–Pues paga a Orla con tu dinero. Aunque estés diciendo la verdad, mi hermana tiene derecho moral a recibir algo. Además, ya te he dicho que no espera una suma elevada. Se conformaría con el precio de este lugar.
Él sacudió la cabeza. Estaba acostumbrado a que la gente los intentara estafar, pero la petición de Aislin era tan modesta y razonable que habría sentido pena por ella si se hubiera creído su historia. Sin embargo, no se la creía. Estaba convencido de que su padre no habría guardado en secreto la existencia de Orla.
–Pues no se llevaría gran cosa –replicó–. La casa no vale más de doscientos mil euros, y lo mismo se puede decir de las tierras de Florencia.
–Puede que eso sea calderilla para ti, pero para Orla es una fortuna.
–Si tanto lo quiere, ¿por qué no ha venido? ¿Por qué te ha enviado a ti?
–Porque ahora no puede salir de Irlanda.
–¿Seguro que no puede? ¿No será quizá que tenía miedo de vérselas conmigo y ha enviado a su preciosa hermana para que me seduzca con su belleza? –ironizó Dante–. ¿Por eso estás aquí? ¿Para tentarme?
Aislin lo miró con ira.
–Tienes una mente repugnantemente sucia –declaró.
–Sí, es posible –dijo él, levantándose–. Pero te estabas duchando cuando he llegado, como si me hubieras visto por la ventana y hubieras decidido utilizar tu cuerpo para impresionarme. Di la verdad, Aislin. Tu historia es un montón de mentiras. Buscaste una mujer que se pareciera a mí y le sacaste una fotografía para convencerme de que es mi hermana.
Aislin alcanzó la foto y señaló al pequeño, indignada.
–¿No te has fijado en el bebé que sostiene? Míralo bien. Es tu sobrino.
–Sí, claro que sí –dijo Dante con sorna–. ¿Qué mejor que un bebé para ablandar el corazón de un hombre y conseguir que te dé dinero? Reconozco que, de todos los estafadores que se han acercado a mí, tú eres la mejor y la más inteligente.
Aislin movió una pierna y, durante un momento, Dante pensó que le iba a pegar una patada. Pero se limitó a girarse, sacar el teléfono del bolso y plantárselo en la cara.
–¿Qué se supone que estoy mirando? –preguntó él.
Ella suspiró.
–Más fotografías –dijo–. Tengo cientos de Orla y Finn.
–Déjalo de una vez. No te vas a salir con la tuya.
–¡Mira el maldito teléfono! –bramó Aislin.
Sus miradas se encontraron, y sintieron una descarga erótica tan intensa que los dos se sumieron en un silencio de asombro.
Al cabo de unos segundos, ella se alejó de él y clavó la vista en el suelo, desconcertada con lo que acababa de pasar. Era como si hubiera tocado algo cargado de electricidad estática y le hubiera dado calambre, con la gran diferencia de que la descarga en cuestión había sido de lo más placentera.
–Por favor, mira las fotos –dijo, armándose de valor.
No se podía decir que Aislin fuera una buena fotógrafa; cuando no cortaba la cabeza a la gente, ponía un dedo delante del objetivo y estropeaba la imagen. Pero la calidad de las fotos carecía de importancia. Eran la prueba documental de que no estaba mintiendo, de que no se había inventado la historia, de que Orla era la hermanastra de Dante.
Biológicamente, ella también era hermanastra de Orla, aunque la quería como si fueran hermanas en todo el sentido de la palabra. A fin de cuentas, se habían criado juntas y habían compartido habitación durante muchos años. Se protegían, se peleaban, jugaban y, de vez en cuando, se odiaban.
Dante se puso a caminar de un lado a otro, con la mirada clavada en el teléfono. Luego, se dirigió al sillón y se sentó sin decir nada, completamente concentrado en lo que veía.
Ella sintió una súbita debilidad, y se acomodó enfrente; pero estaba tan cerca de él que podía oír su respiración, la respiración de un hombre cuya vida estaba dando un vuelco en ese preciso momento.
Aislin conocía bien esa sensación. Orla había sufrido un accidente cuando estaba embarazada, y el parto prematuro posterior les causó tal impacto que tardaron mucho en recuperarse. Habían pasado casi tres años desde entonces, pero lo recordaba como si hubiera ocurrido ese mismo día.
Además, la verdad que Dante estaba descubriendo tenía que ser dura para él. Salvatore no le había hablado nunca de su hermana. Se había ido a la tumba con un secreto de tamaño monumental, y Aislin ni siquiera alcanzaba a imaginarse lo que debía de estar pasando por su cabeza.
–No soy una estafadora –dijo un par de minutos después, aunque le parecieron dos siglos–. Orla es tan hermanastra tuya como mía y Finn, tan sobrino tuyo como mío. Y sé que estará encantada de hacerse una prueba de ADN si se lo pides.
Dante la miró, le devolvió el teléfono y preguntó:
–¿Por qué está en el hospital? ¿Por qué lleva esas cosas en la cabeza?
Ella echó un vistazo a la foto que estaba mirando.
–Ah, eso… Se la hicimos hace seis meses, cuando le hicieron el electroencefalograma.
–¿Un electroencefalograma?
–Sí, para estudiar la actividad eléctrica del cerebro. Finn nació prematuramente, y sufrió una parálisis cerebral que le causó epilepsia. Ese es el motivo de que Orla no pudiera venir a Sicilia. Le aterra la idea de dejarlo solo. Y esa es también la razón de que quiera una parte de la herencia… No lo hace por avaricia, sino porque quiere darle un hogar donde pueda estar a salvo.
Aislin suspiró antes de añadir:
–Siento haber entrado en tu casa sin permiso. Sé que es ilegal, pero estaba desesperada. Finn te necesita, Dante. Necesita que le ayudes.
Dante se pasó una mano por el pelo, sintiéndose enfermo. Las fotografías no eran ninguna prueba concluyente, pero su instinto le decía que Aislin era sincera. Tenía un sobrino enfermo y una hermana que, por la fecha del certificado de nacimiento, debía de haber nacido cuando él tenía siete años, es decir, cuando su madre se divorció de su padre.
¿Le habría mentido ella también? ¿Habría conspirado con Salvatore para guardarlo en secreto? No tenía forma de saberlo, pero sus pensamientos volvieron rápidamente al niño de las fotografías que acababa de mirar.
–¿Cuántos años tiene?
–Le falta un mes para cumplir tres.
Aislin lo dijo con un tono extraño, como si sintiera pena de él, lo cual le molestó. ¿A qué venía eso? No lo conocía. No sabía nada de él. Lo único que tenían en común era una hermanastra y un sobrino enfermo.
Angustiado, cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. No tenía tiempo para esas cosas. El acuerdo con los D’Amore estaba en peligro, y solo le quedaban cinco días para convencer a Riccardo de que se merecía su confianza, de que no era como sus padres. De lo contrario, cerraría un trato con su principal rival.
Además, siempre había pensado que los negocios eran lo primero. Lo había aprendido siendo muy joven, al ver que Salvatore lo perdía todo por dar prioridad a las mujeres y el juego.
Sin embargo, la imagen de aquel pequeño entubado permaneció en sus pensamientos con tanta intensidad como la figura de la mujer que lo estaba mirando. Aislin era una mujer preciosa, e indiscutiblemente inteligente. Seguro que le quedaba muy bien un vestido de gala. Nadie se extrañaría si la veían con él.
–Te he dicho la verdad. Mi padre murió sin un céntimo –declaró lentamente–. Tuve que hacerme cargo de sus deudas, y no dejó nada