La vida, así, como la interioridad y/o como la comunidad no gobernada totalmente por el mundo, o distante de él anidada en sus refugios de silencio, soledad, pensamiento, conmoción y rebelión.
La escritura –pero también la mirada, la escucha, la voz, la lectura– puede confundir la escena con la situación y confundirse ella misma, pues los diagnósticos sobre el mundo procuran ser idénticos a aquellos que se atribuyen a los individuos, como si se tratara de simples y dóciles cuerpos-receptores de órdenes supra-vitales.
Se espera o se insta a que de un mundo de vorágine se produzcan sin más vidas apresuradas; que un mundo tumultuoso provoque vidas tambaleantes, de pura zozobra; que un mundo únicamente centrado en la acumulación provechosa de bienes, determine sólo individuos insaciables o, al menos, desesperados por poder llegar a serlo.
La descripción de una escena tiende a asimilarse a una toma de posición: aquello que se ve, que se escucha, que se lee, redunda en una escritura de alejamiento rayana en la separación y la indiferencia; la distancia entre el mundo y la vida se vuelve abstracta y a la vez determinista: el mundo es el gran hacedor de la vida, nos hace y deshace, y no hay modo alguno de sustraerse a él y de no parecérsele aunque sea a regañadientes.
Miseria y miserables, felicidad y felices, prisa y apresurados convierten un tema complejo en subjetividades simplificadas y no hay lugar ni para los híbridos inclasificables ni para la ambigüedad caótica, ni siquiera para el desborde: el experimento social es eficaz o deja de serlo en la medida que los individuos rebalsen con sus vidas las concepciones escenográficas del conocimiento disciplinar; así, no podría haber vida que no refleje al mundo, tanto por sus exigencias de sobre-adaptación como por sus modos permanentes de conflicto des-adaptativos.
Cuando se describe la escena y se nombra a «ellos, ellas» hay una designación que se arroga omisiones y encubre puntos de vista; el «nosotros» ha sido un instrumento amenazante incluso de colonialismo; el «yo» suele ser un arma de guerra. De ese modo, las escenas puestas en su propia perspectiva tiñen sus miradas de arrogancia, sucumben delante de la palabra ahogada y exánime o, sencillamente, hablan de otras cosas, alejadas de la oposición entre mundo y vida.
El lenguaje de la situación, en cambio, se embebe de una forma de exposición y no de toma de posición: cada vida singular, parafraseando el conocido aforismo de Pessoa, es una excepción a una regla que no existe. Si consideramos por un momento que regla es mundo y excepción es vida se percibe, entonces, la infinita tensión entre ambos términos, su posible resquebrajamiento y hasta la inversión del asunto en cuestión: son las excepciones, y no las reglas, las que hacen, crean y reinventan el mundo.
Sostengamos, todavía, la tensión precedente: en cada época hay un susurro, un secreto, un murmullo, un grito y/o un aullido que narra la experiencia singular de los individuos con su tiempo, con el tiempo que pasa y con el tiempo que les pasa; experimentos cronológicos del tiempo con los cuerpos y experiencias subjetivas de intensidad de los cuerpos con el tiempo.
Cada época sugiere nombres o metáforas para ser contada, modos orales, escritos y leídos que versan sobre las alegrías o los latigazos en la espalda donde se tallan los padecimientos y las bienaventuranzas individuales; formas puntuales de conversación, de comunicación y de pensamiento; y también figuras extremas de silenciamiento, de presidios, de liberación y de rebelión, de diferencia o de indiferencia.
En cada época hay, como escribió Herta Müller, personas que permanecen o resultan intactas, dañadas y rotas;1 individuos anónimos o cuerpos expuestos a las redenciones, las masacres o las salvaguardas; modos peculiares, plurales o aislados de vociferar o de callarse, de congregarse o de aislarse, de hacer humor, de hacer amor, de perdurar, de pasear, de envejecer y morir, de decirse y desdecirse.
Las épocas pueden no ser más, al fin y al cabo, que esfuerzos desmesurados por percibir los límites de la relación con el mundo y los modos de vivir en él como se pueda o como se quiera –según la buena o mala suerte que se nos asigne o de la que se presuma– en la experiencia de una duración del tiempo que siempre resultará incógnita.
Pero: ¿en manos de quién está la decisión o indecisión de demarcar las fronteras entre aquello ya pasado y lo nuevo? ¿Quiénes se arrogan la potestad de trazar el límite de lo ya ocurrido y aquello por ocurrir? ¿Por qué los intactos gobiernan a destajo y dejan como resultado, la mayoría de las veces, un tendal de dañados y rotos?
Pareciera ser que nadie quisiera sentir en carne propia la experiencia de que todo vuelve a comenzar desde cero, como si el tiempo –la tradición, la historia, el arte, etcétera– nunca dejara de existir y no fuésemos nosotros, los sujetos de una determinada época, sino seres de perpetua y mezquina repetición aprisionados en una partitura ya escrita e inscripta desde siempre.
La demarcación de una época es, así, un torpe conteo de movimientos espasmódicos que dan inicio al ciclo y de una suerte de declive o decadencia o desmoronamiento que señala su irremediable final. El filósofo Giorgio Agamben lo escribe del siguiente modo:
En este cómputo mezquino, a menudo de mala fe, se pierde justamente el único e incomparable título de nobleza que nuestro tiempo podría reivindicar legítimamente respecto del pasado: el de ya no querer ser una época histórica. Si existe un rasgo de nuestra sensibilidad que, en efecto, merece sobrevivir, ése es el sentido de impaciencia y casi de náusea que experimentamos ante la perspectiva de que todo recomience desde cero, incluso aunque sea del mejor de los modos.2
La cuestión está en saber, entonces, si existe la capacidad –o la virtud, o la creencia– de encontrar un sentido al mundo y a la existencia, si podemos o no abandonarnos y ahondarnos en él, o si la incapacidad está definida y determinada por su propio sinsentido, más allá de definir con cierta pobreza el estatuto etario de una época.
Si vivir supone saber qué es la vida presente y qué hacer con ella, si habitar un mundo es saber qué es el mundo actual y qué hacer con él, resta saber si es posible alimentarnos de los resabios de otros tiempos, alejarnos de las fronteras estrechas que se nos consignan.
El término época, por cierto, no proviene de una percepción natural del tiempo sino de una habitual naturalización y responde, nada más ni nada menos, que a una convención pronta a acatarse o desobedecerse, uno de los tantos artificios humanos utilizado para la comprensión del sí mismo y de su historicidad y que, por lo tanto, posee tanto aciertos como debilidades: hablamos sobre una época que nos habla, leemos acerca de una época que nos lee, pensamos mientras se establece qué es o qué no es el pensamiento, gozamos o padecemos de una época que inventa o fabrica modos de hacernos gozar o padecer, pasamos a través del tiempo mientras el tiempo pasa a través nuestro.
Narramos nuestros tiempos –los que nos toca vivir–, en los límites mismos de su lenguaje, lo que nos hace ser, estar, hacer y decir en una condición paradojal sin fin: la palabra como un signo que representa el confín de su propia potencia e impotencia, de su sequedad y su ambigüedad.
Cierta literatura describe estos tiempos en términos de comunicación-conexión eficaz, aceleración voraz e innovación permanente; y quizá esta descripción no sea otra cosa que una imagen acotada del exilio forzado de la contemporaneidad: el abandono paulatino de la angustia existencial –individual y colectiva– en pos de una cierta satisfacción inmediata y fugaz, que no logra nunca apaciguar la condición primera de la humanidad –su indefensión– ni su desenlace ulterior –nuestra inefable mortandad–.
También es cierto que se enuncia la época con otras palabras: ya no en términos de aceleración sino más bien como de dispersión, de disincronía, es decir, la desorientación que produce el sinsentido de un destino que se percibe como entrecortado, escindido, por meros instantes fugaces, sin duración ni conexión entre sí. En todo caso, si cierta aceleración persiste ya no obedece tanto al deseo de alcanzar una meta o un logro inmediato, sino la primacía de un tiempo sin orden alguno que deshace o inhibe todo rumbo teórico o reflexivo de la acción.
Esta