—Vamos allá.
—Nos vemos en Las Vegas, —dijo Swann.
—Asegúrate de ver el espectáculo de fuegos artificiales, —gritó Ed. —Me han dicho que va a estar bien.
La llamada se cortó. Luke dejó caer el teléfono satelital en el asfalto desgastado del aparcamiento. Levantó la bota y la dejó caer con fuerza sobre el teléfono, rompiendo la carcasa de plástico. Lo hizo de nuevo, otra vez y otra vez. Luego le dio una patada a los restos destrozados y los lanzó a través de un desagüe abierto hacia el agua.
Tenía otro.
Levantó la vista.
Franchute estaba allí. Su cara era ancha y su piel parecía gruesa, casi como una máscara de goma. Su cabello era negro azabache y estaba peinado hacia atrás. Estaba afeitado, para integrarse mejor en la sociedad rusa. Normalmente, su pueblo llevaba espesas barbas por Alá.
Franchute llevaba una holgada cazadora oscura sobre su gran cuerpo. La noche era un poco cálida para eso. Sus duros ojos miraron a Luke.
—¿Sí? —dijo Franchute.
Luke asintió con la cabeza. —Sí.
Franchute tomó una profunda calada de su cigarrillo. Lentamente exhaló el humo. Luego sonrió y asintió.
—Estoy contento.
* * *
—Rápido, —dijo Ed Newsam. No le estaba hablando a nadie. Mejor, porque nadie podría escucharlo.
—Muy, muy rápido.
Estaba de pie en la cabina, con los pies descalzos y las manos en el timón de un bote con forma de cuña gigante. El bote era largo y estrecho, con una proa muy larga. En la popa, había cinco grandes motores de 275 caballos de potencia. El bote tenía dos asientos.
En Estados Unidos, lo llamarían un bote Cigarrillo o un Go Fast. En los días previos al rastreo por satélite, los narcotraficantes del sur de Florida usaban estas cosas para escapar de la Guardia Costera. Sin embargo, este barco no iba cargado de cocaína.
En la punta del bote, en la proa, había un pequeño compartimento. Ese compartimento estaba lleno de una pequeña cantidad de TNT.
Ed corría a toda velocidad en mitad de la noche, con las luces apagadas, rebotando sobre las olas. Sus motores rugían, un sonido enorme. El viento aullaba a su alrededor. Frente a él, quizás tres kilómetros más adelante, estaba la costa, en su mayor parte oscura, de Georgia. Detrás de él estaban las brillantes luces de Sochi. Esta ciudad estaba disfrutando de su apogeo poscomunista con mucho dinero. Barcos caros como este eran fáciles de encontrar.
De hecho, detrás de Ed y navegando a la misma velocidad, iba otra lancha rápida.
Ese bote lo conducía un temerario georgiano chiflado llamado Garry. Ed no podía ver a Garry, sus luces también estaban apagadas. Y no podía escucharle, había demasiado ruido como para escuchar algo. Pero sabía que Garry estaba allí, tenía que estar.
La vida de Ed dependía de ello.
Garry, junto con el loco conductor checheno de Stone, Franchute, habían sido proporcionados por Papá Bill Cronin. Papá Cronin era de la CIA y se suponía que no iban a involucrar a la CIA en esto, pero lo hicieron de todos modos. El peligro era que la CIA estaba haciendo aguas por alguna parte.
—Los cheques de Bill Cronin provienen de la CIA, —había dicho Don Morris. —Pero ese hombre es una ley y un mundo en sí mismo. Si nos da a los operadores, no serán unos charlatanes. No habrá infracciones de seguridad. Te lo puedo asegurar.
Así que Garry estaba de nuevo allí, con las vidas de Ed y Luke y de todo el mundo en sus manos.
A la izquierda de Ed, al este, había un largo dique de piedra, que sobresalía del agua. Protegía una pequeña área portuaria. Lo recorrió a lo largo, llegando a él en diagonal. Disminuyó la velocidad, sólo un toque, e hizo un giro brusco hacia la tierra.
Miró al cielo, buscando aviones.
Nada, todo despejado.
Ese malecón estaba cubierto de muelles de hormigón. Corrían paralelos a la tierra, a cien metros de la orilla. El malecón y la orilla formaban un paso estrecho de mil metros de largo. En el otro extremo estaba el buque de carga, el Yuri Andropov II.
El trabajo de Ed era perforarle un agujero. Un agujero, y tal vez un pequeño incendio. Lo suficiente como para causar una distracción, una pista falsa. Lo suficiente para permitir que Stone y Franchute se escabullesen en el bote, liberasen a los prisioneros y tal vez incluso escapasen de ese submarino.
Los rusos sabían que los estadounidenses les observaban desde los cielos. Así que estos muelles parecían tener una actividad mínima. Sólo un viejo buque de carga, sin demasiada seguridad, nada que ver aquí.
Pero Ed sabía que había hombres armados en esos muelles. Conducir este bote hasta ese puerto iba a enfurecer a una muchedumbre.
Llegó a la boca del puerto. Respiró hondo.
—Garry, será mejor que estés allí.
Abrió el carburador por completo. Los motores rugieron.
El bote avanzó, incluso más rápido que antes.
La tierra corría a ambos lados de él, el malecón a su izquierda y la orilla a su derecha. Pero mantuvo la vista en el objetivo. Ahora podía verlo, el Andropov, que se avecinaba ahí delante a lo lejos. Estaba atracado perpendicularmente a él, mostrándole toda su longitud.
—Hermoso.
A su izquierda, los hombres corrían por los muelles. Los veía como pequeñas figuras de palo, moviéndose lentamente, demasiado lentos.
Se agachó, sabiendo lo que iban a hacer. Un instante después, los disparos automáticos desgarraron el costado del bote. Los sintió, más que oírlos o verlos. Estaban alterando su curso, los golpes sordos de las balas de alto calibre.
El parabrisas se hizo añicos.
El Andropov se estaba acercando, volviéndose más grande.
Había una barra de hierro en el suelo. Ed la cogió. Un extremo tenía una herramienta de agarre, casi como una mano, que colocó en el volante. Encajó el otro extremo a una ranura de metal soldada en el suelo.
De la vieja escuela, pero funcionaría. Mantendría el bote más o menos recto.
Levantó la vista. El Andropov ahora era grande.
Parecía que estaba justo allí.
—Oh-oh, hora de irse.
Se lanzó hacia el lado derecho del bote, lejos de los disparos. Se puso en cuclillas, con todo el poder en sus piernas, y saltó a su derecha, por la borda. Se hizo un ovillo, como un niño saltando en bomba en la piscina local.
El bote se alejó mientras él estaba en el aire.
Débilmente, tuvo la sensación de caer, caer por el cielo. Pasó mucho tiempo hasta que se estrelló en el agua y, por un momento, la oscuridad lo rodeó. Lo atravesó como un torpedo, sin sentir nada, excepto la sensación de velocidad oscura.
Al principio hubo un fuerte rugido, y luego los sonidos amortiguados en las profundidades.
Por un momento, pensó que estaba flotando en el útero, bañado ahora en una luz cálida. Se le ocurrió que la luz del faro en su chaleco salvavidas se había activado. El chaleco tiró de él hacia la superficie, de nuevo hacia el rugido y el rocío de la estela de la embarcación.
Jadeó en busca de aire y volvió a zambullirse durante unos segundos más, esos artilleros iban a buscarlo.
Después de esto…
Volvió a la superficie. Todo estaba oscuro: la noche, el agua, todo.
Por un momento no pudo ver