Nunca antes de las cuatro. Gabriela Torres Cuerva. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gabriela Torres Cuerva
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078512614
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laguna sigue viva. Viejo panorama. No veía esa alucinación desde el día del accidente, desde la Niña ese día de agosto de sol bravo. El tiempo más floreciente para los membrillos: gordos, amarillos, con la carne menos ácida. A Gloria se le escocía la lengua después de unas mordidas incluso en los días de temporada de la fruta, pero la Niña disfrutaba sin quejarse hasta dos frutos completos. Cómo reblandecerse, si ella era la grande: tenía que resistir, tragar esos bocados amarrosos, con la lengua punzante y llena de puntos rojos que se revisaba al espejo en la noche.

      Se desprecia por ir hacia ella una vez más, a pedir prestado algo de su existencia. ¿Por qué el desgraciado tiempo tiene que llegar a cambiar todas las cosas? Se hace la pregunta y se trata de convencer de que alguna fragilidad le ha de quedar a la Niña, aun ahora después de tantos años que hasta parecen siglos: un resquicio dolorido que tal vez Gloria pueda ayudar a sanar. Eso espera. En eso confía con las fuerzas que le quedan.

      La laguna sigue sin turismo: a salvo en su anonimato, limpia de paseantes. Un piquete más la lleva a tantas tardes con la Niña, cuando Estrada la enseñaba también a contar el tiempo, pero a ella chupándole los dedos uno por uno: la cara diáfana de la Niña, metiendo ella misma un dedito y otro, dejándose morder, entre carcajadas, por los dientes sin filo de Estrada. El recelo le cubre la mirada de sangre. Teme que esté sangrando de verdad por un derrame ocular, algo así, en verdad terrible; después rememora que ella poco sangra y casi nada, así que algo así es impensable. La mente fabrica los pájaros negros que se sangran entre ellos a picotazos; es su pensamiento el suelo fértil donde florece su rabia: cardos que raspan al pasar por su conciencia, como la carne reseca del membrillo en su lengua.

      Baja un poco la velocidad para observar. Hace lo que los conductores no deben de hacer: se distrae con el paisaje a riesgo de perder el control de la camioneta de Victorio, de chocar por ir sumida en sus mundos alternos. Pocos pajarracos, el cielo inmenso ya ennegrecido por la noche. El paisaje está en paz, pero ella siente que se incendia. Se aviva el fuego de su estómago. No quiere dejar a Estrada en manos de la Niña. Aunque sea un remedo de lo que fue, no quiere soltarlo. No todavía. Y cuando lo haga, lo dejará solo en una calle vacía, oscura, en el sitio preciso que imposibilite que la Niña pueda rescatarlo. Donde no pueda encontrarlo, aunque ponga al mundo de cabeza, buscándolo, llamándolo con ese tono de Niña eterna. Sonríe ante el pedazo de película que ha fabricado. Lo dejará morir para poder morir ella. Secarse en su carne y en sus nervios. Debe vivir para eso. Le tiene que alcanzar el tiempo. Se harta de oírse pensando eso, pero no intenta parar.

      Una hilera de árboles delgados, de follaje escaso, muy altos, bordean la zona. Deduce que es nada de agua —la de la laguna a la distancia— para ser época de lluvias. Siempre fue un lago esmirriado, de capacidad limitada, con tendencia a desbordarse por las lluvias poco intensas. Ahora, con todo y los aguaceros recurrentes de la temporada, es posible evidenciar el bajo nivel del agua, los flancos de árboles en el mismo estado de deshidratación, el estado general —casi desértico— del panorama.

      Acelera hasta tomar la velocidad permitida. El paisaje desaparece. En su lugar queda el precipicio de la última curva.

      Está demasiado oscuro afuera y adentro. La luz del interior del coche no sirve. Es algo que suele ocurrir: apenas toma el control de las cosas, en este caso el vehículo de Victorio, algo deja de funcionar. El estribillo reverbera mientras pulsa el botón con insistencia:

      —Estaba en buenas condiciones cuando te lo presté, mamá. No se puede confiar en ti.

      Con qué cara se va a poner a replicar. Mucho le debe. Ha vivido su resquebrajamiento desde que era chico, desde que el niño, suspicaz, abrió los ojos y pudo verle los defectos. Hay un paso apenas entre ser distraída y en ser una desmemoriada sin remedio a la que se le olvida cerrar cuando debe abrir, jalar en vez de empujar, acelerar por frenar, y así de manera indefinida, entre accidentes y caras de frustración del único hijo que la Providencia tuvo a bien concederle.

      Aguanta el regaño. Baja la cabeza, deja que caigan las recriminaciones. A ver si aprende. Y nunca aprende. El hijo le aseguró que por accionar con demasiada fuerza los botones de la luz, se habían averiado. No puede asegurar si es culpable o no; no tiene tal conciencia de sus actos. Se sabe una ficha de cuidado, capaz de hacer tonterías que exasperan el orden de Victorio. Desconfía de sí misma de principio a fin.

      Con el interior a oscuras, tentalea en busca del teléfono. Le da seguridad sentirlo, como si fuera una mano que coge en medio del silencio: recuerda en su palma la garra de Estrada de los últimos meses, con esos apretones rabiosos, histéricos. Piensa en él con una nitidez que odia: la enfermedad se ha encargado de consumirlo, un poco cada día. Sobreviven escasas briznas de cordialidad, adheridas con saliva en ese cuerpo de toro: pegoteadas en las extremidades y en la cabeza, como recordatorio de cuán fácil se va perdiendo el control de los músculos y de los huesos. El cuerpo, siempre lo ha dicho, es un depósito que jamás olvida. Las cicatrices de Estrada están en el suyo, en cada milímetro de piel, y no solo allí, también culebrean por su conciencia: esa es la parte difícil. Sus marcas son las suyas, una sola masa viscosa en la que apenas se distinguen las formas individuales: la Niña amándola, la Niña necesitándola, la Niña odiándola. Tiene pensamientos claros al respecto. Juega con ellos cada que quiere hacerse daño: le gusta pasarse los dedos por los nervios, como cuando se aprieta los pezones o la vulva con fuerza hasta lograr el orgasmo.

      La Niña odiándola. Se podrá tener muy limpio el cuerpo, para lo que un buen baño es justo y bastante. Lo otro es el interior. En vez de lavarse, esa cueva se ensucia más y, lo peor, es la que dicen inmortal. Al cuerpo de cualquier manera uno lo pierde, lo va dejando caer a cada paso. Pero basta una acción para infectar el alma y convertirla en la caverna de las culpas.

      La Niña necesitándola, queriéndola. Antes de equivocarse, se supo más lista, con el atrevimiento que faltaba en otros. Superior, en algunos sentidos, como cuando la Niña la necesitaba a ella y solo a ella para no ponerse triste. La felicidad, está segura, es lo mismo que ser indispensable para alguien. Por eso quiere que la Niña esté desvalida, que sea ella misma la que le pida que se le acerque, que la cubra con sus brazos, que la cuide. No lo hará. Pero lo piensa. No lo hará porque la odia desde el accidente. La desprecia en la medida que ama a Estrada. Y eso la hace fuerte. Hunde a Gloria en el olvido, mientras a él lo sigue queriendo. Le da la razón. Haber sido capaz de hacer lo que hizo, justamente a ella que tanto la quería, le retuerce los sentidos. Le surge un deseo: desaparecer. Ser nadie. Borrarse en ese pueblo de membrillos que va dejando atrás.

      Llega al motel Eddy’s, fiel a la descripción de los hombres: una chillante construcción pintada de rosa. Siempre se llamó igual. Estrada le contaba historias. Cosas interesantes. Que las cajeras se metían a los cuartos a dar gusto a los hombres. Se quitaban el uniforme y se ponían vestidos bonitos, para que aquellos no las miraran feo. Se daban un baño antes. Perfume. Tenían muchas tareas y para todas eran buenas. Limpiar. Trapear. Abrir las ventanas. Preparar bebidas. Después cobraban. Sabían hacer de todo: eran eficientes.

      —Hacen bien su trabajo, sirven de algo, por eso las quieren —concluía Gloria.

      Estrada asentía y le ponía la mano en la cabeza, sin descuidar a la Niña: que fuera bien sentada, con el trasero hasta atrás para que no se fuera a caer con los frenazos. Ya una vez casi se les va de boca por ir platicando.

      El motel es un aglutinado de formas. Las torres de un castillo, palmeras, paredes en distintas texturas y relieves. A la usanza de los viejos moteles, al entrar con el auto, del turbio cristal de una ventanilla emerge una voz de mujer. Le dice que viene por las llaves. La mujer se queda en silencio. Le pregunta a otra. Voltea hacia Gloria. Aunque no puede verla, Gloria está segura de dos cosas. De que se miran tras el cristal, primero. Número dos: esa mujer está imbécil. No puede ser que solo la mire, que indague en los ojos del otro lado del vidrio sin abrir la boca.

      Lo dice de nuevo, que viene por las llaves. Tiene que insistir hasta que la mujer parece entender y le da acceso. La ruta circular bordea las jardineras de buganvilias de las cocheras de los cuartos. Llega al 18, se estaciona y recoge las llaves del buzón. El llavero es un alacrán de alambre. Pica en los dedos por las puntas mal retorcidas.

      Ahora sí, está más cerca que nunca. ¿De