Nunca antes de las cuatro. Gabriela Torres Cuerva. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gabriela Torres Cuerva
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078512614
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      ¿Y si no te mueres?

      ¿Qué voy a hacer si no te mueres?

      JUAN CARVAJAL

       REGRESO ES DESTINO

      2323

      Trae el dolor. Las memorias hacen estragos en ella. Un piquete en el esternón es el aviso de que el tronco le quedará casi inmóvil hasta que sea capaz de liberar los recuerdos como si se tratase de una bandada de pájaros. Negros. Negrísimos. Esto le toma, por lo general, unas horas, en lo que rumia por la memoria con la insistencia de una mosca que sobrevuela por la misma porquería. Maldice a Estrada, lo que es lo mismo que maldecirse a sí misma. Ya no hay diferencia.

      Tal como lo dicen los vendedores de membrillos, la laguna se abre en enorme pantalla después de las curvas. Pocas veces aciertan en las señas, y hay quienes dan instrucciones falsas por puras ganas de perjudicar. No es que sea gente mala. Están ociosos. Después del mediodía se les acaban las obligaciones, empiezan con las cervezas, al rato están aburridos y sin ganas de llegar a casa. Por lo general se trata de lugareños revestidos con las vidas de sus antepasados. No tienen voz propia: su voz es la de los otros que ya están viejos o enterrados. Gloria reconoce bien esas miradas despreocupadas, la voz alargando las sílabas, el letargo.

      Cuando las idas en camión a Las Albercas, eran los padres de estos haciendo justamente lo mismo: en las esquinas vendiendo la fruta con sal y chile, otros haciendo llaveros de alambre, los niños jugueteando con los pollos. Como aquel que la Niña cogió del cuello, lo zangoloteó como viera que Flora hacía con las gallinas en casa, hasta que lo dejó loco, con los ojos volteados. Lo aventó al suelo, ya inservible, y se le quedó viendo un rato, aferrada al pantalón de Estrada como si fuera su cobija. No chilló. Ni le dio el temblor de cuando le asustaba la mirada de Flora o la voz jadeante de la madre. Solo se agarró de él. Estrada no se movió: hacerlo hubiera sido lo mismo que soltarla, apartarla. Y nunca la dejó sola en medio de una tribulación. Del mismo modo en que ahora la Niña lo cuida a él del desamparo en que lo pone la debilidad del cuerpo.

      Con desconfianza, Gloria toma nota mental de las indicaciones pensando en la posibilidad de que la hayan timado. Tantos años yendo y viniendo de Las Albercas, y ahora tiene borrada la ruta. La mente se le ha puesto oscura con respecto a esas calles mil veces transitadas. La media hora en el camión se le pasaba en un instante. Estrada protegiéndola con su cuerpo, su muslo rozando el suyo, con la cautela de no incomodarla, de que el espacio fuera suficiente para ella, aun tan flaquita, la pobre. Ha preservado un espacio mental para esos días, al que acude cuando cree que está a punto de enloquecer o de empezar a morir. Un cosmos de sombras y chorros de luz, en el que están guardadas para ese último segundo (la muerte) las lecciones de orientación de Estrada. Ella, en silencio, y él le decía:

      —Ah, Flaca. Estás concentrada. A ver, si tu cuerpo fuera el mundo, ¿cuál sería tu norte y cuál tu sur?

      Mucha vergüenza le daba no entender a la primera, ser incapaz de apuntar con firmeza y deslizar el dedo de un punto del horizonte a otro. Le entraban nervios con la orientación. Estaba segura de jamás haber pasado por eso en la escuela. Estrada era un hombre impaciente.

      —Parada con los pies juntos, derecha, así, no te muevas, ¿ves?, la cabeza es tu norte porque da al techo, hacia arriba —y le gustaba sentir su mano en el casco— y el sur son tus pies.

      Apenas registró el norte, se le perdió el sur. Ella que por lo general aprendía rápido, se extraviaba con los puntos cardinales. Todo parecía tan fácil en palabras de Estrada. Se moría de pena porque él pensaba que su memoria era buena y su cerebro aguantador, de esos que pueden cargar muchos pensamientos sin deschavetarse. Qué mal se iba a sentir cuando se arrepintiera de traerla por un lado de su acompañante, por lela, pendeja como las viejas cacareadoras a las que Estrada les decía urracas.

      —Ahora con las piernas abiertas.

      Y le explicó. Divertido de ver cómo ella se tambaleaba por abrirse de manera exagerada, como un compás.

      —En la cabeza sigue estando el norte. Es el sur el que se detiene en la mariposa que todas las niñas traen a dos manos del ombligo.

      Le gustó tocarse. Desde entonces, algo le decía que allí, en la mariposa entre las piernas, hacia el sur de su cuerpo, estaban todas las respuestas del mundo.

      Por eso luego se obsesionó con aprender, con el pretexto de comunicarse con Victorio de alguna manera, repasó las lecciones de la escuela como si fueran suyas.

      Nunca puso valor o significado a las palabras de Estrada; solo escuchaba su voz, y eso era todo lo necesario. Era feliz de ir junto a ese señor suyo y solo suyo. Solo los dos en esa aventura rumbo a Las Albercas.

      Estrada siempre usó pantalones de idéntico color: grisáceo como el pelaje de una rata. La gente creía que no se cambiaba; una clienta le hizo la pregunta una vez, de manera tan directa y franca que a Gloria le pareció excesivo. Estrada, con la parquedad que le entraba cuando se acercaba la hora de cerrar, le respondió con flojera:

      —Tengo muchos iguales. Además, dígame, si yo no le pregunto por sus cosas, ¿a usted qué le preocupan las mías?

      —Es que no le vendría mal tener de otros colores, menos tristes. Luce usted muy grande, y por la edad de sus hijos y de su muchacha, no creo que lo sea tanto.

      —Señora, deje eso. ¿Cuántas llaves necesita de cada una? Ya vamos a cerrar.

      Cada semana se alcanzaba a juntar un altero de cinco o seis: a Gloria le tocaba doblarlos, alisarlos con firmeza, marcar bien la raya en cada pierna, dejarlos listos. Era Flora quien se ocupaba de plancharlos, porque a nadie le salía mejor ese oficio.

      Los hombres de los membrillos la ven con la misma suspicacia con que ella lo hace con ellos. ¿Qué saben estos tipos de aquellas andanzas? ¿Qué saben de algo? Piensa que la quieren joder, siempre lo hace: no da palabra por buena. Se le olvida que esos hombres no trampean; serán parcos, acotados, pero no engañan. Sus papilas recuerdan con acritud el sabor de los membrillos. No se acuerda de la última vez que comió uno. Se esfuerza. Si tampoco está perdiendo la memoria, ¿cómo es posible que no tenga presente algo así? Deduce que pudo ser aquel día, antes del accidente, cuando el vendedor se metió sin permiso a Las Albercas y las supervisoras, ya que había logrado colocar dos o tres pedidos, muy enojadas, lo echaron.

      Su situación mental es particularmente confusa. Los recuerdos son pirañas, la muerden. En ese estado de fragilidad poco puede confiar en sí misma; se resquebraja, de lo único que tiene conciencia es de su torso entiesado. Maldice a su esqueleto. No quiere que la Niña la vea con dolor. No se va a permitir la indignidad de lucir desvalida ante ella.

      Las carreteras no cambian. Se puebla la periferia, las proximidades: supone que tanta gente un día ya no cabrá en este mundo. Se retacan los campos, las montañas poco a poco van siendo cercadas, trepadas por gente y más gente. Pero las carreteras siguen allí: las resanan, las amplían, las renuevan, pero siguen. Antes hubiera sido capaz de andar por esta con los ojos cerrados.

      La asalta el traje de baño de la Niña, una de las imágenes que, como insectos, pululan en su mente: nebulosa, vidriada, confundida por tantos años y tantas telarañas.

      El señalamiento anuncia Bellavista, poblado en el que se concentra un mayor número de vendedores de membrillos: mujeres, niños, viejos, jóvenes. Una revoltura de gente, todos vendiendo la fruta. Vadea la multitud casi a vuelta de rueda. Falta muy poco. Se agita. Viene el motel, a dos kilómetros, después Las Albercas.

      Llegó a contar con Estrada el tiempo: dos mil metros era igual a tres o cuatro minutos, por las paradas del autobús a recoger gente. Se ponían a ver juntos cuántas personas alcanzaban a subir en ese lapso. A Gloria le daba tanto gusto atinarle, caer en la coincidencia de que seis, ocho, nueve, fuera el mismo número para los dos. Estrada reía con el gusto en ella; era cuando le ponía la mano en la parte frontal de la cabeza, arriba de la frente, y la dejaba allí unos segundos; o le jalaba las orejas sin lastimarla; o le acomodaba los ribetes de la playera, por alguna razón siempre torcidos hacia adentro. Ahora piensa en ese canto de otro color, esos bordes de tela tan