En pocas palabras, Adrian Harley dominaba la filosofía a la edad de veintiún años. A muchos les habría gustado decirlo con el doble de años, cuando cargan a sus espaldas un peso que Adrian no cargaba. La señora Doria estaba en lo cierto sobre su corazón. Un accidente (al nacer, probablemente, o antes) le había desplazado ese órgano y trasladado al estómago, donde era más liviano, qué digo liviano, ingrávido, y le animaba a seguir con alegría. Desde ese trono, el corazón no miraba sino lo que le producía placer. Esa región mostraba una suave protuberancia en la persona del joven sabio, y llevaba ante él, por así decirlo, la bandera de sus principios filosóficos. Era encantador después de cenar con hombres y mujeres, y deliciosamente sarcástico, quizá demasiado poco escrupuloso en su tono moral, pero su reputación le protegía de la crítica y su conducta se atribuía, por lo general, a su carácter amable y generoso.
Así era Adrian Harley, uno de los intelectuales favoritos de sir Austin, elegido para supervisar la educación de su hijo en Raynham. Adrian estaba destinado a la iglesia. No llegó a ordenarse. Él y el baronet mantuvieron un día una conversación, y desde entonces Adrian se convirtió en residente de la abadía. Su padre murió en el primer semestre de universidad de su prometedor hijo, legándole nada más que su aspecto legal, y Adrian se convirtió en estipendiario del hogar de su tío.
El compañero de juegos ocasional de Richard, y el único de su edad que tuvo cerca, era Ripton Thompson, el hijo del abogado de sir Austin, un chico sin carácter.
Necesitaba un compañero, pues Richard no iba a ir a la escuela ni a la universidad. Sir Austin consideraba corruptas las escuelas, y mantenía que a los jóvenes se los protegía mejor de la serpiente con el control parental, al menos hasta que Eva se sentara a su lado, una situación que, según sir Austin, podía y debía demorarse. A tal fin, diseñó un completo sistema para educar a su hijo. Ahora veremos cómo funcionó.
Capítulo II
Octubre lucía espléndido en el decimocuarto cumpleaños de Richard. Los cobrizos hayedos y los dorados abedules resplandecían bajo un sol brillante. Las nubes flotaban sobre el horizonte, acumuladas hacia el oeste, donde el viento dormía. Prometía ser un gran día para Raynham, como luego se demostró, aunque no de la forma esperada.
Ya levantaban en el valle junto al río las casetas de arquería y las tiendas de cricket, adonde acudían, en barcas y carretas, los muchachos de Bursley y Lobourne, gritando exultantes por un día de cerveza y honor, deseosos de arrebatarse unos a otros los frescos laureles, enfrentándose como viriles británicos en juegos y deportes. Por todo el parque se escuchaban gritos de alegría. Sir Austin Feverel, un tory de tomo y lomo, nada partidario de regular la caza, podía ser popular cuando quería; algo que nunca sería sir Miles Papworth, del otro lado del río, un avaricioso whig,1 terror de los cazadores furtivos. La mitad del pueblo de Lobourne paseaba por las avenidas del parque. Violinistas y gitanos clamaban a las puertas que les dejaran pasar; vestidos de blanco y gris, coronados con sombreros de ala generosa, y con una capa escarlata en recuerdo de los viejos tiempos, se esparcían por los amplios campos.
En esos momentos, la estrella de la fiesta se escondía lejos, eclipsándose junto a su reluctante servidor Ripton, que no paraba de preguntar qué debían hacer y adónde iban, y qué hora era, sugiriendo que los chicos de Lobourne les estarían llamando y que sir Austin requeriría su presencia, sin lograr que prestara atención a sus penas y protestas, pues el padre de Richard había pedido a su hijo que se sometiera a un examen médico, como un patán que se alista al ejército, y él se había enfurecido.
Se escapó a la carrera, huyendo del vergonzoso acto que le exigían. Luego transmitió sus pensamientos a Ripton, que le dijo que eran de niña, un comentario ofensivo que Richard se guardó; después tomó prestadas un par de escopetas del cobertizo de los alguaciles. Ripton disparó con muy mala puntería y Richard lo llamó idiota. Sintiendo que las circunstancias conspiraban para que lo pareciera, Ripton alzó la cabeza y replicó en tono desafiante:
—¡No soy idiota!
Esta furiosa respuesta, tan impertinente, irritó a Richard, al que aún le dolía haber perdido las aves por la mala puntería de Ripton, y se consideraba agraviado. Así que impuso otra vez el abusivo epíteto con mayor énfasis.
—No me llames así, lo sea o no —dijo Ripton, mordiéndose los labios con rabia.
Se volvía un asunto personal. Richard alzó las cejas y lo miró un instante, retándole. Después le informó de que, desde luego, iba a llamarlo así, y no debía objetar a que se lo llamase veinte veces.
—¡Hazlo y verás! —respondió Ripton, removiéndose en el sitio y respirando con rapidez.
Con una solemnidad de la que solo los niños y otros bárbaros son capaces, Richard repitió el calificativo hasta llegar a veinte, insistiendo en el epíteto y evitando que la progresión se hiciera monótona, mientras Ripton, por decirlo así asentía con la cabeza a la precisión de su camarada, dejando constancia de su humillación. El perro que se encontraba con ellos contemplaba la escena meneando la cola.
Veinte veces repitió Richard, intencionadamente, la ofensiva palabra.
En el solemne número veinte del pecado capital de Ripton, este dio un revés a la boca de Richard y se retiró precipitadamente, tal vez arrepintiéndose, pues era un muchacho de buen corazón y, como Richard se inclinó por el golpe, pensó que había ido demasiado lejos. No conocía al joven caballero que trataba. Richard era extremadamente frío.
—¿Luchamos aquí? —dijo.
—Donde quieras —respondió Ripton.
—Mejor dentro del bosque. Para que no nos interrumpan.
Richard abrió camino con una cortés reserva que enfrió el ardor guerrero de Ripton. En la linde del bosque, Richard se quitó la chaqueta y el chaleco y los arrojó sobre la hierba. Bastante sereno, esperó a que Ripton hiciera lo mismo. Este estaba azorado e inquieto; era mayor y más fornido, pero no tan ágil ni estaba tan en forma. Los dioses, únicos testigos de la disputa, apostaron contra él. Richard se había colocado la escarapela de los Feverel y ardía en su mirada un fuego que pedía una pelea que lo aplacara. Sus cejas, ligeramente levantadas, convergían sobre la robusta nariz; sus grandes ojos grises, las fosas nasales, los pies firmemente plantados en el suelo, y un aire caballeroso de calma y alerta conformaban la viva imagen de un joven combatiente.
Ripton estaba fuera de sí y luchaba como un colegial, es decir, se lanzaba de cabeza y golpeaba agitando los brazos, como un molino. Era un chico basto. Cuando conseguía golpear, hacía daño, pero estaba a merced de la técnica. Viéndole coger carrerilla, parpadeando muy rápido, resoplando y girando los brazos a gran velocidad mientras recibía un golpe, se percibía que luchaba a la desesperada, y lo sabía, pues la alternativa a la que se enfrentaba, si se rendía, era padecer la calumnia que ya había sufrido veinte veces. Prefería morir antes que ceder, y seguía dando vueltas como un molino hasta caer al suelo. ¡Pobrecillo! Caía a menudo. El gallardo muchacho peleaba para guardar las apariencias, y quedó en el suelo. Los dioses solo favorecen a un bando. El príncipe Turno era un joven noble que se enfrentó a Palante.2 Ripton era un chico excepcional, pero no tenía técnica. ¡No pudo probar que no era idiota! Si se piensa bien, Ripton eligió la única salida posible y encontraríamos gran dificultad en probar la falsedad del epíteto. Ripton recibió una y otra vez el puño infalible de Richard; y, si era verdad, como explicó jadeando, que necesitaba tantos golpes como un huevo para ser batido, una afortunada interrupción lo salvó de parecerse a esa sustancia. Los chicos oyeron que los llamaban desde lejos, y vieron acercarse al señor Morton, de Poer Hall, y a Austin Wentworth.
Firmaron una tregua, recogieron las chaquetas, se echaron las escopetas al hombro, y trotaron en armonía adentrándose en el bosque, dejando atrás media docena de campos y una plantación de alerces.
Al detenerse