Mientras que Rising continuó con su tarea con las cajas y los contenedores que había por detrás, Mackenzie y Ellington comenzaron a investigar el resto del interior. Por lo que a Mackenzie concernía, una mancha de sangre en el suelo indicaba que había algo más que merecía la pena encontrar. Mientras miraba alrededor suyo en busca de pistas, escuchó cómo Ellington le preguntaba a Rising por los detalles del caso.
“¿Estaba la mujer atada o amordazada de alguna manera?”, preguntó Ellington.
“Las dos cosas. Tenía las manos atadas a la espalda, los tobillos atados, y una de esas mordazas de bola en la boca. La sangre que viste en el suelo provenía de una leve herida de arma blanca en el estómago”.
Al menos el hecho de que la hubieran atado y amordazado explicaba por qué había sido incapaz Claire Locke de hacer ningún ruido para llamar la atención de la gente al otro lado de las paredes de la consigna. Mackenzie intentó imaginarse a una mujer encerrada en este diminuto espacio abarrotado de cosas sin luz, ni comida, ni agua. Le ponía furiosa.
Mientras daba la Vuelta alrededor de la consigna, llegó a la esquina de la entrada. La lluvia tamborileaba delante de ella, abofeteando el hormigón del pavimento. Pero, a lo largo del interior del marco metálico de la puerta, Mackenzie divisó algo. Estaba muy cerca del suelo, en la misma base del marco que permitía que la puerta se deslizara hacia arriba y hacia abajo.
Se puso de rodillas y se inclinó para mirarlo más de cerca. Al hacerlo, vio algo de sangre al borde del surco. No mucha, tan poca, de hecho, que dudaba que la hubiera visto ninguno d ellos policías. Y entonces, en el suelo justo debajo de la mancha de sangre, había algo pequeño, roto, y blanco.
Mackenzie lo tocó suavemente con su dedo. Era un trozo de uña.
Al final, parecía que Claire Locke se las había arreglado para intentar escapar. Mackenzie cerró los ojos un momento, intentando visualizarlo. Dependiendo de cómo le hubieran atado las manos, podía haber vuelto hasta la puerta, arrodillado, e intentado levantar la puerta hacia arriba. Hubiera sido un intento inútil debido al cerrojo que había fuera, pero sin duda algo que merecía la pena intentar si estabas a punto de morir de inanición o desangrada.
Mackenzie hizo un gesto a Ellington para que se acercara y para enseñarle lo que había encontrado. Entonces se giró hacia Rising y preguntó: “¿Te acuerdas de su había alguna herida adicional en las manos de la señorita Locke?”.
“Lo cierto es que sí,” dijo él. “Tenía unos cuantos cortes superficiales en su mano derecha. Y creo que le faltaba la mayor parte de una de sus uñas”.
Se acercó donde estaban Mackenzie y Ellington y soltó un rápido “Oh.”
Mackenzie continuó mirando pero no encontró nada más que unos cuantos cabellos sueltos. Cabello que asumía pertenecería a Claire Locke o al propietario de la consigna.
“¿Señor Tuck?”, dijo.
Quinn estaba parado afuera de la consigna, arrebujado debajo de su paraguas. Estaba haciendo todo lo posible para no estar de pie dentro de la consiga, para ni siquiera mirar al interior. Sin embargo, al oír el sonido de su nombre, entró al espacio a regañadientes.
“¿A quién pertenece esta consigna?”.
“Eso es lo más jodido”, dijo. “Claire Locke ha estado alquilando esta consigna durante siete meses por lo menos”.
Mackenzie asintió mientras miraba hacia la parte de atrás, donde estaban apiladas las posesiones de Locke en filas bien ordenadas que llegaban hasta el techo. El hecho de que fuera su consigna de almacén añadía un toque de misterio a todo ello, pero, pensó Mackenzie, podía servirles de ventaja a la hora de establecer el motivo o hasta de rastrear al asesino.
“¿Hay cámaras de seguridad por aquí?”, preguntó Ellington.
“Solamente tengo una en la entrada principal”, dijo Quinn Tuck.
“Hemos visto todas las cintas de seguridad de las últimas semanas”, dijo Rising. “No había nada fuera de lo normal. En este momento, estamos hablando con todos los que aparecieron por aquí en cualquier momento durante las últimas dos semanas. Como podéis imaginaros, va a ser aburrido. Todavía nos queda como una docena de personas que interrogar”.
“¿Alguna posibilidad de que podamos hacernos con esas cintas?”, preguntó Mackenzie.
“Desde luego”, dijo Rising, aunque su tono indicara que pensaba que Mackenzie estaba loca por querer irse de pesca entre ellas.
Mackenzie le siguió a Ellington a la parte de atrás de la consigna. Una parte de ella quería revolver entre las cajas y los contenedores, pero sabía que seguramente eso no llevaría a gran cosa. Una vez tuvieran pistas o sospechosos potenciales, puede que encontraran algo que mereciera la pena, pero, hasta entonces, los contenidos de la consigna no significarían absolutamente nada para ellos.
“¿Sigue el cadáver donde el forense?”, preguntó Mackenzie.
“Por lo que yo tengo entendido”, dijo Rising. “¿Quieres que le llame y le diga que vais a ir por allí?”
“Por favor. Y mira lo que puedes hacer para conseguirnos esas cintas de video”.
“Oh, puedo enviar eso, agente White”, dijo Quinn. “Es todo digital. Solo tienes que decirme dónde quieres que te lo envíe”.
“Vamos”, dijo Rising. “Os llevaré a la oficina del forense. Resulta que está solo dos pisos por debajo de mi despacho”.
Dicho eso, los cuatro salieron de la consigna y regresaron bajo la lluvia. Hasta debajo de un paraguas, era ruidosa. Caía lenta pero duramente, como si tratara de llevarse las visiones y los olores que había presenciado esta consigna.
CAPÍTULO SEIS
Resultó que Quinn Tuck les fue de lo más útil. Parecía que él quisiera llegar al fondo de lo que había pasado tanto como el que más. Por esa razón, cuando Mackenzie y Ellington llegaron a la comisaría, ya les había proporcionado el enlace para que accedieran todos sus archivos digitales del sistema de seguridad del complejo de almacenamiento.
Decidieron empezar con las cintas de seguridad en vez de con el cadáver de Claire Locke. Eso les daba la oportunidad de sentarse y orientarse un poco mejor. Casi había llegado el crepúsculo y la lluvia continuaba cayendo. Cuando Rising les preparó un monitor, Mackenzie repasó el día y le costó creer que había estado en un pintoresco jardín pensando en su boda hacía menos de nueve horas.
“Aquí están los sellos temporales relevantes”, dijo Rising, pasándole a Mackenzie un trozo de papel de su bloc de notas. “No hay muchos”. Tocó con el dedo una entrada en concreto, escrita con una caligrafía inclinada. “Esta es la única vez que vemos a Claire Locke en el complejo. Sacamos la información de su vehículo y obtuvimos su número de matrícula, así que sabemos que se trata de ella. Y esta”, dijo, tocando otra entrada, “es de cuando se marchó. Y estas son las únicas veces que ella aparece en las cintas”.
“Gracias, Rising”, dijo Ellington. “Esto resulta de gran ayuda”.
Rising le hizo un leve gesto de reconocimiento antes de salir de nuevo del diminuto despacho de sobra que les habían dado a los agentes. La monótona tarea llevó un rato, pero como Rising había indicado, la policía local ya había hecho parte de su trabajo por ellos, con lo que pudieron ver las cintas deprisa, al saltarse los periodos en que no había nadie en la pantalla. Cuando el coche que se decía pertenecía a Claire Locke aparecía en pantalla, Mackenzie amplió la imagen, pero fue incapaz de ver al conductor. Esperó, vigilando la entrada