Ese tiempo se parece demasiado al dar tumbos, como si la pérdida de orientación a cada momento no fuese más que una suerte de derrota en la búsqueda de que algo dure, finalmente, unos minutos, que no todo se evapore como arena entre los dedos, al menos un sentido –aunque precario, inconcluso, débil– para comprender una mínima porción de por qué se hace lo que se hace, si es que acaso hacemos algo que valga la pena, o bien todo conduce a la parestesia.
En medio de la frenética batalla entre el sosiego pueril y el desasosiego extremo parece haberse perdido el hilo invisible que daba sentido a la intimidad y a la existencia en comunidad –por cierto un hilo siempre frágil y caótico–: la experiencia no banal del tiempo o, para mejor decir, la experiencia del riesgo y de la diferencia en la travesía del tiempo a lo largo y ancho de las distintas generaciones.
Peter Sloterdijk hace de esta última cuestión –bajo el ya conocido término de herencia– uno de los problemas más trascendentes de la modernidad y, a la vez, su fruto más turbio: quien se percibe de forma moderna concuerda, casi sin hesitar, que la riqueza de la vida se encuentra en la inmanencia y no ya en la trascendencia. Semejante afirmación puede leerse del siguiente modo, a riesgo de perder de vista su notable hondura: la herencia se torna superflua y la incertidumbre acerca del origen ya no es un problema sino una potencia fructífera puesta hacia delante y desanclada del pasado; una celebración del puro futuro, previo enterramiento de los tesoros del pasado y del lastre del pecado original:
Serían los futuros, y no los orígenes, los que contarían de verdad. Ahora ya no recaería más el peso pesado del ser sobre el pasado; el ámbito mítico, donde son endémicas las antiguas leyes, los poderes originarios, lo fundacional, pierde importancia progresivamente. Tampoco es el presente ya la continuación de un antes, siempre válido, en el medio de la vida actual.4
Pero, claro está, no sólo se percibe la sujeción al aquí y ahora: existe además la ilusión de rebeldía contra el tiempo, el salirse de época o reinterpretarla de un modo completamente distinto, el quitarse de la secuencia estipulada, no ser transparentes o idénticos en relación a la temporalidad que discurre, no ajustarse a las instituciones tradicionales ni a sus prácticas habituales; pertenecer sí al tiempo presente pero sin coincidir exactamente con él; de lo que se trataría, en fin, no es solamente de un ser-de-época o de un ser-en-época, sino también de un gesto capaz de contemporaneidad. En palabras de Agamben:
Pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo.5
Coincidir del todo con una época, esto es, ser completamente transparente a ella, ser su idéntico y amarrarse a los designios del actual presente, impide al individuo su posible soberanía, su huida y su desacuerdo; ése ser permanece quieto y enceguecido por las demasiadas luces que la permanencia de lo nuevo, de la novedad que lo obnubila sin poder ver aquellas tinieblas frente a las cuales también nos encontramos en cada tiempo:
Contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no sus luces, sino sus sombras. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es quien sabe ver esa sombra, quien está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente.6
La contemporaneidad a la que alude Agamben supone una relación singular con el propio tiempo, al cual se adhiere pero también del cual toma distancia; una distancia que no es de soberbia, ni de jerarquía, ni de alturas, pero sí de cierto anacronismo y de mirada cambiante, casi nómade, en un movimiento que se desprende en varias direcciones quitándose del punto fijo, obsesivo y estrecho de la luminosidad aparente y seductora –y fugaz– del aquí y ahora.
Todo es cuestión de epojé, no de época, diría cierta filosofía.
Epojé, en el sentido de poner y ponerse entre paréntesis, de hacer o hacerse distancia o de ser capaz de una detención, incluso el gesto de quitarse de las preocupaciones reconcentradas y adustas, quizá para volver a ellas de otro modo, con otra experiencia temporal, con otro pensamiento y con otras palabras.
La expresión epojé, como se sabe, proviene de los escépticos griegos y supone, de acuerdo con Sloterdijk: «la postura de abstinencia de juicio que ellos recomendaban; más exactamente: el arte de permanecer en suspenso entre las doctrinas de las escuelas establecidas».7
Para el filósofo alemán epojé significa, históricamente, un corte que origina una distancia, y cuya consecuencia anula la continuidad estrecha entre sucesos anteriores y posteriores.
Pero: ¿qué corte, qué fisura, qué hendidura es posible en estos tiempos? ¿Qué distancia permite asumir esta época a los individuos y, también, a las comunidades? ¿Acaso es ésta una época que da paso al corte y a la distancia o es, justamente, aquella cuyo mismo vértigo lo impide? ¿Y qué vendría después, si es que hubiera un después?
1HERTA MÜLLER, «El tic-tac de la norma», en: Hambre y seda. Madrid, Siruela, 2011, p. 105.
2GIORGIO AGAMBEN, Idea de la prosa, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2015, p. 89.
3BYUNG–CHUL HAN, El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, Barcelona, Herder, 2015, pp. 26–27.
4PETER SLOTERDIJK, Los hijos terribles de la edad moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad, Madrid, Biblioteca de Ensayo Siruela, 2015, p. 27.
5GIORGIO AGAMBEN, Che cos’ é il contemporâneo e altri scritti, Roma, Nottetempo, 2010, p. 24.
6Ibidem, p. 25.
7PETER SLOTERDIJK, Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como ejercicio, Madrid, Siruela, 2013, p. 37.
II
Contra toda esta prisa
No escribir de otra cosa más que de aquello que podría desesperar a los hombres que se apresuran.
NIETZSCHE, La genealogía de la moral.
Alejadas de nosotros, inaudibles o incomprensibles, parecen ya agotadas las innúmeras ideas de temporalidad que las ciencias y las artes han puesto y repuesto para pensar cada época –ahora en apariencia insustanciales– con el propósito de advertir las rarísimas turbulencias del presente y poder tomar distancias de ellas: ya no alcanza ni la imagen de continuidad o discontinuidad, ni la unicidad o la disyunción, ni el espasmo o la meseta, ni las líneas, los círculos o las espirales.
Ninguna imagen parece acercarse siquiera a componer con nitidez el cuadro de la velocidad y la urgencia en el que vivimos; la velocidad es tanta que lo dicho no encuentra lugar para ser escuchado y se pierde en el éter, las palabras que describen la celeridad se han vuelto ellas mismas evanescentes, ningún concepto parece alcanzar y apresar el movimiento continuamente disparatado; todo rápido movimiento impide la pausa, hace zozobrar la calma, exige no perder el tiempo y destruye la maravillosa posibilidad de la inutilidad de lo inútil.
Y es que quizá a diferencia de otras épocas, ésta carga con el mandato de ser una transición