Marqués (dándole los brazos). Mi querido Urbano...
Don Urbano. ¡Marqués! ¡Dichosos los ojos...![2]
Marqués. ¿Y Evarista?
Don Urbano. Bien. Extrañando mucho las ausencias del ilustre Marqués de Ronda.
Marqués. ¡Ay, no sabe usted qué invierno hemos pasado!
Don Urbano. ¿Y Virginia?
Marqués. No está mal. La pobre, siempre luchando con sus achaques. Vive por el vigor tenaz, testarudo digo yo, de su grande espíritu.
Don Urbano. Vaya, vaya...¿Con que...? (Señalando al jardín.) ¿Quiere usted que bajemos?
Marqués. Luego. Descansaré un instante. (Se sienta.) Hábleme usted, querido Urbano, de esa niña encantadora, de esa Electra, a quien han sacado ustedes del colegio.
Don Urbano. No estaba ya en el colegio. Vivía en Hendaya[3] con unos parientes de su madre. Yo nunca fui partidario de traerla a vivir con nosotros; pero Evarista se encariñó hace tiempo con esa idea; su objeto no es otro que tantear el carácter de la chiquilla, ver si podremos obtener de ella una buena mujer, o si nos reserva Dios el oprobio de que herede las mañas de su madre. Ya sabe usted que era prima hermana de mi esposa, y no necesito recordarle los escándalos de Eleuteria, del 80 al 85.
Marqués. Ya, ya.
Don Urbano. Fueron tales, que la familia, dolorida y avergonzada, rompió con ella toda relación. Esta niña, cuyo padre se ignora, se crió junto a su madre hasta los cinco años. Después la llevaron a las Ursulinas[4] de Bayona.[5] Allí, ya fuese por abreviar, ya por embellecer el nombre, dieron en llamarla Electra,[6] que es grande novedad.
Marqués. Perdone usted, novedad no es; a su desdichada madre, Eleuteria Díaz, los íntimos la llamábamos también Electra, no sólo por abreviar, sino porque a su padre, militar muy valiente, desgraciadísimo en su vida conyugal, le pusieron Agamenón.[7]
Don Urbano. No sabía... Yo jamás me traté con esa gente. Eleuteria, por la fama de sus desórdenes, se me representaba como un ser repugnante...
Marqués. Por Dios, mi querido Urbano, no extreme usted su severidad. Recuerde que Eleuteria, a quien llamaremos Electra I, cambió de vida... Ello debió de ser hacia el 88...
Don Urbano. Por ahí... Su arrepentimiento dio mucho que hablar. En San José de la Penitencia[8] murió el 95 regenerada, abominando de su pasado...
Marqués (como reprendiéndole por su severidad). Dios la perdonó...
Don Urbano. Sí, sí... perdón, olvido...
Marqués. Y ustedes, ahora, tantean a Electra II para saber si sale derecha o torcida. ¿Y qué resultado van dando las pruebas?
Don Urbano. Resultados obscuros, contradictorios, variables cada día, cada hora. Momentos hay en que la chiquilla nos revela excelsas cualidades, mal escondidas en su inocencia; momentos en que nos parece la criatura más loca que Dios ha echado al mundo. Tan pronto le encanta a usted por su candor angelical, como le asusta por las agudezas diabólicas que saca de su propia ignorancia.
Marqués. Exceso de imaginación quizás, desequilibrio. ¿Es viva?
Don Urbano. Tan viva como la misma electricidad, misteriosa, repentina, de mucho cuidado. Destruye, trastorna, ilumina.
Marqués (levantándose). La curiosidad me abrasa ya. Vamos a verla.
ESCENA III
El Marqués, Don Urbano; Cuesta, por el fondo.
Cuesta (entra con muestras de cansancio, saca su cartera de negocios y se dirige a la mesa). Marqués... ¿tanto bueno por aquí...?
Marqués. Hola, gran Cuesta. ¿Qué nos dice nuestro incansable agente...?
Cuesta (sentándose. Revela padecimiento del corazón). El incansable...¡ay! se cansa ya.
Don Urbano. Hombre, ¿qué me dices del alza de ayer en el Amortizable?[9]
Cuesta. Vino de París con dos enteros.
Don Urbano. ¿Has hecho nuestra liquidación?
Marqués. ¿Y la mía?
Cuesta. En ellas estoy... (Saca papeles de su cartera y escribe con lápiz.) Luego sabrán ustedes las cifras exactas. He sacado[10] todo el partido posible de la conversión.
Marqués. Naturalmente... siendo el tipo de emisión de los nuevos valores 79.50... habiendo adquirido nosotros a precio muy bajo el papel recogido...
Don Urbano. Naturalmente...
Cuesta. Naturalmente, el resultado ha sido espléndido.
Marqués. La facilidad con que nos enriquecemos, querido Urbano, enciende en nosotros el amor de la vida y el entusiasmo por la belleza humana. Vámonos al jardín.
Don Urbano (a Cuesta). ¿Vienes?
Cuesta. Necesito diez minutos de silencio para ordenar mis apuntes.
Don Urbano. Pues te dejamos solo. ¿Quieres algo?
Cuesta (abstraído en sus apuntes). No... Sí: un vaso de agua. Estoy abrasado.
Don Urbano. Al momento. (Sale con el Marqués hacia el jardín.)
ESCENA IV
Cuesta, Patros.
Cuesta (corrigiendo los apuntes). ¡Ah! sí, había un error. A los[11] de Yuste corresponden... un millón seiscientas mil pesetas. Al Marqués de Ronda, doscientas veintidós mil. Hay que descontar las doce mil y pico, equivalentes a los nueve mil francos...
(Entra Patros con vasos de agua, azucarillos, coñac. Aguarda un momento a que Cuesta termine sus cálculos.)
Patros. ¿Lo dejo aquí, Don Leonardo?
Cuesta. Déjalo y aguarda un instante... Un millón ochocientos... con los seiscientos diez... hacen... Ya está claro. Bueno, bueno... Con que, Patros... (Echa mano al bolsillo, saca dinero y se lo da.)
Patros. Señor, muchas gracias.
Cuesta. Con esto te digo que espero de ti un favor.
Patros. Usted dirá, Don Leonardo.
Cuesta. Pues... (revolviendo el azucarillo). Verás...
Patros. ¿No pone coñac? Si viene sofocado, el agua sola puede hacerle daño.
Cuesta. Sí: pon un poquito... Pues quisiera yo... no vayas a tomarlo a mala parte... quisiera yo hablar un ratito a solas con la señorita Electra. Conociéndome como me conoces, comprenderás que mi objeto es de los más puros, de los más honrados. Digo esto para quitarte todo escrúpulo... (Recoge sus papeles.) Antes que alguien venga, ¿puedes decirme qué ocasión, qué sitio son los más apropiados...?
Patros. ¿Para decir cuatro palabritas a la señorita Electra? (Meditando.) Ello ha de ser cuando los señores despachan con el apoderado... Yo estaré a la mira...
Cuesta. Si pudiera ser hoy, mejor.
Patros. El señor ¿vuelve luego?
Cuesta. Volveré, y con disimulo me adviertes...
Patros. Sí, Sí... Pierda cuidado. (Recoge el servicio y se retira.)