todo caso, para los franquistas intransigentes y el ejército y, asimismo, para todos aquellos que temían el estallido de una nueva guerra civil —la memoria del fratricidio, que no el olvido, condicionó fuertemente, como sabemos, el rumbo de la transición a la democracia—. Así fue como Carrillo y muchos otros dirigentes de la izquierda, a pesar de la voluntad inicial de ruptura revolucionaria, aceptaron prontamente y con gran sentido de la realidad la institución monárquica. No se olvide, en este punto, que, desde mediados del siglo xx, el accidentalismo estaba en los planes comunistas en aras de avanzar en la “reconciliación nacional”.
¿Juan Carlos I fue el motor del cambio o el piloto de ese cambio? La primera opción fue destacada por la prensa estadounidense en 1976 y sostenida por José María de Areilza; la segunda es la versión corregida del historiador Charles T. Powell. Aunque no puedan olvidarse los actores colectivos, en la transición de la dictadura a la democracia el papel de algunas individualidades iba a resultar determinante. La tríada formada por el rey Juan Carlos, el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino Torcuato Fernández-Miranda y el presidente del Gobierno Adolfo Suárez constituye un excelente ejemplo.
El rey y la Corona, en cualquier caso, fueron decisivos en el establecimiento y la consolidación de la democracia en España. Don Juan Carlos y sus consejeros demostraron ser capaces de releer en clave posibilista y moderna las experiencias de otras testas coronadas y pretendientes de la dinastía borbónica. Y de aprender, sobre todo, de los errores de Alfonso XIII y don Juan —e, incluso, del cuñado, Constantino II de Grecia—. La prudencia, la habilidad y el sentido del deber