—¿Acaso no es normal que decidas ir a casa de tu primo?
—Mamá, ya me entiendes.
—Bueno, ya está hecho y no creo que tengas nada más que decir al respecto.
Esta conversación tuvo lugar tras el anuncio de lady Carbury de que pensaba solicitar la hospitalidad de la Finca Carbury para pasar allí la Pascua. Para Henrietta resultaba un poco embarazosa la idea de residir en casa de un hombre que estaba enamorado de ella, incluso aunque fuera su primo, pero no tenía escapatoria. No podía quedarse sola en Londres ni tampoco contarle su situación a su madre. Lady Carbury, para evitar la menor resistencia por parte de su hija, había mandado la siguiente carta a su primo, antes de hablar con Henrietta:
Calle Welbeck, 24 de abril de 18—
Mi querido Roger:
Sabiendo lo amable y sincero que eres, y que si mi propuesta te resulta en lo más mínimo inconveniente, me lo dirás con toda franqueza, te escribo para decirte que llevo trabajando muy duramente durante varios meses y creo que nada me haría tanto bien como pasar unos días en la campiña. ¿Te resultaría posible acogernos una semana al final de la Pascua? Llegaríamos el 20 de mayo y nos quedaríamos hasta el domingo, siempre que te parezca bien, por supuesto. Felix también bajaría, aunque no se quedará tanto como nosotras.
Seguro que te alegrará saber que le han nombrado director de esa gran compañía de ferrocarril americana. Es una nueva etapa para él y le permitirá demostrar que es un hombre honrado. Creo que se trata de una posición de mucha importancia para una persona tan joven, y demuestra que confían mucho en él.
Espero que me avises si mi humilde propuesta interfiere con tus planes, pero es que has sido tan bueno con nosotras que te escribo con la confianza de que me lo harás saber si es así.
Henrietta también te manda recuerdos y amor, como yo.
Tu querida prima,
Matilda Carbury
La carta contenía muchas cosas que molestaron y preocuparon a Roger Carbury. En primer lugar, pensó que Henrietta no debía pisar la casa. A pesar de lo que mucho que la quería y apreciaba su compañía, no deseaba que visitara Carbury a menos que fuera para quedarse como su dueña. En un detalle fue un poco injusto con lady Carbury. Sabía que estaba a su favor y que quería ayudarle; por eso pensó que traía a Henrietta. No se había enterado aún de que la codiciada heredera estaría por el vecindario, y por lo tanto no podía deducir que el plan de lady Carbury se refería más bien a su hijo. También le disgustó el erróneo orgullo que la madre desplegaba a causa del puesto de director de su hijo. Roger Carbury no creía en la compañía de ferrocarril. No creía en Fisker ni en Melmotte y desde luego no creía en la junta directiva a la que pertenecía sir Felix. Paul Montague había actuado contra su opinión, cediendo a la seducción del artero Fisker. Todo ese tinglado se le antojaba falso, fraudulento y ruinoso. ¿Cómo podía ser de otro modo, con directores como lord Alfred Grendall y sir Felix Carbury? Y en cuanto a su gran presidente, ¿acaso no sabía todo el mundo, a pesar de las duquesas y de sus veladas, que el señor Melmotte era un tunante? Aunque él y Paul tenían sus diferencias, y especialmente a raíz de lo de Henrietta, Roger apreciaba a su antiguo amigo y no soportaba ver su nombre mezclado con el de tipos de esa calaña. ¡Y lady Carbury sugería que la posición de sir Felix en la junta merecía una felicitación! No sabía a quién despreciaba más, a sir Felix por pertenecer a la junta directiva o a la junta por aceptar un hombre así como director. «¡Una nueva etapa!», se dijo. «La única etapa que se merece esa panda de rufianes sin escrúpulos es una entrada gratis en la prisión de Newgate».
Y también tenía otro problema. Roger había invitado a Paul Montague a pasar esa misma semana en Carbury, y Paul había aceptado. Con la constancia que era quizá su virtud más notable, seguía sintiendo afecto por su antiguo amigo. No podía soportar la idea de que el alejamiento entre ambos fuera permanente, aunque sabía que perderían el contacto si al final el joven interfería con sus esperanzas de matrimonio con Henrietta. Así pues, le había invitado esperando que el nombre de Henrietta ni siquiera fuera mencionado; y ahora la impertinente carta de lady Carbury implicaba que la joven estaría presente justo durante la visita de Paul. Roger decidió retirar su invitación a Paul como única medida para evitar el desastre.
Redactó las dos cartas a renglón seguido. La que dirigió a lady Carbury era muy breve. Estaría encantado de recibirla a ella y a Henrietta durante la semana en cuestión, y también de ver a Felix, si el joven se presentaba. No mencionó la junta directiva ni la utilidad del joven en la nueva etapa de su vida. A Montague le escribió una carta más larga. «Siempre es mejor ser abierto y honesto», le decía. «Desde que fuiste tan amable de aceptar mi invitación, lady Carbury me ha anunciado que pensaba visitarme justamente esa misma semana, trayendo consigo a su hija. Después de lo sucedido entre nosotros, no hace falta que te diga que teneros a los dos bajo el mismo techo no me complacería nada. No me gusta en absoluto tener que pedirte que pospongas tu visita y espero fervientemente que no me acuses de falta de hospitalidad». Paul le contestó diciéndole que estaba seguro de que no se trataba de falta de hospitalidad y que por supuesto permanecería en Londres.
Suffolk no es un condado especialmente pintoresco ni tampoco se puede afirmar que los alrededores de Carbury fueran magníficos ni hermosos, pero la casa y las tierras poseían una miríada de detalles agradables que le conferían un encanto propio y especial. El río Carbury, así llamado a pesar de ser tan estrecho que un niño aguerrido podía cruzarlo de un salto sin dificultades, discurre o mejor dicho repta hacia Waveney e interrumpe su curso para recorrer un foso que rodea Carbury. El foso constituía una molestia para los dueños de la residencia, y especialmente para Roger, pues en la época de la sanidad moderna se consideraba que era necesario conservarlo limpio evitando que el agua se estancara; la otra opción era llenarlo de tierra y condenarlo. Pasaron diez años valorando esa posibilidad, pero al final decidieron que cerrar el foso equivaldría a alterar el carácter de la casa, destrozaría los jardines y crearía una monstruosidad de fango que tardaría años en asentarse y hacerse meramente soportable a la vista. Y luego un granjero inteligente, que llevaba mucho tiempo como arrendatario en las tierras de Carbury, había formulado una pregunta importante: «¿Llenar eso? Uf, no es tan fácil, jefe. ¿De dónde piensa sacar el montón de barro?». Así pues, el jefe había abandonado la idea y, en lugar de condenar el foso, había optado por embellecerlo más que nunca. La carretera que iba de Bungay a Beecles pasaba muy cerca de la casa, tanto que los extremos de las tejas del edificio solamente estaban separadas de la misma por el ancho del foso. Un camino más corto, privado y de unos pocos centenares de metros llevaba al puente, que se encontraba frente a la puerta principal. El puente era antiguo, elevado y con ciertas pretensiones arquitectónicas, y estaba protegido por unas altas verjas de hierro en la parte central que, sin embargo, raras veces estaban cerradas. Entre el puente y la puerta de entrada había una extensión de terreno suficiente para que pudiera girar un carruaje, y a ambos lados la casa se acercaba al agua, de forma que la entrada retranqueaba formando un cuadrilátero irregular, uno de cuyos lados estaba formado por el puente y el foso. Detrás había grandes jardines protegidos de la carretera por tejos y cipreses de más de tres metros, de los que se decía que eran maravillosamente antiguos. Parte de los jardines estaban dentro del foso y, más allá de este, había dos puentes: uno para ir a pie y otro para los carruajes; al final de la casa, en el lugar más alejado de la carretera, había un puente más que iba desde la puerta de atrás hacia los establos y el corral.
La casa se había construido en tiempos de Carlos II, cuando la arquitectura Tudor cedía el paso a un estilo más barato y menos pintoresco, y tal vez más práctico. Pero a pesar de eso, la Finca Carbury tenía fama de ser un edificio estilo Tudor, y por eso se la conocía en todo el condado. Las ventanas eran anchas y más bien bajas, de parteluces recios con cristales pequeños y anticuados, pues el dueño aún no se había decidido a cambiarlos por unos más modernos. Una ventana de arco elevado, correspondiente a la biblioteca, daba al patio de gravilla, a la izquierda de la puerta principal, según se entraba. Las demás estancias principales miraban al jardín. La propia casa estaba