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La tribulaciones de Richard Feverel
George Meredith, autor de la primera novela moderna
Tras perder a su mujer, sir Austin Feverel se queda a cargo de su hijo, Richard. Para evitar que cometa los mismos errores que cometieron sus padres, sir Austin diseña un sistema educativo con el cual Richard crecerá para ser el héroe de su época, un hombre de estado.
La base de este sistema consiste en que Richard no tendrá contacto con nadie del sexo femenino hasta que cumpla veintiún años. Todo parece desarrollarse con normalidad, pues Richard vive aislado en la abadía de Raynham. Pero, un día, el joven se enamora de la hija de la lechera, Lucy, y traiciona el sistema de su padre. Lo que no sabe es que sus problemas solo acaban de comenzar. ¿Se arrepentirá Richard y volverá a rogar el amor de su padre? ¿Aceptarán a Lucy en su seno los Feverel? ¿Qué peligros insospechados acechan al héroe en el despiadado mundo exterior?
Las tribulaciones de Richard Feverel es una novela irónica, ácida, divertida y feminista inédita en castellano hasta ahora. Una buena dosis de humor acompaña al lector mientras Meredith nos muestra las costumbres de la época. Se trata de una revisión crítica de las teorías ilustradas y del profundo efecto que tienen en los hijos la educación y la relación con sus padres. George Meredith fue uno de los escritores más representativos de la época victoriana.
«No intenta preservar la sobria realidad de Jane Austen y Trollope; ha destruido todas las escaleras que los demás hemos aprendido a utilizar. Todo tiene un propósito. Este desafío de lo normal crea una atmósfera fuera de lo común, con unas nuevas y originales percepciones sobre la vida humana. El autor consigue adentrarse en veinte mentes a la vez con éxito. Su fuerza reside en el vigor de su poder intelectual y en su intensidad lírica.»
Virginia Woolf
«¡Qué soltura! ¡Qué renacimiento! Anunciaba un nuevo despertar de la ficción.»
Arnold Bennett
«Meredith filtra el melodrama de la novela con su particular estilo, que, para aquellos que tengan un gusto cultivado, es sublime.»
The Guardian
«De lo mejor de Meredith, lleno de metáforas, prosa lírica y diálogos ingeniosos, se trata de una profunda exploración de la psicología de la razón.»
Enciclopedia Merriam-Webster de Literatura
Capítulo I
Hace años se publicó un libro con el título Los escritos del peregrino. Consistía en una selección de originales aforismos de un caballero anónimo que tímidamente mostraba así al mundo su dolorido corazón.
No tenía la pretensión de ser novedoso. «La nueva forma de pensar de nuestra época ha emocionado a los muertos», escribió. Esta declaración parecía manifestar que la juventud lo había abandonado, y ya no envidiaba a los antiguos. De sus páginas se desprendía cierta melancolía por los días de vanidad intelectual, rememorando la etapa de nuestra vida en que las ideas nos alcanzan como abrazos de vírgenes que juran que son solo nuestras, y que no han visitado a nadie más. Y las creemos.
Sobre el bello sexo decía: «Creo que la mujer será la última posibilidad de la civilización del hombre». Esta monstruosa burla provocó cierto revuelo entre las damas.
Una aventurera acudió al Colegio de Armas,1 y allí confirmó que el grifo entre dos gavillas de trigo de la portadilla del libro era el escudo de armas de sir Austin Absworthy Bearne Feverel, un hombre rico y honorable, con una historia lamentable a sus espaldas, baronet de la abadía de Raynham, en cierto condado del oeste colindante con el Támesis.
La historia del baronet no era nueva. Tenía una mujer y un amigo. Se casó por amor; su mujer era una belleza, su amigo se decía poeta. La mujer tenía su corazón, y el amigo, su confianza. Cuando, entre sus compañeros de escuela, se hizo amigo de Denzil Somers no fue por semejanza de carácter, sino por la intensa adoración que sentía por el genio, lo que le llevó a pasar por alto la falta de principios de su socio en aras de su prometedor talento. Denzil poseía un pequeño patrimonio que derrochó antes de terminar los estudios. En adelante, dependió por completo de su admirador, con el que vivía, desempeñando nominalmente la labor de alguacil de la finca, escribiendo poesía satírica y sentimental. Tenía propensión al vicio y ocasionalmente lo practicaba sin escándalo, de modo que, por supuesto, era un sentimental dado a la sátira, y se atribuía el derecho a criticar la época en que vivía y a quejarse de la naturaleza humana. Sus primeros poemas, publicados bajo el seudónimo de Diaper Sandoe, eran tan puros y exangües en sus pasajes amorosos, y a la vez tan mordaces en su tono moral, que ganaron multitud de adeptos entre los virtuosos del público inglés que compra libros. Las elecciones le inspiraron baladas a favor de los torys.2 Diaper poseía una indudable fluidez, pero trabajaba poco, a pesar de que sir Austin esperaba mucho de él.
La mujer lánguida y sin experiencia —cuyo marido goza de una excepcional estatura intelectual y moral—, pasada la admiración romántica por su noble porte, al ver que sus inquietos refinamientos no son correspondidos, se encuentra en una convivencia insana con un hombre grácil y desenvuelto en prosa y verso. En Raynham, donde lady Feverel se ocupaba de sus obligaciones, sintió celos del amigo de su marido; pero, poco a poco, lo fue tolerando. Con el tiempo, él empezó a tocar la guitarra en su habitación, y ellos hacían de Rizzio y María.3 «¡Pues no soy el primero en encontrar fatal el nombre de María!», dice uno de los poemas de amor que escribió Diaper.
Este era el esquema de la historia. Y el baronet lo completaba. Había entregado su alma a los dos. Había sido el noble amor de ella y el amigo perfecto de él. Los consideraba hermanos, los amaba, los había invitado a vivir una edad de oro en Raynham. De hecho, había prodigado las excelencias de su naturaleza, algo que no debe hacerse; como Timón,4 acabó en bancarrota, sumido en la amargura.
La infiel dama no venía de una familia excepcional; era huérfana de un almirante que la educó con su pequeña paga. Su conducta sorprendió al hombre cuyo apellido adoptó.
Después de cinco años de matrimonio y doce de amistad, sir Austin se quedó solo, sin nada que aliviara su corazón, salvo un bebé en la cuna. Perdonó al hombre; lo apartó al no considerarlo digno de su ira. A la mujer no la pudo perdonar; había pecado de la peor manera. La ingratitud hacia un benefactor es una transgresión que puede perdonarse, y él no era dado a aplastar al culpable enumerando las obras de las que el amigo se había beneficiado. Pero a la mujer la había convertido en su igual, y como tal la juzgaba. Ella había hecho que el bello rostro del mundo se volviera oscuro.
Frente a ese mundo, que ahora le parecía tan distinto, decidió comportarse como si nada hubiera sucedido, y aprendió a hacer de sus rasgos una máscara maleable.
La señora Doria Forey, su hermana viuda, dijo que Austin se retiraría un tiempo de la carrera parlamentaria y renunciaría a las alegrías y ese tipo de cosas. Su opinión, fundada en la observación tanto en público como en privado, era que la mujer que había volado era una pluma en el corazón de su hermano, y que la vida reanudaba