Por fin volvieron los responsables que negociaban con las autoridades militares serbias. Parece que accedían a nuestra pretensión pero con algunas condiciones: cada uno de los integrantes de la marcha debía firmar, con su nombre y el número de su pasaporte, un documento en el que se comprometía a salir de Sarajevo el día siguiente antes de las 14 horas; de lo contrario se le consideraría ciudadano de la capital y se le prohibiría la salida. Además debíamos firmar que en caso de algún incidente con consecuencias (heridas o muerte) eximíamos de responsabilidad a las autoridades serbias. La respuesta fue unánime: todos firmamos sin dilación. Realmente hubo tiempo para sopesar de algún modo esta resolución. Como decía antes, cada cual debe dar razón de su esperanza: para aquella respuesta pesó la fe de muchos, de modo determinante.
Mientras estábamos allí, parados y esperando, apareció en un coche el corresponsal del periódico español El Mundo. Amigablemente el responsable del grupo español le preguntó que por qué su periódico no había informado de la marcha de paz (en algún momento pudo llamar por teléfono a España y le comentaron que no había nada publicado) ya que al parecer había un cierto compromiso verbal al respecto. La respuesta fue más que clara, algo así: «con sinceridad, si lográis entrar u os pasa algo, sois noticia, y si no, no lo sois»... Se mostró simpático con nosotros, aunque no pudo evitar el hacer algún comentario cáustico. Por ejemplo, cuando vio cómo firmábamos las condiciones impuestas por los militares serbios, nos dijo llanamente: «habéis firmado vuestra sentencia de muerte». Escéptico respecto a la posibilidad de entrar en la ciudad, sin embargo se quedó con nosotros por si se conseguía, y efectivamente, después entró con su automóvil entre la columna de autobuses. Su periódico publicó posteriormente, el día 13 de Diciembre, un artículo de su corresponsal dando cuenta de la entrada en Sarajevo con unos titulares, diríamos, algo folklóricos: «500 pacifistas logran romper el cerco y entrar en Sarajevo», «500 pacifistas desafían las leyes de la realidad», etc, etc.
Los responsables de la marcha se dirigieron con los pliegos firmados hasta el puesto de control serbio. Transcurrieron más horas y no volvían. Un cierto desánimo empezó a cundir, y se organizó una nueva reunión: qué hacer si por fin se negaban a dejarnos pasar. Alguno propuso una simbólica cadena de paz que avanzara hasta ese puesto de control. Otros replicaron que la luz comenzaría pronto a declinar y que los soldados podían reaccionar violentamente ante la presencia de centenares de personas que se les acercaran por la carretera. En medio de las discusiones, llegó la noticia de que nos autorizaban a traspasar el control. Inmediatamente se pusieron en movimiento los autobuses y poco después estábamos parados en el check-point de las milicias serbias donde los vehículos fueron invadidos por soldados con kalashnikov que nos pedían el pasaporte. No era aquel un momento para reflexiones, pues había tensión, malos modos por parte de algunos militares, los autobuses rodeados de gente armada, alguno apuntando con su fusil, y, en nuestro autobús, un casi-incidente porque un muchacho navarro que se había unido a la marcha en Makarska (un marinero que se dedicaba a transportar ayuda humanitaria en su propio barco a zonas de conflicto) no tenía pasaporte, sólo un carné de identidad, lo que provocó el enfado de un soldado que hacía gestos con el documento, como si lo rompiera, indicando así que no valía nada. Al final se lo devolvió de mala manera y se dio la vuelta. Decía que en ese momento no daba tiempo para reflexionar sobre lo que veíamos allí. Más tarde, rememorando la escena, me daba cuenta de la complejidad humana manifestada en estas situaciones que parecen no tener salida: fuera del autobús veía a milicianos serbios de muchas edades, desde extremadamente jóvenes hasta verdaderos ancianos; uno de los que subió a nuestro autobús era un hombre vestido de civil con un sombrero y con un fusil colgado (¿una especie de responsable político?); los milicianos llevaban cintas en el pelo, grandes cruces bizantinas en el pecho, calaveras... una uniformidad irregular. Veía, no a soldados profesionales, sino a pueblos, como tales, en guerra cruel entre sí. Donde el otro se convierte en absolutamente otro, aunque sea un niño o una anciana. Algo que se repite en la historia y en toda la geografía del planeta. Y entonces, otra vez, la convicción de que las clasificaciones maniqueas habituales son deficientes y estrechas, que el mal es más profundo, y que. por tanto, la respuesta es algo inalcanzable a las solas fuerzas del hombre: allí veía la necesidad de la gracia, enamorante, provocativa, fuerte en la debilidad, como única respuesta no sólo para no dejarse llevar por esos dinamismos lógicos que arrastran a la muerte a pueblos enteros, sino como alternativa para luchar... Algo en lo que no parece creer casi nadie, comenzando por muchos cristianos, aquellos a quienes se les ha mostrado (incluso ontológicamente por el bautismo) cual es el camino para defender la verdad en la historia.
El autobús en el que íbamos los españoles fue el primero en que se revisaron los documentos. A partir de ese momento encabezamos la comitiva. Comenzó a anochecer y ya no había apenas luz cuando llegamos al límite que controlaba militarmente la milicia serbia. Los autobuses pararon y, conforme a las indicaciones que habíamos recibido en las reuniones, procedimos a tapar las ventanillas del vehículo con mochilas y sacos de dormir; luego nos tumbamos en el suelo y el conductor abrió las puertas para facilitar la salida en caso de ataque; los faros de los autobuses se apagaron y así, con cierta lentitud y con el sonido de algunas ráfagas y disparos aislados atravesamos tres kilómetros de tierra de nadie hasta llegar a la zona de la ciudad ya controlada por sus defensores. Los que se jugaron la vida de verdad en aquella circunstancia fueron los conductores de los autobuses... Paradojas de la condición humana y de los juegos de las emociones: mientras estábamos así, tumbados y avanzando por aquella zona de guerra, afloraban los chistes entre nosotros. Quizá mecanismos inconscientes para rebajar la tensión.
Nada más entrar en la ciudad, ya de noche, nos dirigimos al edificio de la presidencia del gobierno bosnio. Nuestro autobús era el primero y se produjo una confusión un tanto cómica: las autoridades bosnias creían que en él estaban los responsables de la marcha así como los dos obispos que nos acompañaban y unos parlamentarios italianos. Así pues subieron al autobús un ministro del gobierno bosnio, el jefe de policía de la ciudad y el presidente de una organización de Sarajevo llamada Centro Internacional para la Paz, y nos saludaron ceremonialmente. Luego se dieron cuenta de que el autobús al que querían subir no era el nuestro. Pero lo hecho, hecho estaba.
Fuimos alojados en el antiguo gimnasio central de Sarajevo, pues la idea de que fuéramos recibidos en casas particulares fue rechazada por las autoridades de la ciudad por motivos de seguridad, para evitar la dispersión y la pérdida de tiempo. Pasamos allí la noche con la advertencia de extremar el silencio y minimizar al máximo el uso de velas. Se oían algunas explosiones y disparos. Al día siguiente, como siempre muy temprano, nos levantamos y los integrantes de la marcha se dividieron en cuatro grupos, cada uno de los cuales tenía como misión el reunirse con las cuatro grandes confesiones religiosas de la ciudad: musulmanes, católicos, ortodoxos y judíos. Los cuatro grupos recibieron, cada uno de ellos, un nombre distintivo del encuentro. Respectivamente: «Omar», «María», «Sofía» y «David». En este último grupo fuimos integrados los españoles: debíamos ir a la sinagoga de la ciudad para orar junto a la comunidad judía (de origen sefardí) por la paz.
A la salida del gimnasio nos encontramos con varios corresponsales de prensa españoles y con las cámaras de Televisión Española. Más tarde esto fue motivo para otra reflexión personal: el tipo de preguntas de los periodistas, el claro y descarado escepticismo de alguno, mostraba