–¿Qué has dicho?
–Que te tumbes…
Ella respiró hondo y obedeció, cruzando los dedos para que se apartara de inmediato; aunque, segundos después, cuando Dante la dejó, los habría cruzado para que la volviera a tocar.
Desorientada y confusa con lo que sentía, se quedó perpleja al ver que estaba tumbada en la hamaca sin ningún tipo de apoyo exterior. Pero eso ya no le importaba. ¿Qué diablos le estaba pasando?
Aislin no podía saber que Dante se encontraba en una situación parecida. El contacto de su cuerpo lo había excitado de tal manera que alcanzó su vaso de zumo y se lo bebió lentamente con la esperanza de recobrar el control de sus emociones.
No era extraño que se sintiera atraído por ella. Cualquier heterosexual sano habría tenido esa reacción con una mujer tan hermosa. Pero tenía la enorme mala suerte de estar con la única que no debía tocar.
Frustrado, se sentó junto a la mesa más cercana y dijo:
–Háblame de tus días universitarios.
En principio, era una buena táctica. Entablar una conversación y guardar las distancias entre ellos. Mirar, pero sin tocar. Escuchar y hablar.
El truco le había funcionado en la pizzería, demostrando ser una forma eficaz de bloquear sus desconcertantes accesos de lujuria. Sin embargo, tenía consecuencias terribles: por su culpa, había descubierto que Aislin era tan interesante como divertida, hasta el punto de que se le había pasado el tiempo volando.
–¿Qué quieres saber?
–No sé. Cosas de tus amigos, de tus novios… ¿Tienes novio?
–No estaría aquí si lo tuviera.
–No, claro, supongo que no –dijo él, extrañado de que una mujer tan bella estuviera sola.
–De hecho, solo he tenido uno –continuó Aislin.
Él la miró con incredulidad.
–¿Solo uno?
–Sí, Patrick. Nos conocimos en el segundo año de carrera.
–¿Ibais en serio?
–Yo creía que sí –respondió ella con tristeza–, pero me engañó.
Dante no supo qué decir ante semejante confesión, así que guardó silencio.
–Me prometió la luna y las estrellas. Yo tenía mis dudas con él, pero me convenció de que era la mujer que estaba esperando y de que me quería con toda su alma. Llevábamos seis meses juntos cuando Orla sufrió el accidente, y me concentré tanto en ella que, dos semanas después, una enfermera me tuvo que decir que empezaba a oler mal y que sería mejor que fuera a casa a cambiarme de ropa.
–¿Te quedaste dos semanas enteras en el hospital? ¿Sin salir en ningún momento? –preguntó él, sorprendido.
–Orla estaba en coma en una habitación, y Finn se aferraba a la vida en la Unidad de Cuidados Intensivos. No me podía ir. Tenía que dividir mi tiempo entre los dos sitios. Les pedí que les pusieran en el mismo para facilitar las cosas, pero no podían –le explicó ella–. En cualquier caso, seguí el consejo de la enfermera y me fui a buscar ropa. Cuando llegué a casa, Patrick estaba en la cama con Angela, mi compañera de piso.
–Dios mío…
–Él sabía lo que yo estaba pasando. Sabía que necesitaba su apoyo porque ni siquiera podía contar con el de mi madre, que vive en Asia desde hace cinco años y se limitó a enviar unos cuantos mensajes. Necesitaba que me tomara de la mano. Incluso le rogué que viniera al hospital, pero siempre me ponía alguna excusa.
–¿Y no sospechaste que algo iba mal?
–Claro que sí, pero no estaba en condiciones de afrontar otro problema, así que lo pasé por alto –contestó ella.
–¿Qué hiciste cuando los viste en la cama?
–Decirles que no quería volver a verlos en toda mi vida, meter ropa en una bolsa de viaje y marcharme.
–¿Solo eso? –preguntó él, extrañado de que no hubiera montado una escena.
–Estaba agotada, Dante. Casi no había dormido en dos semanas, y tenía los nervios destrozados. No me quedaba energía para nada. Solo quería recoger mis cosas y volver al hospital. Tanto es así que tardé bastante en sentir dolor por lo sucedido.
Dante asintió, enternecido por la crudeza de su historia.
–Bueno, por cruel que fuera su comportamiento, te hicieron un favor.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Que, al menos, supiste la verdad. Si no los hubieras visto en la cama, no habrías sabido lo que ocurría –observó él–. Afrontar la verdad siempre es mejor que vivir en una mentira.
–Ya, pero fui una estúpida al confiar en él. ¿Cómo pude ser tan tonta? No volveré a cometer ese error. Solo confiaré en mi familia, es decir, en Orla y Finn.
–No confíes en nadie –dijo Dante, pensando en su padre.
De repente, Dante estaba furioso; pero no con su difunto padre, sino con las personas que habían abandonado a Aislin cuando más necesitaba su apoyo. Nadie se merecía que lo dejaran solo con semejante carga.
–¿Y tú? ¿Ha habido alguien importante en tu vida? –se interesó ella.
–No, las relaciones largas no son lo mío –respondió Dante–. Me gusta la vida de soltero.
–Si no tuviera miedo de caerme de la hamaca, alzaría mi zumo para brindar por la soltería –declaró ella, rompiendo la seriedad del momento con un poco de humor.
A partir de entonces, se dedicaron a hablar de asuntos menos comprometidos emocionalmente. En opinión de Dante, era lo mejor que podía pasar. Pero su cuerpo no parecía estar de acuerdo, porque insistía en traicionarlo con el deseo.
Aislin metió un pie en la piscina de la azotea, y descubrió que el agua estaba tan templada como Dante le había asegurado. Luego, se sumergió hasta los hombros, apoyó la cabeza en el borde y contempló el cielo nocturno.
El ruido de la ciudad era un murmullo distante, apenas perceptible. Todo estaba sumido en la tranquilidad más absoluta, y la única persona que podría haberla roto descansaba en la barra del bar, jugando silenciosamente con su teléfono: Ciro, el joven que había sacado su equipaje cuando llegó a la casa.
Dante se había ido a la villa de su difunto padre por algún tipo de urgencia, y ella había aprovechado la ocasión para quitarse la ropa y ponerse el bañador que se había comprado en la boutique ese mismo día. En parte, porque no se habría atrevido a usarlo delante de él.
Llevaban dos días juntos y, con excepción de las horas de sueño, era la primera vez que se separaban. Sus conversaciones habían sido de lo más productivas, y no tenía ninguna duda de que convencerían a cualquiera sobre el carácter supuestamente real de su noviazgo. Sin embargo, disfrutaba tanto de ellas que a veces olvidaba la razón por la que estaba allí.
Ni siquiera sabía por qué le había hablado de Patrick. Hasta entonces, la única persona que estaba al tanto de lo sucedido era Orla. ¿Se lo habría contado quizá porque cada vez se sentía más cerca de él? Probablemente. Y, por muy consciente que fuera de que Dante le podía partir el corazón, había algo en sus ojos que la animaba a arriesgarse, algo que la enternecía y la excitaba.
En cualquier caso, se había divertido bastante aquella mañana, cuando Dante la llevó a la boutique de un diseñador muy conocido, Mecca. En cuanto llegaron, el diseñador le presentó al asistente personal que la iba a ayudar con las compras y, tras probarse más cosas de las que se había probado en su vida, terminó con cuatro vestimentas de día, dos vestidos