–Estoy preparando café… si quieres venir.
–¿Café? Bueno, voy, pero prefiero un whisky.
Unos minutos después, estaban juntos conversando y Juan fue al punto sin rodeos.
–¿Qué le aconsejarías a una mujer que tiene un amante y acaba de ser descubierta por su hija adolescente en un hotel alojamiento?
Lisandro casi escupe el café.
–Dime que el amante no eres tú –suplicó.
Silencio.
–¡Por Dios, Juan! ¿Sales con Mercedes Weber? –preguntó casi sin dudas. No podía ser coincidencia un hecho parecido en la misma noche. Conociendo a su amigo y a la madre de Julieta, ambos perfiles cerraban.
–¿La conoces?
–Soy el terapeuta de su hija y estoy despierto porque acaba de llamarme para contarme lo que pasó.
–¡No puede ser! Bueno, mejor que seas tú. ¿Qué te dijo?
–¿Mejor que sea yo? ¿Qué parte de que es mi paciente y la respeto como tal, no comprendes? –estaba enojado.
–Sabías que salía con una mujer casada. Nunca te dije el nombre porque no lo preguntaste –se excusó–. Yo no sabía que atendías a su hija.
–¿Qué dijo Mercedes? –preguntó solo pensando en el modo de ayudar a Julieta. Los adultos involucrados apestaban en ese momento.
–Se puso muy mal. Comenzó a llamarla, pero la chica no le respondió. Tiene miedo de que le cuente al padre. Lloraba. Qué se yo, un lío.
–¿Lo único que le preocupa es que Julieta le cuente al padre? –preguntó indignado.
–No. Es buena mujer. Solo está aburrida en su matrimonio, pero a su hija la quiere. La verdad, un desastre. Me gusta acostarme con ella, pero imagínate que lo último que yo quiero son problemas. Para eso tengo los míos.
–¿Entonces?
–Entonces nada. Estoy pensando en abrirme, correrme, aunque ella me guste mucho –dijo–. Encima tú en el medio.
–A ver si nos ordenamos un poco. Yo no estoy en el medio de nada. Tú solo la estabas pasando bien y Mercedes también. Ninguno de los dos pensó en las consecuencias.
–No es mi hija. Yo no debí pensar en ella.
–Tampoco pensaste en la tuya. ¿Qué harías si María hiciera lo mismo y Antonia la descubriera?
–¡La mato!
–Además, tú me dijiste que te estabas “involucrando más de lo deseado” –lo citó textual.
–Sí, pero no te dije que puedo dejar de hacerlo con la misma facilidad, creo.
Lisandro estaba furioso. Los vínculos no debían destruirse así, sin más, en ningún rol.
–Es hora de que pienses que en esta vida todo vuelve. Lo mejor que puedes hacer es madurar un poco. Hoy por hoy no sabes quién es quién. Ni los riesgos que corres.
–No te entiendo.
–Si tú estuvieras casado, una adolescente llega a tu esposa por medio de las redes en un minuto. De hecho, Julieta podría hacer que su padre se entere sin hablar con él, o contarle a Antonia, no lo sé… –le daba náuseas pensar las variables posibles.
–Por favor, cállate. Me pones nervioso. Dime qué debería hacer Mercedes –pidió–. Eso también ayudará a tu paciente.
–En primer lugar, no le dirás que eres mi amigo. Mucho menos que viniste aquí y que su hija me llamó. ¿Entiendes que el secreto profesional está en juego? Tú eres psicólogo también.
–Sí, por supuesto.
–¿Por qué me preguntas a mí que debería hacer ella? ¿Qué aconsejarías tú?
–Soy parte. No puedo aconsejarla. En otro caso le diría que blanquee su situación y que considere un divorcio, pero no por mí, sino por ella. No es feliz. Sin embargo, sé que si le digo eso pensará que tiene un futuro conmigo, y no es así. No quiero problemas. Como te dije, para eso tengo los míos.
–Lo mejor que puedes hacer es alejarte. Si ya lo tienes decidido, si no hay futuro con ella, déjala. De ser posible, ella misma debería enmendar su error.
–¿Qué le dirás a la hija?
–No lo sé. Debo escucharla primero y ver cómo se desarrolla todo el cuadro familiar.
–Lo siento. Por la chica, digo. Nunca pensé que podía ocurrir una cosa así.
–Esto recién comienza. Tu responsabilidad no es con la familia Weber, sino contigo y lo que haces. Deberías pensar más, no poner en crisis tus valores, porque los tienes –dijo–. O los tenías –agregó.
Siguieron conversando hasta la madrugada. Mercedes no se comunicó y Julieta tampoco.
Las causas de las acciones de las personas suelen ser más complejas y variadas que las explicaciones posteriores. Por la mañana, la culpa había hecho su trabajo y Juan le envió un texto a su ex.
JUAN:
María, ¿podemos encontrarnos para hablar?
Solo quiero que tú y Antonia estén bien.
MARÍA:
Habla con mi abogado.
Lisandro amaneció sin poder dar crédito a lo sucedido. Agradeció la relación que lo unía a Melisa.
capítulo 16
Destino
El destino, el azar, los dioses, no suelen
mandar grandes emisarios en caballo blanco,
ni en el correo del Zar. El destino, en todas
sus versiones, utiliza siempre heraldos humildes.
Francisco Umbral
Guadarrama, España.
Como cada día, Gonzalo interrumpió su tarea en la posada para ir a la casa a ver cómo estaba la tríada. Le gustaba llamarlos así a su padre y sus tíos. Afortunadamente, José iba en progreso con la rehabilitación de su fractura, pero no por eso era el mismo de antes. Dos cosas habían cambiado radicalmente en él. Una era la seguridad, ya no estaba allí. Se sentía vulnerable, algo que solo lograba equilibrar con la compañía de su hermano Frankie, que era obstinado como una mula. La otra, el miedo. José nunca había sido temeroso, pero a partir de la caída, aunque no lo decía, estaba asustado.
La vejez era autoritaria y arrasaba con la lógica de las vidas sin pedir permiso. De un día para otro, por un hecho de segundos, las personas comenzaban a sentir que eran viejas, como si eso hubiera sucedido en un momento y no fuera consecuencia inevitable del transcurso del tiempo. Como si el espejo no se los viniera anunciando con una voz silenciosa desde las primeras arrugas, los reiterados olvidos de la memoria o los nuevos dolores físicos. En los casos más tristes, a todo eso se suma la soledad. Los años traen con ellos la experiencia de una señal constante que la mente lúcida resiste: su paso veloz.
Debería existir la posibilidad de enfrentar la vejez desde un lugar más justo. Las batallas deberían ser a todo o nada, matar o morir, pero decididamente alguien estaba fallando en su tarea al permitir, en muchos casos, la angustia o la indignidad.
Gonzalo se ocupaba cada día de que al menos su tríada fuera feliz y no sintiera la posible soledad del ocaso.
Al