–Esas armas las retiraron hace tiempo y las mandaron al almacén. La persona que se las llevó debía tener acceso oficial, o algún tiempo de salvoconducto.
–¿Bromeas?
–Esto se pone cada vez más interesante –Ganza le entregó un sobre con el sello del Departamento de Documentación y le indicó que lo abriera.
Maggie sacó una escritura del estado de Massachusetts sobre un terreno de diez acres que incluía una cabaña y derechos de embarcadero en el río Neponset.
–Genial –dijo tras leer por encima la copia–. Así que el terreno fue donado a una organización sin ánimo de lucro. Esos tipos saben lo que hacen.
–Es lo de siempre –dijo Ganza–. Muchos de esos grupos consiguen armas, dinero y hasta propiedades a través de falsas organizaciones benéficas. Así no pagan impuestos y al mismo tiempo pueden tocarle las narices al gobierno al que tanto dicen odiar. Eso suele ser lo único que se atreven a hacer.
–Pero este grupo está metido en algo mucho más peligroso que la evasión de impuestos. La persona que está detrás de esto es un maníaco dispuesto a sacrificar a sus propios hombres. Niños, en realidad –Maggie pasó las hojas–. ¿Qué demonios es la Iglesia de la Libertad Espiritual? Nunca la había oído nombrar –miró a Ganza y éste encogió sus huesudos hombros. ¿En qué clase de trampa se había metido Delaney?
10
Justin hubiera preferido no tener que quedarse al sermón. A fin de cuentas, llevaban todo el día trabajando para atraer a la gente. ¿No se merecían un descanso? Estaba cansado y hambriento. ¿Se daría cuenta el Padre si Alice y él se largaban? Aunque Justin sabía que Alice no querría. Ella vivía para aquel tostón, y parecía disfrutar de verdad con los cánticos, las palmas y los abrazos. La verdad era que él también disfrutaba con los abrazos, eso tenía que admitirlo. Y esa noche había allí algunas tías buenísimas.
Notó que Brandon estaba hablando con las rubias inseparables y que señalaba una de las paredes de granito, la que tenía grabada la frase: Libertad de Expresión, Libertad de Religión, Liberación de la Miseria, Liberación del Miedo. Justin había oído repetir aquellas mismas palabras al Padre muchas veces, sobre todo cuando le daba por ponerse a rajar sobre el gobierno y sus conspiraciones para liquidar a la gente. En realidad, durante un tiempo había creído que el creador de esas palabras era él.
Fuera cual fuese el rollo que les estaba contando Brandon, Justin notaba que las chicas se lo estaban tragando. Emma, la alta, se echaba el pelo hacia atrás cada dos por tres y ladeaba la cabeza de esa forma que las chicas de instituto tenían para ligar.
–Hola, Justin.
Sintió una palmada en el hombro y al volverse vio a Alice y a Ginny, la de los ojos negros. Enseguida se fijó en el enorme bollo y en la lata de coca-cola que llevaba Ginny. El olor del bollo hizo que le sonaran las tripas. Las dos lo oyeron y se echaron a reír. Ginny le ofreció el bollo.
–¿Quieres un poco?
Él miró a Alice para ver si ponía mala cara, pero ella estaba mirando para otro lado como si buscara a alguien, y Justin se preguntó de inmediato si sería a Brandon.
–Bueno, sólo un poco –le dijo a Ginny.
Se inclinó, dio un mordisco y arrancó un trozo del esponjoso bollo mientras Ginny lo sujetaba y tiraba de él. Sabía de maravilla, y Justin pensó en pedirle otro trozo, pero Ginny ya estaba dándole un mordisco, exactamente en el mismo sitio donde había mordido él; a continuación se humedeció los labios sin dejar de mirarlo. ¡Hostia! ¡Se le estaba insinuando! Justin miró a Alice para ver si se había dado cuenta, pero Alice estaba saludando a alguien con la mano. Al darse la vuelta, vio al Padre flanqueado por su núcleo duro: varias mujeres mayores y un joven negro. Tras ellos, pisándoles los talones, iban sus guardaespaldas, tres tíos a lo Arnold Schwarzenegger.
Justin pensó que el Padre parecía más un actor de cine que un reverendo. Esa mañana, en el bus, hasta había visto a Cassie, su guapa ayudante negra, aplicándole maquillaje. Seguramente también le peinaba. El Padre se desvivía con aquellos mítines. Por lo general llevaba el pelo negro, tirando a largo, echado hacia atrás con gomina, pero esa tarde lo llevaba perfectamente peinado y colocado sobre las orejas y el cuello de la camisa, de tal manera que tenía un aspecto moderno, pero pulcro. Más tarde, durante el mitin, cuando experimentara uno de sus raptos, como él decía, se le caerían los mechones sobre la frente. A Justin le recordaba a Elvis Presley cuando le daba el tembleque. Se preguntó si al Padre le molestaría la comparación. Lo que estaba claro era que no le importaría que la gente lo llamara El Rey.
Por lo demás, el Padre parecía un ejecutivo bien pagado. Esa noche llevaba un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata de seda negra. Los trajes parecían siempre caros. Justin lo notaba. Se parecían a los que llevaba su padre; seguro que costaban varios miles de pavos cada uno. Y luego estaban los gemelos de oro, y el Rólex, y el alfiler de corbata, todo ello regalo de ricos benefactores. Aquello ponía enfermo a Justin. ¿Por qué siempre había donantes para comprar joyas caras, pero ellos tenían que usar periódicos viejos en vez de papel higiénico? Y encima cachitos tan pequeños que ni siquiera podían leerse en ellos los resultados de la liga de fútbol universitario.
El sol acababa de ponerse; sólo quedaban de él algunas manchas púrpuras y doradas. El Padre, sin embargo, llevaba gafas oscuras. Se las quitó mientras se acercaba. Sonrió a Alice y le tendió las manos, esperando que ella hiciera lo mismo. Justin vio cómo sus manos se tragaban las de Alice y le agarraban acariciadoramente las muñecas.
–Alice, querida mía, ¿quién es tu joven invitada? –el Padre, cuyos ojos habían empezado a obrar su hechizo, sonrió a Ginny.
Ésta pareció azorarse por la repentina atención del Padre, e intentó desembarazarse torpemente del bollo y la cocacola. Justin iba a ofrecerse a encargarse de ambas cosas, pero ella se volvió y tiró el suculento bollo a una papelera. Justin se preguntó si los demás habrían oído su suspiro de desilusión, pero todos parecían hipnotizados por el encanto del Padre. Justin se apartó; no quería arriesgarse a que los trillizos Schwarzenegger le dieran un empujón.
Se sentó en un banco. Todo el mundo estaba mirando al Padre. Hasta Brandon y las rubias. Pero Brandon parecían un poco mosqueado. Justin se preguntó si le jorobaba que el Padre le robara la atención de las chicas.
El Padre tomó a Ginny de las manos como había hecho con Alice, sólo que con mucha ceremonia, seguramente porque sabía que todo el mundo lo estaba mirando. La miró a los ojos, sonrió y siguió hablando de lo guapa que era. Ginny era aún más bajita que Alice, así que las grandes manos del reverendo le abarcaban prácticamente los antebrazos.
Ginny la escéptica, la que les había dicho varias veces que su padre se cabrearía si se enteraba de que había ido a la concentración, parecía estar flipando. Justin tenía que admitir que el tío era un encantador… de serpientes. Justo en ese momento el Padre lo miró y frunció el ceño.
Joder, pensó Justin. Tal vez fuera cierto que leía el pensamiento.
11
Ginny Brier apenas oía las palmas y los cánticos allá abajo. Las hojas secas crujían bajo ellos, y una ramita se le clavaba en el muslo, pero en lo único que pensaba era en que Brandon le estaba jadeando en la oreja mientras luchaba con los botones de su blusa.
–Ten cuidado, no los rompas –susurró, pero sólo consiguió que él se aturullara aún más.
Brandon tenía la nuca húmeda. Ginny siguió acariciándosela con la esperanza de que se calmara, aunque le gustaba ver que le ponía tan cachondo. Se preguntaba si es que llevaba mucho tiempo sin hacerlo o algo así. Eso explicaría su torpeza. ¿O es que le daba miedo que les pillaran? ¿Le preocupaba que aquel tío, el reverendo, se enfadara si se enteraba? A decir verdad, a ella eso era lo que más la excitaba. Le gustaba aquel tío tan guay, que