—Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?
—Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.
—¿Y?
—Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé por qué yo hice lo mismo, pero en dirección contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alargó el brazo y me dio una carta. Tenía un vestido rosa té, y me acuerdo que muchos pájaros cantaban en lo verde.
—¿Qué te decía?
—Cosas tan sencillas. Que esperara... ¿te das cuenta? Que esperara a ser más grande.
—Discreta.
—¡Y qué seriedad, che Enrique! Si vos supieras. Yo estaba allí, contra el fierro de la verja. Anochecía. Ella callaba... a momentos me miraba de una forma... y yo sentía ganas de llorar... y no nos decíamos nada... ¿qué nos íbamos a decir?
—Así es la vida —dijo Enrique—, pero vamos a ver los libros. ¿Y el Lucio ése? A veces me da rabia. ¡Qué tipo vago!
—¿Dónde estarán las llaves?
—Seguramente en el cajón de la mesa.
Registramos el escritorio, y en una caja de plumas las hallamos.
Rechinó una cerradura y comenzamos a investigar.
Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: “No vale nada”, o “vale”.
—Las montañas del oro.
—Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier parte.
—Evolución de la materia, de Lebón. Tiene fotografías.
—Me la reservo para mí —dijo Enrique.
—Rouquete, Química orgánica e inorgánica.
—Ponelo acá con los otros.
—Cálculo infinitesimal.
—Eso es matemáticá superior. Debe ser caro.
—¿Y esto?
—¿Cómo se llama?
—Charles Baudelaire. Su vida.
—A ver, alcanzá.
—Parece una bibliografía. No vale nada.
Al azar entreabría el volumen.
—Son versos.
—¿Qué dicen?
Leí en voz alta:
Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna ¡oh!, vaso de tristezas, ¡oh!, blanca taciturna.
“Eleonora —pensé—. Eleonora.”
y vamos a los asaltos, vamos, como frente a un cadáver, un coro de gitanos
—Che, ¿sabés que esto es hermosísimo? Me lo llevo para casa.
—Bueno, mirá, en tanto que yo empaqueto libros, vos arreglate las bombas.
—¿Y la luz?
—Traétela aquí.
Seguí la indicación de Enrique. Trajinábamos silenciosos, y nuestras sombras agigantadas movíanse en el cielo raso y sobre el piso de la habitación, desmesuradas por la penumbra que ensombrecía los ángulos. Familiarizado con la situación de peligro, ninguna inquietud entorpecía mi destreza.
Enrique en el escritorio acomodaba los volúmenes y echaba un vistazo a sus páginas. Yo con amaño había terminado de envolver las lámparas, cuando en el pasillo reconocimos los pasos de Lucio.
Se presentó con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban en la frente.
—Ahí viene un hombre... Entró recién... apaguen.
Enrique lo miró atónito y maquinalmente apagó la linterna; yo, espantado, recogí la barra de hierro que no recuerdo quién había abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me ceñía la frente un cilicio de nieve.
El desconocido trepaba la escalera y sus pasos eran inciertos.
Repentinamente el espanto llegó a su colmo y me transfiguró.
Dejaba de ser el niño aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceñuda rebalsando de instintos criminales, una estatua erguida sobre los miembros tensos, agazapados en la comprensión del peligro.
—¿Quién será? —suspiró Enrique.
Lucio respondió con el codo.
Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.
Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe... y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba.
Con vértigo inconsciente analizaba:
“Se acerca... no piensa... si pensara no pisaría así... arrastra los pies... si sospechara no tocaría el suelo con el taco... acompañaría el cuerpo en la actitud... siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de pies... y él lo sabe... está tranquilo.”
De pronto, una enronquecida voz, cantó allí, abajo, con la melancolía de los borrachos:
Maldito aquel día que te conocí, ay macarena, ay macarena.
“Ha sospechado... no... pero sí... no... a ver”, y creí que mi corazón se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas. Al llegar al pasillo, el desconocido rezongó nuevamente:
ay macarena, ay macarena.
—Enrique —susurré—, Enrique.
Nadie respondió.
Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido de un eructo.
—Es un borracho —sopló en mi oreja Enrique—. Si viene lo amordazamos.
El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se detuvo, y le escuchamos forcejear en el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.
—¡De buena nos libramos!
—Y vos, Lucio... ¿qué estás tan callado?
—De alegría, hermano, de alegría.
—¿Y cómo lo viste?
—Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zás, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la voglio dire. ¡Qué emoción!
—Mirá si el tipo se nos viene al humo.
—Yo lo “enfrío” —dijo Enrique.
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Qué vamos a hacer? Irnos, que es hora.
Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.
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