–¿Qué te parece si nos tomamos con calma el resto del camino?
Maggie sabía que se había excedido. Al levantarse sintió que le amagaba un calambre en la corva. Sí, harían andando el resto del camino, a pesar de que el viento helaba su cuerpo empapado en sudor y la hacía temblar.
Una voluminosa luna anaranjada asomaba tras la hilera de pinos y las colinas que separaban el nuevo vecindario de Maggie del resto del mundo. Las casas se hallaban alejadas de la calle, y los grandes terrenos ajardinados que mediaban entre ellas impedían ver a los vecinos de al lado. A Maggie le encantaba aquel aislamiento, aquella sensación de intimidad. Aunque, sin farolas en las calles, la oscuridad caía de golpe. Todavía la asustaba un poco correr de noche. Había muchos Albert Stucky por el mundo. Y aunque sabía que Stucky estaba muerto –ella misma lo había matado–, a veces todavía salía a correr con su Smith & Wesson sujeta a la cintura.
Antes de llegar a la amplia glorieta que daba acceso a su casa distinguió el brillo de un parabrisas. Reconoció el impecable Mercedes blanco y quiso dar media vuelta. Lo habría hecho, si él no la hubiera visto. Pero Greg la saludó desde el porche, en cuya barandilla se había apoyado como si estuviera en su casa.
–Es un poco tarde para andar corriendo por ahí, ¿no?
Aquel saludó sonó más bien como un reproche, y Maggie se puso en guardia instintivamente, como había hecho Harvey poco antes. Aquel gesto representaba el microcosmos de su relación, que había quedado reducida a una serie de tácticas instintivas de supervivencia. Y Greg todavía se extrañaba aún de que quisiera el divorcio…
–¿Qué quieres, Greg?
Él parecía salido de las páginas de GQ. Iba vestido con un traje oscuro cuyas minuciosas costuras Maggie veía incluso a la tenue luz de la luna. No se veía en él una sola arruga. Llevaba el pelo peinado con espuma, sin un solo mechón fuera de su sitio. Sí, su futuro ex marido era ciertamente guapo, de eso no había duda. Maggie sabía que debía de ir camino a casa tras cenar con unos amigos o algún socio. Tal vez tuviera una cita. Maggie se preguntó al instante qué sentía al respecto. Alivio, se dijo enseguida.
–No quiero nada –parecía dolido, y Maggie notó que adoptaba una actitud defensiva, otra táctica de supervivencia de su propio arsenal–. Sólo se me ha ocurrido pasar a ver qué tal estabas.
A medida que se acercaban, Harvey comenzó a gruñir; de esa forma advertía a cualquier extraño que hubiera en su propiedad. Greg, que no se había fijado en él, retrocedió.
–¡Cielo santo! ¿Ese es el perro que adoptaste?
–¿Para qué has venido a verme?
Greg seguía pendiente de Harvey. Maggie sabía que odiaba a los perros, aunque durante su matrimonio alegaba como excusa que era alérgico a ellos. Pero, al parecer, sólo era alérgico al gruñido de Harvey.
–Greg –Maggie esperó hasta que volvió a prestarle atención–, ¿a qué has venido?
–Me he enterado de lo de Richard.
Maggie se quedó mirándolo como si esperara una explicación. Al ver que no decía nada, añadió:
–Eso ocurrió hace días.
Se refrenó para no decirle que, si tan preocupado estaba, por qué había esperado tanto.
–Sí, ya lo sé. Lo oí en las noticias, pero al principio el nombre no me dijo nada. Pero esta mañana estuve hablando con Stan Wenhoff sobre un caso que estoy preparando, y me contó lo que pasó en el depósito.
–¿Te lo contó? –Maggie no podía creerlo. Se preguntaba qué más le habría dicho Wenhoff.
–Estaba preocupado por ti, Maggie. Y sabe que estamos casados.
–Nos estamos divorciando –puntualizó ella.
–Pero seguimos casados.
–Por favor, Greg, ha sido un día muy largo. Y una semana muy larga. No necesito que me eches un sermón. Esta noche, no, ¿de acuerdo? –pasó a su lado y se dirigió a la puerta principal.
Greg se apartó para dejar pasar a Harvey.
–Maggie, te aseguro que sólo he venido para ver si estabas bien.
–Estoy bien –abrió la puerta y, al entrar en el recibidor, se apresuró a desconectar el sistema de alarma.
–Podrías mostrarte un poco más agradecida ya que he venido hasta aquí.
–La próxima vez tal vez debas llamar primero.
Se disponía a cerrarle la puerta cuando él dijo:
–Podrías haber sido tú, Maggie.
Ella se detuvo, se apoyó contra la jamba de la puerta y miró sus ojos. Su frente perfecta parecía arrugada por la preocupación. En sus ojos había un atisbo de humedad que no reconocía y que la sorprendió.
–Cuando Stan me dijo lo de Richard… bueno, yo… –hablaba con voz baja y apacible, casi en un susurro, con una emoción que Maggie no percibía desde hacía años–. Lo primero que pensé fue ¿y si hubieras sido tú?
–Yo sé cuidar de mí misma, Greg.
Durante su matrimonio, su trabajo había sido fuente constante de controversia. No, de discusión, mejor dicho. Había sido un motivo constante de discusión entre ellos durante varios años. Y Maggie no estaba de humor para reprimendas.
–Apuesto a que Richard también creía que sabía cuidar de sí mismo –Greg se acercó y alzó la mano para acariciarle la mejilla, pero el gruñido de Harvey lo detuvo en seco–. Eso ha hecho que me dé cuenta de lo mucho que me importas todavía, Maggie.
Ella cerró los ojos y suspiró. ¡Maldito fuera! No quería oír todo aquello. Cuando abrió los ojos, él le estaba sonriendo.
–¿Por qué no vienes conmigo? Puedo esperarte mientras te arreglas.
–No, Greg.
–He quedado con mi hermano Mel y con su nueva mujer. Vamos a tomar una copa en su hotel.
–Greg, no…
–Vamos, ya sabes que Mel te adora. Seguro que le encantará verte.
–Greg… –quería decirle que parara, que seguramente jamás volvería a salir con Mel y con él. Su matrimonio había acabado. No había marcha atrás. Pero aquellos ojos grises y acuosos parecían convertir su enojo en tristeza. Pensó en Delaney y en Karen, su mujer, que odiaba la profesión de su marido tanto como Greg la de ella. Así que se limitó a decirle:
–Tal vez en otra ocasión, ¿de acuerdo? Es tarde y esta noche estoy hecha polvo.
–De acuerdo –contestó él, titubeando.
Por un instante Maggie pensó con preocupación que tal vez intentara besarla. Greg le miró la boca, y ella sintió que su espalda se erguía contra el quicio de la puerta. Sin embargo, en ese momento de vacilación se dio cuenta de que no podría soportar que la besara, y aquella certeza la sorprendió. ¿Qué coño le pasaba? No había por qué preocuparse, sin embargo. Los gruñidos de Harvey volvieron a atajar cualquier acercamiento.
Greg se puso de nuevo alerta, miró a Harvey con mala cara y luego sonrió a Maggie.
–Por lo menos, con él estás segura –se dio la vuelta para marcharse y luego volvió a girarse–. Ah, casi se me olvidaba –dijo, y se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel roto y arrugado–. Esto debe de haberse volado de tu cubo de basura. Hoy el viento ha estado haciendo de las suyas.
Le entregó varios folletos rajados, trozos de los recibos de su tarjeta de crédito y la factura de su suscripción a la revista Smart Money.
–Tal vez debas cambiar la tapa del cubo –dijo él.
Típico de Greg, siempre tan práctico, incapaz de dejar pasar la ocasión de darle un consejo o rectificarla.
–¿Dónde has encontrado