A este respecto conviene recordar que en aquella iniciativa, corta y veloz en su desarrollo, se intentó algo de este tipo: la comitiva de autobuses iba acompañada de dos ambulancias, pero no para nuestro uso, sino para dejarlas en Bosnia como ayuda humanitaria. Una de ellas fue donada a la ciudad de Sarajevo; la otra fue entregada para servicio de los heridos serbios. Un grupo de diez integrantes de la marcha, con uno de los sacerdotes italianos responsables de la misma, se había dirigido a una ciudad de mayoría serbia llamada Didja que en aquel momento sufría asedio por parte de fuerzas croatas. Allí habían intentado transmitir el mismo mensaje que en Sarajevo: la paz es posible si los hombres lo quieren así; la guerra no es la solución de los conflictos... Proclamas manidas pero que allí, Dios lo sabe, tenían otro peso, pues eran sostenidas por hombres que, en principio ajenos al conflicto, sin embargo estaban presentes en él sin ganar nada tangible a cambio.
Cuando concluyeron las intervenciones en el cine Radnik, el tiempo ya se nos había echado encima. Era más de la una de la tarde y los serbios nos habían dado las dos como plazo para dejarnos salir. Antes del final, todavía en el interior del local, lo que eran unas explosiones lejanas y disparos también lejanos, se convirtieron en el estruendo de un bombardeo, lo cual provocó que los cantos de los congregados allí, también arreciaran. La vuelta por las calles hasta el gimnasio donde esperaban los autobuses fue rápida: así nos condujeron los guías bosnios visiblemente nerviosos ante la caída de las bombas de mortero. Las despedidas fueron también rápidas; la ayuda humanitaria quedó en el gimnasio, a disposición de los miembros del Centro Internacional para la Paz, y tras subir a los autobuses emprendimos el regreso por las calles de la ciudad donde saludábamos a muchos viandantes que nos miraban y respondían, no pocos con perplejidad. La salida fue bastante impresionante, no sólo porque el bombardeo continuaba sino porque a la luz del día atravesamos esos barrios de las afueras, el terreno de nadie por el que habíamos entrado de noche... Tres kilómetros de frente hasta llegar al aeropuerto, sin un alma y con todas las viviendas —muchísimas— absolutamente destrozadas, calcinadas. Amasijos de ruinas. La guerra.
Llegados nuevamente al puesto de control de las milicias serbias, otra vez revisión de pasaportes, aunque más distendido que el día anterior. Después de esta parada volvimos a la localidad de Kiseljak donde algunos de la marcha que habían quedado allí por diversas circunstancias también vivieron la tensión de la guerra: el día anterior, tras nuestra partida, las milicias serbias atacaron las barricadas que rodeaban el pueblo, defendido por tropas bosnias y croatas, aunque el intento fracasó.
Nueva despedida, esta vez a los amables habitantes de Kiseljak, y nuevamente subida a los autobuses para emprender el regreso hasta Makarska, donde llegamos bien entrada la madrugada. Al día siguiente, 13 de Diciembre, nos dirigiríamos a la ciudad portuaria de Zadar para volver a Italia, pero lo haríamos en otros autobuses. Así pues nos despedimos del conductor que nos había llevado y traído de Sarajevo no sin antes pasar la bolsa entre nosotros para hacer una colecta como signo de gratitud al valor y la buena voluntad de ese hombre. Signo y realidad, pues las cosas estaban realmente mal allí en cuanto a la obtención de lo necesario para subsistir. Dormimos tres horas escasas y en los nuevos autobuses viajamos hasta Zadar, ciudad costera bastante tranquila a la que sin embargo también había llegado la guerra: sacos terreros, edificios dañados por la bombas, barricadas de alambrada de espinos... Allí por fin embarcamos en una nave italiana que nos trasladaría otra vez a Ancona. La travesía, esta vez sí, fue muy tranquila. Lógicamente sufríamos una cierta exaltación emocional, a la vez que un gran cansancio; pero esto fue ocasión para intensas conversaciones entre nosotros. En aquel momento no aparecía de ningún modo la palabra fracaso. Tampoco había por qué. Pero sí faltó una serena relativización de la experiencia, un situarla humildemente en su lugar: real para las almas, nuestras y de algún otro; meramente simbólica en cuanto a los efectos de esa guerra concreta. Esto, la reducción a simbolismo, sí podría haberse corregido en cuanto la iniciativa hubiera supuesto un comenzar a actuar audazmente en esa dirección: presentarse incansablemente en el lugar mismo de la guerra de una y mil maneras. En el corazón de los responsables de la marcha era esta la intención. De hecho se pusieron en movimiento inmediatamente en este sentido. Páginas adelante trataremos de esto y de lo que dio de sí.
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